Apáticos

Los que vieron la botella casi llena corrieron a titular que el EPPK da por finalizado el conflicto armado y reconoce el daño generado. Los que la vieron prácticamente vacía destacaron en caracteres gruesos que, además de reclamar la amnistía, los presos de ETA —nótese la diferencia nominal— repudian la vía del arrepentimiento. No podemos hablar exactamente de empate porque la segunda versión se difundió en un número mayor de medios. En todo caso, eso queda para la estadística o las hemerotecas. Si vamos a lo que importa o debería importar, que es la opinión de la sociedad, comprobamos que prácticamente nadie vio ninguna botella. Esa noticia, que llegó a las primeras planas sólo porque el fin de semana no dio más de sí y por las inercias de las que no escapamos los periodistas, pasó desapercibida para el común de los ciudadanos vascos. La renovación de Bielsa o el concierto de Bruce Springsteen en Donostia dieron bastante más que hablar.

Podríamos, como de hecho están haciendo los representantes políticos, enfrascarnos en un tira y afloja de declaraciones y contradeclaraciones sobre si el texto es decepcionante, esperanzador o mediopensionista. Los únicos frutos serían —son— más titulares con entrecomillados que se olvidan un segundo después de ser leídos. Una vez más, los árboles nos impiden ver el bosque. Seguimos sin darnos cuenta de que, más allá de la evidencia de la ausencia de atentados o extorsiones, la principal consecuencia de lo que llamamos “nuevo tiempo” es un apabullante desinterés social por esa cuestión que nos ha costado, literalmente, tanta sangre, sudor y lágrimas. Sólo para las personas que están o han estado en la primera línea resulta un asunto candente. El resto ha pasado página.

Ni siquiera merece la pena hacer un juicio de valor sobre esta apatía. Es más práctico tomar conciencia de ella y tener claro que las sobreactuaciones ya no impresionan a casi nadie.

Culebrón foral

Pepa y Avelino, Concha y Mariano, el dúo Pimpinela… Nos quedamos necesariamente cortos cuando buscamos en el bestiario bufo con quién comparar a la grotesca pareja asíncrona que gobierna en Navarra. Barcina y Jiménez, la una con el mantón de manila foral y español y el otro con el puño flojo sujetando una rosa chuchurría, forman por derecho una categoría propia de la tragicomedia política. Sólo el ya descuajeringado tándem López-Basagoiti ha sido causa de tanto solaz, alipori y destrozos irreparables como el par simpar que administra en pésima avenencia el viejo reino. Tal vez, de hecho, en la estrepitosa ruptura a sartenazos de la santa alianza vascongada tengamos el botón de muestra de cómo va a acabar el serial en la tierra del Amejoramiento.

No me fiaría. Como tengo en el lado oscuro de mi currículum el visionado en vena de una docena de culebrones, principalmente mejicanos, venezolanos y colombianos, conozco algunas leyes del género. Desde que parece que está a punto de llegar el desenlace hasta que efectivamente llega te da tiempo a fumarte un estanco, preparar unas oposiciones a notarías y completar la maqueta del Taj Majal de una de esas colecciones por entregas semanales. Se diría, sí, que el puñetazo en la mesa que dio el viernes pasado Lizarbe —quién te ha visto y quién te ve, Juan José— sonaba a últimatum. Pero también se sabe que la paciencia política, sobre todo cuando tienes un puñadito de cargos en gananciales, es como el tubo de la pasta de dientes; siempre parece que no puede salir más y sin embargo, si aprietas, sale. Y podemos remitirnos a los precedentes: hasta la fecha, la firmeza demostrada por el PSN ha estado entre la gelatina y las natillas.

¿Le queda una gota de sangre roja al partido que sigue cerrando sus congresillos (no es ofensa; se llaman así) puño en alto y entonando La Internacional? Lo sabremos en el próximo capítulo. Por si acaso, no apuesto.

Démonos por…

Les sigo haciendo la lista de mis desconfianzas. La de ayer, esa España económica que igual que la política no ha completado la transición desde el franquismo, era de manual. Tal vez les resulte más sorprendente la que me ocupará en las próximas líneas. Más que nada, porque, necesitados de creer en Dios o, aunque sea, el ratoncito Pérez, hay muchos que pronuncian el nombre de Europa como si fuera un conjuro que nos librará del descalabro cuando estemos a un milímetro del precipicio. Sin embargo, si atendiéramos a los hechos y no a la desesperación, tendríamos la certeza de que lo que llevan en la mano los presuntos salvadores es una puntilla.

