No dejo de imaginar la cara que llevarán estos días los 5.000 pardillos de los tres territorios de la CAV que pagaron religiosamente y a tocateja las multas que les impusieron por saltarse las normas del confinamiento en el primer estado de alarma. Como tantas veces ocurre, no hay buena acción que quede sin castigo. O, en este caso, sin su burlesco agravio comparativo frente los autores de las 14.740 sanciones que decidieron pasarse el pago por el forro y ven ahora cómo todos esos expedientes se van a la papelera. No solo no reciben el correctivo que merecen por su incivismo, su insolidaridad, su rostro de alabastro y, sobre todo, su contribución a la difusión del virus en un momento en que morían miles de personas cada semana, sino que resultan agraciados con el premio de la impunidad. Todo ello, gentileza de sus desprendidas señorías del Tribunal Constitucional que anularon, año y medio después de los hechos, el primer estado de alarma decretado por el gobierno español, con el aval, ojo, de la mayoría parlamentaria.
El mensaje para la sociedad es demoledor, máxime, cuando todavía estamos lejos de haber vencido a la pandemia. Se nos viene a decir que basta un decimal judicioso discutible —recordemos que la resolución salió adelante por una diferencia de un solo voto— para que decidamos que merece la pena liarse la manta a la cabeza y pasarse por la sobaquera las normas que determinen las autoridades sanitarias. Si creen que exagero, piensen en los botellones salvajes que se han convertido en moda porque quienes los perpetran intuyen que se irán de rositas.