Desde hace unos días, anda revuelto el patio —mayormente, el progresí posturero— a cuenta de una vieja entrevista inédita en la que Adolfo Suárez confiesa a Victoria Prego que en su momento no se hizo un referéndum sobre la monarquía porque las encuestas aseguraban que se perdería. Noticias frescas: la (modélica) Transición fue un trile del recopón y medio. Enternece ver a los recién caídos del guindo clamando por el tongo con carácter retroactivo, como si de pronto hubieran dado con la explicación de por qué estamos donde estamos y han sido como han sido estos últimos cuarenta años. Hay un punto de infantilismo —el habitual, vamos— en esos pucheritos que dan por hecho que de haberse celebrado la consulta, habría ganado la opción republicana y hoy viviríamos en una felicísima Arcadia, no solo libre de Borbones campechanos y/o preparados, sino gobernada por seres justos y beatíficos.
Quien no se consuela es porque no quiere. O en este caso, porque desconoce la Historia reciente, empezando por todo lo que tiene que ver con el personaje central de la trama. No diré, como algún desalmado, que en la época en que pegó la largada de marras, Suaréz había caído en las garras del Alzheimer. Está documentado que la enfermedad le sobrevino un tiempo más tarde. Sin embargo, por aquellos días de 1995, el hoy mitificado padre de no sé qué libertades era un pobre desgraciado que inspiraba más lástima que respeto. Y eso, sin contar con la legión de agraviados y envidiosos de diverso pelaje que directamente le odiaban. Por lo demás, tenía dichas cosas bastante más graves que esa revelación. Les animo a buscarlas.