32.000

Sí, 32.000 personas en la manifestación de apoyo al Procés catalán que discurrió el sábado pasado por algunas calles de Bilbao. Ojo, que es precio de amigo. Se trata de la cifra más alta de las aportadas por los diferentes medios. En realidad, la única concreta que se podía encontrar entre las informaciones sobre la marcha, en las que, en general, se optaba por el comodín “miles”.

¿Es mucho o es poco para una movilización respaldada expresamente, además de por un sinfín de organizaciones, por los dos partidos políticos más votados y los dos sindicatos ampliamente mayoritarios? Comprendo lo incómodo de la pregunta. O lo poco procedente, como no dejan de recriminarme los que sostienen que las verdades son una jodienda que hay que ignorar o, incluso, ocultar. Supongo que, como tantas veces, lo mejor es calzarse las anteojeras hasta el ombligo y compartir esa extraña felicidad que consiste en creer que las cosas son tal y como nos las imaginamos.

Me conocen lo suficiente para saber que, a estas alturas, ya no me va a dar por el autoengaño. Me consta que a buena parte de ustedes —a los que llegan a estas líneas con el trabuco cargado de casa los doy por perdidos— tampoco. Por eso les vuelvo a preguntar si 32.000 personas, incluso en un sábado de septiembre lluvioso, son muchas o pocas, cuando se supone que la convocatoria atendía a lo que siempre vamos contando que es uno de los anhelos principales de la sociedad vasca. ¡En pleno delirio rajoyano por requisar cartelería, registrar imprentas y medios de comunicación o amenazar con desbordar las cárceles! Sinceramente, no parecen demasiadas.

Las garantías del 1-O

Tremenda escandalera. El lehendakari ha dicho que el rey va desnudo. No me refiero al Borbón joven, que la verdad es que tampoco se ha tapado mucho, sino al del cuento clásico de Andersen. Ya saben, el del emperador que iba en pelota picada mientras los súbditos glosaban la elegancia de su nuevo traje, hasta que una criatura soltó lo que todo el mundo veía y nadie quería o se atrevía a reconocer, que en el caso que nos ocupa es la falta de garantías del referéndum del 1 de octubre sobre la soberanía de Catalunya.

Pues sí, otro enemic del poble, de esos que mentaba ayer en estas mismas líneas, con el agravante de que sobre Urkullu siempre había pesado la sospecha o baldón de desafección a la causa. Era de manual que su enunciado de lo evidente, de lo palmario, de lo obvio, de lo impepinable, desataría la furia infinita de los que no admiten el menor matiz, ni siquiera (o menos aún) si se trata de una realidad, ya les digo, que cae por su propio peso.

Aquí es donde procede citar a Agamenón y su porquero o traer a colación la célebre frase nunca dicha, por lo visto, por Galileo: “Y sin embargo, se mueve”. Es decir, que el referéndum es justo y necesario, que nace de las más nobles intenciones, que es lo menos que se podía hacer frente la cerrazón del gobierno español, que tiene una indudable vocación democrática y, desde luego, pacífica… Pero que, pese a ello, las circunstancias en las que tendrá lugar harán imposible que su resultado pase los filtros mínimos que cualquiera exigiría a una consulta popular. A partir de ahí, cabe engañarse y tratar de engañar a los demás o ser honesto y reconocerlo.

Overbooking de traidores

Un tiro para Ana Gabriel. Carme Forcadell y Oriol Junqueras al paredón. Ojalá una violación en grupo a Inés Arrimadas. El nombre de alcaldes del PSC junto a una horca. Ada Colau en una picota. Jordi Évole en un cartel de Se Busca por equidistante. Y es solo una muestra ínfima de la escalada del odio gañanesco en la últimas semanas. Tremendo en sí, pero mucho más, si añadimos que, con excepciones, desde cada trinchera se disculpa o hasta se festeja a los ejecutores (generalemente, anónimos) de las demasías. No solo eso: con una irresponsabilidad suicida, se azuza a las huestes propias contra los señalados como enemigos del pueblo, enemics del poble o todo al mismo tiempo.