Europa —o para ser más exactos, la Unión Europea— es una de esas fantásticas teorías que se estrellan en cuanto emprenden el camino del dicho al hecho. No niego que a los padres fundadores les guiaran las más nobles intenciones. Ni siquiera que con viento a favor y fondos de pasta fresquita para repartir, la cosa haya sido capaz de tirar mal que bien. Pero en cuanto han empezado a pintar bastos, ha quedado claro que no es nada fácil marcarse un mecano con 27 piezas que son cada una de su padre y de su madre. Lo que alguien soñó como un sublime ejercicio de natación sincronizada se ha convertido en un naufragio apelotonado donde impera el sálvese quien pueda. Tarde han caído algunos en la cuenta de que tal vez no se debió invitar al ejercicio a quien no sabía nadar.

Cabría un atisbo de esperanza si los que llevan el silbato y los galones no fueran una panda de maulas que han ganado su cargo en una subasta de intereses cruzados. Tal vez ustedes no tengan ese vicio, pero como a mi no me queda más remedio, dedico buena parte de mi jornada laboral a leer y escuchar lo que dicen Durao Barroso, Van Rompuy, Olie Rehn o Mario Draghi. Un día es arre, otro es so y media hora más tarde, una mezcla de lo uno y de lo otro. Démonos por… ya saben.

¿Confianza en España?

Si yo formara parte de esa macromafia que llamamos “Los Mercados” tampoco tendría la menor confianza en España. Hay dos o tres millones de motivos. Para empezar, no hay forma de concederle un átomo de credibilidad a una economía que no se apea ni a tiros del combinado de sol, ladrillo y pelotazo que se sacaron de debajo del cilicio los ministros opusianos de Franco hace medio siglo. Mira que con la pasta que ha dado la castiza fórmula en determinadas épocas ha habido oportunidades para probar otros caminos tal vez más laboriosos pero, por eso mismo, más sólidos. Pues no: balanza de pagos de mármol atornillada a las promociones inmobiliarias de suelo recalificado y, cómo no, el turismo, que ya decía Paco Martínez Soria que era un gran invento. Casi lloro cuando escuché al gran estadista Rajoy en su discurso de investidura anunciar un plan de difusión de la “sabrosa y variada” gastronomía española como arma definitiva para volver a llenar las arcas.

Esa es la famosa Marca España que con tanto orgullo y ardor han defendido hasta quienes sabían —¿Verdad, López y asesores de López?— que mundo adelante es considerada una especie de peste incurable… sencillamente porque lo es. Y lo es no sólo por el modelo que acabo de describir, sino por quiénes y cómo lo hacen funcionar: una casta endogámica de políticos y altos directivos de grandes corporaciones que cometen en comandita las trapacerías para, como es lógico, tapárselas igualmente en comandita.

Lo de Bankia es el mejor ejemplo. Su desastre es el combinado perfecto de ineptitud en la gestión —ni adrede se puede perder tanto dinero en tan poco tiempo—, manipulación de datos con la peor fe y ocultamiento continuado y mendaz de una situación que al estallar podía arrastrarlo todo, como de hecho ya lo está haciendo. Pero ya sabemos que nadie va a pagar por ello. Vuelvo al principio: ¿Quién quiere invertir un euro en una cloaca así?

Más allá del IBI

El PSOE, que se ha alojado en Moncloa durante 21 de los últimos treinta años, se acuerda ahora —vaya por Dios y el Espíritu Santo— de que la Iglesia no paga el IBI. Como con tantísimas cosas que dejó de hacer cuando pudo, ha convertido su atronadora omisión en ariete antimariano. No deja de tener un punto chistoso que personajes a los que hemos visto dando lametones a anillos cardenalicios o sumisamente arrodillados ante un tipo con báculo se vistan de comecuras. Colaría si lo hicieran guiados por la convicción, pero ni a las piedras se les escapa que tras este repentino fervor laicista hay ocho de ruido y cero de nueces. El problema no es ya que el PP le haya desplazado del Gobierno, sino que con su torpísimo estreno de legislatura, le esté birlando también el papel de oposición. En esas, para hacerse notar no queda otra que sacar la artillería demagógica de mayor calibre y apuntar a las sotanas. Por lo que sea, son un pimpampún muy pero que muy resultón.

Si el embate fuera algo más que una pose, no se quedaría en un impuesto que, suponiendo un buen pico, no deja de ser calderilla al lado de la torrentera de millones que van directamente de las arcas públicas a la buchaca eclesial. El melón que hay que abrir es de la financiación. A calzón quitado y sin apriorismos ni maximalismos. Simplemente, echemos cuentas y veamos qué actividades de la Iglesia tiene sentido subvencionar —hay decenas de ellas imprescindibles para la sociedad— y qué caprichos y vicios se deberían pagar de su cepillo. No es lo mismo un comedor de Cáritas o el huerto que trata hacer realidad una misionera en Mozambique que montarle un Star Tour a Ratzinger para que criminalice el uso del condón.

