Justicia y paz

Aparco mis no pocas reservas mentales hacia Shlomo Ben Ami para detenerme en la resbaladiza —casi provocativa— frase que el veterano dirigente laborista israelí pronunció el lunes en el congreso jibarizado de Bilbao. La repitió, palabra arriba o abajo y con reflexiones e inflexiones que ayudan a comprenderla mejor, en la entrevista que ayer publicaba Deia: “Con justicia plena no habrá paz duradera”. Escuchada o leída en frío, la idea hace que salten las alarmas de nuestra conciencia macerada en almíbar buenrollista. Toda la vida creyendo —aunque sin un solo ejemplo práctico que lo confirmara a lo largo de la historia— que la justicia y la paz eran siamesas, y ahora viene alguien que sabe lo suyo de conflictos a bajarnos de la nube y a explicarnos que no puede ser sopas y sorber al mismo tiempo.

He sido muy crítico con este simposio cosido a medida para el cada vez más candidato y menos lehendakari López, pero lo daría por plenamente justificado si sirviera para que nos entrara en la cabeza la realidad enunciada por Ben Ami. Como sigamos imaginando con los ojos cerrados un futuro con pétalos de rosa y música de violín, acabaremos embarrancando en una depresión de caballo… si es que no volvemos a las andadas en cuanto cada cual decida imponer por la fuerza su versión de la paz justa o de la justicia pacífica. Ojo con la semántica, que la carga el diablo.

Escribiendo aquí mismo sobre la reconciliación o el idealizado relato compartido, ya he dicho que es imprescindible que vayamos modulando las expectativas. Venimos de la casi nada y aspiramos al absolutamente todo. De estar haciéndonos la vida imposible a darnos piquitos cada vez que nos crucemos por la calle. Eso no va a ser jamás así y más vale que lo interioricemos, del mismo modo que hemos de estar dispuestos a palmar en algo. O más paz o más justicia. A ver cómo hacemos para que no sobre ni falte ninguna de las dos.

Las miserias de Dívar

Casualidades de la vida o puro signo de los tiempos, el mismo día en que el Tribunal Supremo evacuó la sentencia que dejaba en la cárcel a los encausados en el sumario Bateragune, el presidente del búnker judicioso salía en la zona marrón de los papeles. Un vocal del CGPJ, que no es precisamente el que reparte las cocacolas, había denunciado formalmente a su vuecencia Carlos Dívar por tirar de la Visa pública para gastos personales. No es que un día pasara al despiste, como hacen tantos vivillos de la mamandurria, el ticket de una caña y un pincho de tortilla. La cosa es bastante más fea. Según la documentación aportada por quien destapó la liebre, el santo varón —presume de ser de comunión diaria— se había autosubvencionado 18 fines de semana en un hotel de lujo del marbellí Puerto Banús, incluidas comilonas en restaurantes de postín para él y sus entre cinco y siete escoltas. Subtotal de la broma: unos 18.000 euros, que son los que ha podido acreditar fehacientemente el meticuloso denunciante. Échenle un galgo al resto.

Como los titulares no han sido igual de generosos en tamaño que cuando el protagonista es un malo o un caído en desgracia oficial (digamos, Garzón), es posible que no les haya llegado la curiosa defensa del presunto malversador. En el primer despeje a córner, vino a decir que sus carísimas estancias en la Costa del Sol eran, en realidad, penosos viajes de trabajo que él sobrellevaba con su abnegación cristiana como quien soporta el martirio de San Lorenzo o un golondrino en cada sobaco. Y para rematar la faena, se adornó diciendo —aquí la cita es literal— que la cantidad que se había pulido era “una miseria”.

¿Han visto a alguno de los habituales campeones de la rectitud poniendo el grito en el cielo? Ni lo verán. Apuéstense algo a que el que acaba cayéndose con todo el equipo es el vocal del CGPJ que ha señalado el pastelón. Por meter la nariz donde no debe.

Responsabilidad profesional

Si a un ingeniero se le viene abajo un puente, tiene bastantes boletos para acabar entre rejas. En el mejor de los casos, le caerá un puro económico y, desde luego, es altamente probable que los únicos encargos que reciba en el futuro sean para hacer maquetas con palillos. A un cirujano que deje una cicatriz medio centímetro mayor que los estándares permitidos no le libra nadie, como poco, de que le monten un auto de fe de esos que vemos en House y ya puede tener una buena póliza que le cubra la indemnización millonaria que le costarán sus cuatro puntadas mal dadas. Yo mismo, si me da un calentón y escribo aquí que tal o cual fulano es un ladrón y un hijo de mala madre, sé que incluso siendo verdad, me expongo a un querellón y a terminar mis días redactando el horóscopo.