Ahí tienen, por ejemplo, al ventajista Rufián escupiendo en Twitter que Joan Coscubiela es “como el ‘camarada’ que iba hace 40 años con las manos sin callos a las casas de los obreros a decirles que mejor no hacer huelgas”. Manda huevos, por cierto, ver cómo el advenedizo que solo podría tener ampollas en las manos haciendo lo que ustedes imaginan se atreve a lanzar tal andanada a un tipo que, además de defender como abogado a sindicalistas, se comió su cárcel en el franquismo.

Pero ese es el nivel. Se ha instalado el todo vale, y cada tarde se bate el récord de declaración de traidores del día anterior. Los peor parados, como de costumbre, los que tratan de introducir el menor matiz entre los brochazos. Ya verán, sin ir más lejos, los tres o cuatro soplamocos que le caen al autor de estas líneas.

Nadie parece haberse parado a pensar que, sea cual sea el desenlace de este inmenso embrollo, no quedará otra que seguir conviviendo.

¿Y los del ‘No’?

El gran argumento contra el procés, el comodín que resume todo el discurso de quienes niegan el derecho a decidir o incluso a preguntar, es que supuestamente divide a la sociedad catalana. “La parte en dos mitades”, se suele pontificar a ojo de regular cubero. Pasando por alto el hecho obvio de que mantener las cosas como están provocaría exactamente la misma división, hay una evidencia cada vez más clamorosa: esa pretendida mitad de catalanas y catalanes que quieren mantener la actual relación con España o que rehúsan siquiera ser consultados no se deja notar.

Ojo, que no afirmo que no exista. Aunque la traducción de los resultados electorales no sea tan matemática como la interpretación tramposuela nos vende (eso de “en votos son más los no soberanistas que los soberanistas”), sí se puede intuir que una parte considerable del censo está en radical desacuerdo con el camino emprendido hace ahora cinco años. Resulta muy llamativo que esa postura, que se entiende que deriva de unos principios o de unas convicciones firmes, solo se manifieste en las citas convencionales con las urnas. Se diría que el resto del tiempo estas personas se hacen a un lado, rumian su malestar en privado o desde el anonimato en las redes sociales, y delegan en sus airados y sobreactuados representantes políticos, amén de en las numerosas terminales mediáticas que vocean la unidad inquebrantable de la patria española. Incluso cuando los hechos tozudos van mostrando que al otro lado el movimiento es imparable y que no dejan de crecer las adhesiones, siguen sin ser capaces de llenar una plaza. Desconozco los motivos.

24 días

Rajoy ensayando para estadista. Le queda grande el traje. Y no es el único, ojo. O quizá es simplemente que la épica es cosa de los novelistas del futuro. Mientras se viven los acontecimientos que han de pasar a la Historia —por lo menos, estos—, se diría que prima lo chusco y lo bufo. Gresca tabernaria, tópicos de cinco duros en los discursos, improvisación a favor y en contra, y hasta turistófobos declarados haciendo turismo porque a nadie le amarga un selfi acompañado de tal o cual carga de profundidad. Y menos si, allá en el fondo, se paga con dinero público, vayan ollas y vengan días. Concretamente, 24 a partir de hoy para el de la verdad, ese uno de octubre en el que habrán de hablar (o no) las urnas.

En la irreversible cuenta atrás, lo único claro es que no está nada claro. Por descontado, hablo de mi, que ya me consta que hay quien conoce con pelos y señales lo que habrá de suceder sin lugar a dudas, y así anda contándolo. Yo, sin embargo, confieso mi absoluta incapacidad siquiera para imaginármelo. Cada vez que intento hacerme una idea cabal del desenlace, embarranco. Cualquier previsión se me antoja posible e imposible al mismo tiempo. Como lo leen, al mismo tiempo; no primero lo uno y después lo otro, tal es mi confusión.

