Lo que no es noticia

La noticia de un perro maltratado por su dueño se convierte en un dos por tres en la más leída de las ediciones digitales de los periódicos. Nada que oponer. Hace falta ser de piedra para no sentir una mezcla de ternura hacia el indefenso animalito y rabia hacia el hijoputa con pintas que lo ha torturado. Imposible no acabar la lectura con el estómago encogido y lágrimas en los ojos. La pena es que toda esa humana emotividad se nos quede en el congelador a la vista del enésimo coche bomba que ha despanzurrado a cincuenta o sesenta personas en un lejano conflicto del que tenemos una noción voluntariamente difusa porque hay cosas que es mejor no saber.

No señalo, no acuso, no quiero provocar más incomodidades añadidas a las que ya arrastramos. Simplemente constato y, de hecho, si tratara de buscar responsables de esta sensibilidad brutalmente asimétrica, debería mirarme primero el ombligo. Aunque sea en una parte infinitesimal, yo, que trabajo haciendo centros de mesa con la actualidad, también tengo algo que ver. Cuando decides qué cuentas en el informativo o de qué hablas en la tertulia, también estás determinando lo que dejas fuera. La omisión es otra forma de elección, nada inocente, por cierto.

A fuerza de excluir de la alineación inicial de lo contable o comentable ciertas cuestiones, que tienden a ser las mismas, acabas siendo cómplice de una especie de división en castas de la realidad. La clasificación es tan caprichosa que el perro maltratado, la bocachanclada de tal o cual político o hasta el último video chorra que triunfa en Youtube merecen honores de portada y, sin embargo, sólo rastreando entre la escarabilla informativa se entera uno de que [Enlace roto.]. Media docena de párrafos en una fría nota de agencias casi invisible es todo lo que mereció la noticia. Lo normal, ¿no?

Deporte y política

No hay que mezclar el deporte con la política. No, claro que no. Por eso en la ceremonia de la victoria suenan los himnos nacionales y ondean las banderas. Por eso en los palcos se apelotonan las autoridades civiles —y a veces alguna militar y hasta eclesial— vestidas de domingo. Por eso, antes o inmediatamente después de la ofrenda a la Virgen del lugar, se acude con la copa o las medallas a las sedes de los gobiernos correspondientes y se le regala al baranda de turno una camiseta que se pondrá sin pudor sobre su Armani o su Elena Benarroch. Por eso a los campeones de lo que sea se les conceden títulos nobiliarios y órdenes del mérito de lo que haga falta y se les nombra hijos predilectos del terruño aunque tengan domicilio fiscal en Andorra o Mónaco. Por eso los partidos echan el lazo para sus listas a viejas o presentes glorias del atletismo, el fútbol o, sin ir muy lejos, la pelota.

No, qué va, no hay que mezclar el deporte con la política. Por eso cuando te sientes nación sin estado celebras como anticipo de la independencia que te dejen competir internacionalmente en tiro de la rana. Por eso cuando eres nación con estado despliegas toda tu artillería diplomática y legalista para impedir que cualquiera de tus trozos levantiscos pueda competir internacionalmente en tiro de la rana. Por eso es en los parlamentos centrales donde se decide quién sí y quién no tiene permiso para ir por el mundo con los colores y los escudos propios. Por eso tras un triunfo, las portadas se llenan de palabrería bélica y patriótica. Por eso se han boicoteado olimpiadas, mundiales o entorchados continentales según por dónde derrotara ideológicamente el anfitrión. Por eso, incluso, ha habido alguna guerra que ha tenido como excusa un partido de fútbol.

Definitivamente, no hay que mezclar el deporte con la política. Sencillamente porque no es necesario. Hace ya mucho tiempo que son la misma cosa

Calentando la pitada

Hace unos años, Barbra Streisand le montó una pajarraca de pantalón largo a un fotógrafo que había tomado imágenes aéreas de su mansión en la costa californiana para una campaña publicitaria. Todo lo que consiguió fue que las instantáneas que iban a ver un puñado de ojos acabaran siendo la comidilla mundial y que su casuplón secreto fuera conocido de uno a otro confín. Desde entonces, ese fenómeno que por aquí llamábamos “dar tres cuartos al pregonero” quedó bautizado oficialmente como Efecto Streisand. La lección no puede ser más simple: si no quieres que se enteren de que tienes un callo, no chilles cuando te lo pisen.