Responsabilidad profesional se llama todo esto que les describo. Las negligencias, igual da si son por acción u omisión, tienen un precio. En ocasiones es excesivo y hasta injusto, pero la conciencia de esa espada de Damocles que te rebanará la yugular en caso de cometer una cantada ayuda —o debería— a andarse con ojo con aquello que te procura el pan. ¿En todos los gremios? Ahí está el truco: nanay. Para ciertos oficios no rige este principio.

Entre los exentos, destacan los políticos, que tienen patente de corso para hundir sucesivamente las áreas que se les encomienden. De igual modo, un juez se puede permitir —pongamos— cerrar un periódico con la tranquilidad de que cuando se descubra que fue injustamente no le tocarán un botón de la toga. Luego están los entrenadores de fútbol. Los hay que llevan un congo de equipos descendidos y siguen contratándolos y cobrando el cojofiniquito. Y, last but not least, los gestores de bancos. Esos sí que saben. Mandan al carajo una entidad de supuesta probada solvencia y son premiados con un pico de muchos ceros a la derecha y un puestazo desde el que arruinar la siguiente.

Canto a la derrota

Como, gracias a una tara genética de mi estirpe, no me dejé contagiar por la alegría explosiva, me resultó muy sencillo mantener a raya al virus que trajo desde Bucarest la hiel amarga de la derrota. Es una curiosa cualidad que tenemos las almas atormentadas: nos pasamos la vida encabronados por lo que al común de los mortales se la trae al pairo y, supongo que en justa compensación o por simple instinto de supervivencia, nos volvemos de mármol mientras todo el mundo a nuestro alrededor estalla en llanto inconsolable. Con nuestra también innata incompetencia para la empatía, todo lo que se nos ocurre es hacernos a un lado y contemplar el siempre lírico paisaje después de la batalla perdida.

A eso me dediqué la noche del pasado miércoles. Cumplido el trámite de un programa que me habría encantado no tener que hacer, salí a la calle con el respeto con que se acude a los funerales para infiltrarme en la desolada marea rojiblanca. Muy esperanzador, el primer apunte para mi cuaderno de campo imaginario: decenas de pares de ojos con rastros de lágrimas aún evidentes eran capaces de componer, en sincronía con todos los demás elementos de los rostros, una sonrisa más que aceptable. Tengo todavía pegada en la retina la de la veinteañera morena con una camiseta de Toquero que, seguramente al verme tan mayor, quiso cederme el asiento en el metro. Renuncié a su invitación y me quedé de pie fisgando a hurtadillas cómo chateaba —whatsupeaba, en realidad— con un desenfado que impedía sospechar que apenas hora y pico antes se le había hecho pedazos un sueño. En el resto del vagón tampoco había nada que delatara un drama reciente.

No volveré a reconocerlo jamás en público, pero coincidiendo con ese pensamiento, se vinieron abajo mis defensas. Llegué a casa con los ojos humedecidos y la confortante convicción de que nuestros equipos —todos ellos— engrandecen incluso en las derrotas más dolorosas.

Bateragune, el novelón

Han salido discípulos de Salomón los ilustres togados del Tribunal Supremo (Sala Penal, cuarto sótano a la derecha) que se han sacado de la puñeta la decisión final sobre el caso Bateragune. Ni pa’ ti ni pa’ mi. Ni hablar de absolución, pero para que no se diga, reducción de condena de diez a seis años. Leído el titular al primer bote, hasta parecía que había que soltar un irrintzi agradecido por la grandiosa magnanimidad de los despachadores de justicia a granel. Qué detallazo, marcarse una rebajita como las que hacen en los híper con los lácteos a punto de caducar. La diferencia es que este yogur lleva varios calendarios pasado de fecha. Cada minuto que han permanecido los encausados en la trena ha estado de más. Los mil y pico días de propina a contar desde hoy que les han encalomado son puro ensañamiento con premeditación, alevosía y vaya usted a saber si también nocturnidad.

¿Por qué, pudiendo haberse quitado de la vista un marronazo del quince a cambio de cuatro o cinco ladridos cavernarios, sus señorías han optado por la vieja receta? Probablemente, por el poder simbólico de los condenados —en especial, de Otegi— y por la imperiosa necesidad de demostrar que el Estado de Derecho funcionando a pleno pulmón es el copón de la baraja y no hay quien le tosa. Eso, de saque, pero rascando un milímetro en el fallo, aparece una razón más tosca si cabe: había que sostenella y no enmendalla al precio que fuera.