¿Entramos ahí? Sospecho que no hay lo que tiene que haber. Y nadie me malinterprete, porque tan sólo me refiero a las ganas de acometer un debate serio y sosegado sobre un asunto que, sencillamente, tendemos a dejar estar.

Tele-Twitter

Una de las grandes aportaciones de Twitter —pido perdón a los muchísimos lectores que aún no tienen claro de qué va el invento— es que ha cambiado el modo de ver la tele. Ya no hace falta estar delante del trasto. Puede uno dejarlo de fondo, o incluso apagarlo, y seguir el programa que sea a través de los comentarios necesariamente sintéticos que entran a borbotones en la pantalla del ordenador, de la tableta o, si se goza de la vista necesaria (yo ya no), el móvil. El resultado es lo que los finos que se han leído un par de libros y han escrito tres llaman una experiencia vicaria, que no es otra cosa que utilizar los sentidos de los demás para percibir algo. Lo bueno es que como los demás son muchos y algunos de ellos, especialmente perspicaces, la idea que nos hacemos del espacio del que somos espectadores por poderes es mucho más completa que si tuviéramos los cinco sentidos pendientes del monitor.

Renuevo mi petición de disculpas a quienes deben de estar pensando que me he fumado algo raro, y trato de explicarles el porqué de esta filosofada que les ha caído encima sin comerlo ni beberlo. Ocurre que me estoy volviendo adicto a la tele tuiteada. Así seguí el viernes pasado primero la pitada de la final de Copa y luego, con menos entusiasmo, el baño que recibió mi equipo. Al día siguiente —créanselo— me tragué el festival de Eurovisión desde el acorde inicial a la última votación. Pero mi consagración definitiva como friki incurable fue el domingo, cuando, sin ver una sola imagen real, me aticé en vena en píldoras de 140 caracteres el “Salvados” de La Sexta sobre las bondades de invertir en ciencia y las maldades de hacerlo en ladrillos.

El fenómeno fue bien curioso. El 99 por ciento de los comentarios iban del hondo elogio a la entrega absoluta. Se diría que se acababa de asistir a la verdad revelada. Yo debería haber sentido lo mismo por delegación. Pero me decepcionó. Y mucho.

Lo que nos costará Bankia

El rumboso estado español le va a regalar a Bankia 23.500 millones de euros. Eso, claro, si no aparecen nuevos pufos, porque el agujero del muerto financiero le da sopas con honda en velocidad de crecimiento al de la capa de ozono. Los que tenemos memoria y archivo recordamos que hace una semana nos juraron que con 4.500 millones llegaba y hasta sobraba para unas cañas. En febrero, que es casi anteayer, la entidad había tenido las santas narices de publicitar un superávit de 300 millones en 2011.

A fuerza de ser torpedeados por estas cantidades siderales, hemos perdido definitivamente la capacidad de imaginarlas y, desde luego, la de traducirlas a proporciones comprensibles para los mortales de a pie. Pero, aunque el resultado final vaya a ser multiplicar la indignación por el latrocinio del que seremos víctimas, merece la pena hacer el esfuerzo de ver qué se esconde entre tanto cero a la derecha. Ya que menciono el guarismo mágico, vean cómo queda el sablazo de Bankia cuando no lo escribimos en letra: 23.500.000.000. Y suerte que es en euros; si fuera en las viejas pesetas, nos quedaríamos sin espacio en la columna.

Estamos hablando de más de dos veces el presupuesto de 2012 de la CAV y más de siete el de Navarra. O si lo prefieren, del doble de los recortes en Educación y Sanidad decretados por el Gobierno de Mariano Rajoy. O de 2,4 puntos añadidos al ya brutal déficit español. Si les está pareciendo muy técnico, probemos con otras magnitudes más sencillas. Son 185 veces el presupuesto que suman Athletic, Real y Osasuna; 250 fichajes como el de Cristiano Ronaldo; 147 estadios como San Mamés Barria; o 327 veces el coste de Donostia 2016. Antes de que se me derrenguen por una lipotimia, la cifra definitiva: cada uno de ustedes participará en el escote salvador de Bankia con 500 euros. Lógicamente, es una media. Habrá muchos que se escaqueen. Adivinen quiénes pondrán su parte.