Parece mentira —o no— que con los trienios en la política que lleva a cuestas, la lideresa matritense Esperanza Aguirre desconozca el mentado Efecto Streisand y los peligros de apagar el fuego con gasolina. “Si hay parte de los aficionados que quieren silbar el himno en la final de Copa, pues mire usted, el partido no se va a celebrar, así de claro”, se engoriló ayer la señora de la Villa y Corte y alrededores. Un buen titular, de eso no hay ninguna duda, pero también una invitación en toda regla para que los hinchas del Athletic y del Barça se sientan aun más inclinados a enterrar el chuntachunta a grito pelado. El más irredento de los independentistas no habría cosechado tal éxito en su llamamiento a poner una pica en el Calderón, que ya puede estar construido a prueba de decibelios, porque tiene pinta que lo del viernes va a hacer época.

Cabe otra interpretación, más retorcida y por eso mismo, más verosímil. ¿No será que Aguirre y las plumas cavernarias que se rasgan ritualmente las vestiduras patrióticas por la que se avecina arden en deseos de que sus profecías apocalípticas se cumplan? Por ahí sospecho que va el envite. Cuanto peor, mejor. Sé que es una tentación darles gusto y liar la de San Quintín que ya están soñando. Pero sería un tremendo error.

Pucherazo a la vista

El Gobierno español del Partido Popular está preparando un pucherazo electoral. Otro, en realidad. A diferencia del anterior, perpetrado en comandita con el PSOE y cuyas consecuencias aún padecemos, en esta ocasión el truco no va a consistir en neutralizar a una parte del censo, sino en inflarlo como el hígado de una oca a punto de foie. La intención es liarse a regalar derechos al voto en los comicios vascos como quien reparte balones de playa con propaganda. Entre 200.000 y 300.000 ciudadanos —nótese el pequeño margen de error— son susceptibles de beneficiarse por esta promoción del multi-sufragio gaviotero. El único requisito es haber dejado de residir en la pecaminosa Vasconia en los últimos treinta años y declarar, que no acreditar, que el motivo de la marcha fue la presión de ETA. Menudo chollo, ¿eh?

Lo tremendo es que esta zafia operación, que en cualquier latitud con medio gramo de sentido democrático nadie se atrevería siquiera a sugerir, se está llevando a cabo a plena luz del día y mentón en alto, en nombre de la memoria, la reparación y, ¡toma ya!, la justicia. Sin atisbo de rubor por el cutre modo de engordarse la buchaca con papeletas falsificadas, se nos cuenta que se trata de resarcir el atropello que sufrieron quienes tuvieron que abandonar su tierra por culpa de la violencia terrorista. Aparte de que es un método un tanto peculiar de compensación, lo que no cuela ni para unas tragaderas tan ensanchadas como las nuestras es la cifra.

Aunque se repita desayuno, comida y cena siguiendo el patrón goebbelsiano, la mentira de los 300.000 “exiliados” no se va a convertir en verdad. Hasta los que están montando este brutal tocomocho saben perfectamente que las estimaciones medianamente fidedignas no alcanzan ni a la décima parte. Y eso, tirando por lo alto. No parece, sin embargo, que eso los vaya a detener. Una vez más, todo apunta a que el pucherazo está servido.

Economía virtual

El jueves a las 12 del mediodía, tras entrar en caída libre, cada acción de Bankia llegó a valer 1,17 euros. Gracias a una mano mágica que empezó a intervenir —qué curioso— en el instante en el que todo olía a desplome imparable, los valores iniciaron una escalada vertiginosa que los llevaron a cerrar en 1,42. El viernes a las 11 de la mañana, con la carrerilla cogida, se pusieron en 1,90. Alguien que hubiera comprado mil títulos en el momento más bajo y se hubiera deshecho de ellos en el más alto se habría embolsado 730 euros… ¡en tan sólo 23 horas!

Como imaginan, quienes participan en estas timbas no se andan con minucias y operan con cantidades infinitamente mayores que la de mi pedestre ejemplo. Añádanle al beneficio, como poco, tres ceros. Y eso, sin contar que he tirado del supuesto más sencillo, el de la compra-venta limpia. Cualquiera que sepa cuatro cosas de la selva bursátil les puede explicar los endiablados mecanismos que permiten forrarse incluso cuando la cotización se desmorra y los titulares tocan a muerto.