Desde la primera línea, este sumario es un novelón de cuarta. No hay cabeza en la que quepa que quienes le han hecho una envolvente a ETA para bajarla del monte estaban al servicio de los que querían perpetuarla en los matorrales. El comunicado del 20 de octubre y lo ocurrido hasta y desde entonces disipan cualquier asomo de duda. Salvo para la justicia española, que no puede reconocer que había metido la pata hasta el corvejón o, peor aun, que se lo había inventado todo.

Se llama estafa

Gobernar en minoría es una práctica democrática absolutamente legítima. En no pocas ocasiones resulta más higiénica, refrescante y auténtica que el rodillo y tentetieso de la mayoría absoluta o los pactos estables entre repartidores de cromos a los que el programa se la refanfinfla. Si bien es cierto que se puede resentir la gestión pura y dura, la contraparte es que abre la posibilidad a acuerdos a varias bandas y a conjugar el verbo “ceder”, tan poco utilizado por los que suelen olvidar que tienen un mandato representativo y no un cheque blanco para hacer lo que les salga de la entrepierna. No habría, por tanto, nada que oponer a decisión de Felipito Tacatún López de quedarse pegado a la silla con Loctite si no fuera por un detalle decisivo: todo lo anteriormente dicho es válido cuando la minoría que lidera el gobierno es la mayoritaria, es decir, la formación más votada. Es de cajón de madera de pino (de roble, en nuestro caso) y de catón de la política, pero también una norma mínima de juego limpio.

A buen sitio hemos ido a parar con lo último. Ya fue un tocomocho de escándalo marcarse un matrimonio de conveniencia aprovechándose de una ley bananera para cuartear el parlamento. Ha habido que aceptar por pelendengues ese pulpo tramposo como animal de compañía durante un trienio que nos ha llevado de mal en peor. Y cuando por fin hace crack la dupla de demolición, nos tenemos que tragar el birlibirloque definitivo, lo literalmente nunca visto: se queda gobernando en solitario el segundo partido, que para más recochineo, según las cuentas actualizadas, ahora sería el tercero o el cuarto. ¿Una broma de mal gusto? Bastante peor que eso: se llama estafa.

Lo es por cómo se ha producido pero también por su finalidad nada disimulada. Se trata de algo tan pedestre como garantizar mientras se pueda las centenares de (generosas) nóminas de los legionarios del cambiazo. Cada día cuenta.

Tres años de humillación

Es el precio de un plato de lentejas, una makila y un puñado de puestos bien remunerados para la colegada. Quien te lo paga adquiere el derecho de arrastrarte por el barro, soltarte unos fustazos y, si se tercia, escupirte en un ojo, en el otro, o en los dos. Y para que la humillación sea completa, ni te dejan el mínimo alivio de ser tú quien anuncie la ruptura. Un día, mientras tú celebras la victoria de un pariente lejano como si fuera propia, el que te ha chuleado a modo durante tres años vuelve a jugártela regalando la exclusiva. En la víspera del tercer aniversario, qué ingratitud infinita. Podría ser una canción de Chavela Vargas, pero ni eso. Apenas llega a un karaoke de los Chichos: te vas, me dejas y me abandonas, mal fin tenga tu mala persona.

No será porque no se veía venir. Desde el mismo instante en que se firmaron las capitulaciones (para el PSE, en sentido literal) matrimoniales, quedó claro que la gaviota iba a jugar a gavilán en la relación. Fue tan hábil, que ni siquiera quiso mancharse las patas entrando al Gobierno. ¿Para qué, si desde fuera iba a mandar más y mejor? Repásese la magra media docena de decisiones de esta raquítica semilegislatura, y se comprobará que todas derivan del credo del PP. Las que tienen que ver con lo identitario, como la liofilización de EITB, pero también, ojo al parche, las otras, las de tajazo al bienestar que cada martes anunciaba la portavoz Mendia sin saber dónde meterse porque no iban ni en su programa ni en su ADN.

¿Y ahora qué? Pues tiene toda la pinta de que nos aguardan unos cuantos meses de sartenazos entre los viejos amantes, que en realidad nunca llegaron a serlo. “Kramer contra Kramer” va a parecer una comedia en comparación con el divorcio socio-popular. Resultaría divertido asistir al espectáculo, si no fuera porque este país ha perdido ya un trienio completo, seguramente el más delicado de nuestra historia reciente.