Nada me dicen las continuas apelaciones a una legalidad a punto de caducar o a la que se hace a toda prisa y aún está por estrenar. Lo mismo me pasa con las represalias de fogueo o las amenazas que, a fuerza de repetirse, no tienen atisbo de credibilidad. Solo se me ocurre pensar en lo fácil que habría sido evitar el todo o nada. Sencillamente, escuchando a la ciudadanía.

Consultas, según

Es un vicio encabronar a tirios y troyanos de boina a rosca. ¡Lo ponen tan fácil, además! Resulta digno de estudio de veterinaria el modo en que entran al trapo, el tamaño de su enfurruñamiento zangolotino y, cómo no, lo ramplonamente previsible de sus encorajinadas respuestas. Puto facha, puto separatista, te espetan con similar entonación y cabreo, una vez les mandas una pelota un milímetro por encima de la chapa.

Basta señalar, por ejemplo, lo curioso que es que los mismos que aplauden a rabiar la consulta venezolana contra Maduro deploren la catalana sobre la soberanía. Y viceversa, claro: buena parte de los propugnadores del derecho a decidir a toda costa en Catalunya tachan de gusanos a los que ponen urnas de cartón en Venezuela. Para que el embrollo sea aún más divertido, unos y otros se lían a tirarse a la cara los mil titulares de cada medio afín en que queda patente la brutal contradicción de apoyar esto y deplorar lo otro. Ni así caen en la cuenta de que son tal para cual.

Lo confirman cuando la bancada correspondiente salta como un resorte a gritar que no es lo mismo, siempre siguiendo la vieja ley del embudo que establece que las cosas son como me sale de la entrepierna. Por supuesto que uno tiene la edad y la capacidad de discernimiento suficiente para comprender que ambos procesos, movimientos, o lo que sean tienen sus propias particularidades y se defienden, en general, desde obediencias ideológicas y vitales que rozan lo antagónico. Y, sin embargo, la semejanza es aplastante: igual en Catalunya que en Venezuela, la solución es dejar que el pueblo escoja democráticamente su destino.

Lo dice el niuyorktaims

Y en esas llegó el New York Times y se cascó un editorial sobre la cuestión catalana. 352 palabras, según tuvo el humor de contar cierto opinador partidario de la independencia que lo celebraba tal que si pasado mañana Puigdemont fuera a firmar el ingreso en la ONU o, como poco, en la FIFA. ¿Tan a favor era? Pues eso, oigan, queda al gusto del lector y a su facultad para hacerse trampas al solitario. Hasta donde a servidor le dan las entendederas, el autor, no sin practicar el clásico eslálom ni dejar de dar la impresión de un conocimiento básico del asunto, sí acababa propugnando que se permitiera el referéndum. Eso sí, para que luego el pueblo soberano votara en masa que prefiere seguir en España. Para entendernos, la postura de Iglesias Turrión, llena de lógica y totalmente legítima.

Vamos, que el amanuense del diario estadounidense no descubría la luna. Ocurre, sin embargo, que ese puntito paleto del que jamás nos desprenderemos convirtió su prédica en motivo para el festejo o a la diatriba, según a qué bandería se perteneciese. Para el soberanismo es un espaldarazo del copón de la baraja y una humillación a Rajoy como la copa de tres pinos. Para los de la una y grande, sin embargo, era una membrillez de un garrulo que no tenía ni puta idea. Lo divertido a la par que revelador del tremendo embuste en que nos movemos es que ustedes y yo sabemos que si el gachó hubiera escrito que ni consulta ni hostias, las reacciones habrían sido idénticas a la inversa. Es decir, el españolismo glosaría el tino y la sabiduría del referente periodístico internacional y el catalanismo se ciscaría en sus muelas.