Siento haberles conducido al borde del mareo, pero creo que es necesario tener presente esta parte de la tramoya que no nos suelen enseñar. El pastizal que ha ido a las buchacas de unos ventajistas escogidos no tiene la menor relación con la verdadera situación de Bankia. Por muy milagrero que sea Goirigolzarri, la entidad no puede pasar en un día del borde de la quiebra a ir viento en popa como sugiere la trepidante recuperación (casi un 50 por ciento) de su cotización. Una vez más, se le ha puesto precio al humo, que es con lo que se negocia ya casi exclusivamente en los temidos y temibles mercados. Aunque la especulación existe desde el primer trueque de la historia, ha sido en los últimos años cuando ha alcanzado su victoria definitiva y ha impuesto una economía virtual. En la real, la de los recortes sobre lo ya recortado, sólo vivimos los pringados.

Memoria o rencor

Si el rencor se basa en la memoria —aunque sea de agravios reales o supuestos—, no debe parecernos tan extraño que un congreso que lleva la manoseada palabra en su frontispicio haya cosechado sus titulares más floridos gracias a un ponente, Emilio Guevara, que dedicó toda su intervención a verter su rancio resentimiento. Qué linces, los que podaron el programa de presencias potencialmente inconvenientes y franquearon el paso a quien, armado de una fumigadora de odio, llegaba dispuesto a ajustar cuentas con el pasado. Con su pasado, no con el común, que era el que daba razón de ser al simposio de Bilbao. Así se construye la convivencia, sí señor, afilando las viejas rencillas y renovando los dos estabularios de rigor; aquí, los heroicos constitucionalistas y allá los pérfidos abertzolosos. O con o contra. Justamente, lo que tratamos de superar… y, por fortuna, ya hemos superado en buena parte.

Propugna el despechado Guevara una “ley de Claridad a la española” (sic) para “frenar el chantaje nacionalista” (otra vez sic). Su descarga estuvo trufada de decenas de demasías biliosas como esa. Está de más reproducirlas. Aparte de que hacerlo únicamente aumentaría el caudal de afrentas, cabe preguntarse qué valor tienen las opiniones de alguien que hace no muchos calendarios defendía exactamente lo contrario. Si entonces estaba tan equivocado, ¿cómo sabe que no lo está ahora? ¿Cómo sabemos los demás que no volverá a caerse del caballo camino de Damasco y empezará a propalar animosamente el nuevo credo al que se reconvierta?

Como yo mismo no pienso exactamente lo que pensaba hace quince, veinte o veinticinco años (por lo menos, en algunas cuestiones), respeto el derecho a renovar los idearios. Tenemos mil ejemplos de personas que han pasado con naturalidad de alfa a beta. Y otros dos mil, ay, de tipos como Guevara que han cruzado de yin a yan en un par de días. Su credibilidad es cero.

Pilatos en su yacuzzi

Qué gran verdad aventaron los apóstoles del cine de arte y ensayo Bud Spencer y Terence Hill: quien tiene un amigo tiene un tesoro. Y la cosa se pone en Potosí si son varios y están dispuestos a ir al señor fiscal —que tampoco es que sea un enemigo— a decirle que esté tranquilo, que fueron ellos los que prestaron la choja (billete a billete, al parecer) y que ya si eso, harán cuentas cuando toque, que no hay prisa. ¿Qué son, al fin y al cabo, cuatrocientos mil leureles para tipos de las cercanías de Bilbao que, como es sabido, incluyen la Bética y la Penibética? Digo yo, que soy bienpensado de cuna, que el probo titular del Ministerio Público pediría los papeles correspondientes y se aseguraría de que los generosos prestamistas han cotizado a sus respectivas haciendas (o lo harán) por los intereses devengados al tipo medio vigente, que la normativa fiscal no entiende de amistades en materia de créditos. ¿Me ha parecido oír una estentórea carcajada?

Para qué preguntaré. Todo en este novelón ha sido una risotada tras otra para que terminemos de comprender que, cuando tienes dónde agarrarte o a quién, lo legal se fuma un puro con lo moral y se atreve incluso a darle cuatro collejas. Y de propina, a montar el numerito victimista del linchamiento y el vía crucis. Como Camps, como Fabra el de las gafas oscuras que le permiten adivinar los números de la lotería, como tantos Houdinis que pasan del marrón al blanco impoluto en un santiamén judicioso… aunque no dejan de oler.

Allá cada cual con su cuajo. Ellos saben que sabemos y nosotros sabemos que saben que sabemos. Es triste que un galimatías como el que acabo de escribir sea lo único que nos quede como consuelo después de haber visto otra vez a Pilatos sumergirse en el yacuzzi. Pero hace ya mucho que la pocilga no da más de sí. Los que retozan en ella les recordarán mañana que hay que acabar con el fraude fiscal. De algunos, claro.