¿Adiós al bipartidismo?

No dejo de escuchar un responso tras otro por el bipartidismo español. De donde menos me esperaba. Hasta los periódicos de orden lo dan por muerto y, según sus chillones titulares, enterrado. ¿Es eso lo que dicen los hechos? Bueno, recuerden esa frase cuyo autor citó mal Pablo Iglesias en el debate que bordó: todo es cuestión de torturar los números hasta que confiesen. Bien es cierto que en este caso, con 69 escaños para las cuatro marcas de Podemos y 40 para Ciudadanos, la bofetada para la dupla que se ha venido alternando en el machito ha sido de campeonato. No es ya que no recordemos algo parecido los más viejos del lugar, sino que la serie histórica desde junio de 1977 no guarda registro de nada igual. Jamás se había dado un vencedor con un resultado tan paupérrimo como el que cosechó Mariano Rajoy el domingo.

Pero cuidado, que por tristes que hayan sido los guarismos de PP y PSOE —récord negativo en ambos casos—, es la única combinación de dos que suma holgadamente la mayoría absoluta. Estaría por jurar que, incluso con su conocida tradición autolesiva, esta vez Ferraz no va a inmolarse en la dichosa Gran Coalición que tan cachondos pone a media docena de recalcitrantes. Sin embargo, el mero hecho de que exista la posibilidad aritmética debería movernos a una mayor cautela de la que se está exhibiendo. Eso que Iglesias llama con enorme precisión conceptual el sistema de turnos ha recibido una estocada descomunal. Está por ver, en todo caso, que sea definitiva. De lo que sí hay precedentes, y más de uno, es de formaciones que la petaron en unas elecciones y desaparecieron en las siguientes.

De Roca a Rivera

Asegura el omnipresente Albert Rivera que se ríe cuando oye que su partido es el del Ibex 35. Supongo que lo que quiere decir es que se despotorra por dentro al pensar en las paletadas de panoja que recibe y en quiénes son los donantes, es decir, los prestamistas, detalle semántico que no puede perder de vista. Va aviado el efebo de La Barceloneta si cree que, llegado el momento, no tendrá que devolver en especie los chorretones de pasta que nos hacen preguntarnos retóricamente de dónde saca para tanto como destaca. ¿De cuándo acá a un partidito de provincias le llega para poner el careto de su líder a la norcoreana en la fachada de sendos edificios de la zona noble de Madrid?

Miren, ahora que lo pienso, sí hay precedentes de tanto dispendio por una causa similar. De cara a las elecciones de 1986 —ha llovido un rato—, algunas de las carteras más abultadas de España echaron la casa por la ventana para montar una guasa que se llamó Partido Reformista Democrático. Pusieron al frente de la cosa al padre de la Constitución, catalanista según y hoy abogado de infantas enmarronadas, Miquel Roca i Junyent. El objetivo entonces era atizarle un mordisco a la mayoría absoluta del PSOE felipista. Tal fue la tabarra que se dio con el invento en los meses previos a la cita con las urnas —igual que hoy con los naranjitos—, que nadie dudaba del éxito de la misión. Lo cierto es que cuando llegó la hora de contar, no llegaron a 200.000 votos. Ni un mísero escaño.

Tiene pinta de que esta vez el artilugio está algo mejor armado y no se repetirá el hostión. Pero quizá tampoco sea para tanto como algunos apuestan.

¿Ciudadanos o Tipejos?

Escarmentado por las consecuencias de dar cuartelillo al chisgarabís magenta local, ni me voy a molestar en anotar aquí el nombre del mediocre cum laude que representa al partido del figurín figurón Rivera en las Juntas Generales de Araba. Aparte (supongo) de algún concejalete, es el único culo naranjito de la demarcación autonómica con asiento institucional, y espero que siga siéndolo después del 20 de diciembre. Igual que un poco de aquel brandy del anuncio era mucho, este destripamociones colma por sí solo el cupo de memos casposos que una colectividad, incluso una tan sufrida como la nuestra, puede soportar.

¿Que si he desayunado fuerte? No. ¿Que si escribo con la arteria carótida hinchada y la bilis en ebullición? Tampoco. Esto no va de visceralidad, sino de elección consciente de términos proporcionales a los empleados por el fulano en cuestión. Y les voy contando, porque su hazaña no ha sido muy difundida.

Resulta que, con todo su derecho —eso no lo negaré—, el jueves, día internacional del euskera, el gachó se negó a apoyar una declaración de reconocimiento a los euskaldunberris suscrita por los otros 50 junteros. Bien podía haberse quedado en el desmarque, pero necesitado de dar la nota, en nombre de su formación (o viceversa), emitió un comunicado de cuatro folios en el que, además de las soplapolleces al uso sobre el adoctrinamiento, la imposición o el robo de miles de puestos de trabajo por no conocer la lengua, vomitaba que el aprendizaje del euskera tiene “perniciosos efectos en la adquisición de competencias y conocimientos” de los alumnos. ¿Ciudadanos? No llegan ni a Tipejos.

Devoción por Kant

Como espectáculo, no estuvo nada mal el combate de egos y labias que protagonizaron el viernes en la Universidad Carlos III de Madrid Pablo Rivera y Albert Iglesias, o al revés, que siempre me lío. Una esgrima dialéctica de quitarse el tricornio, se lo juro. Ni Rajoy ni Sánchez habrían aguantado medio asalto a ninguno de los púgiles. Qué maravilloso cruce de propuestas tan brillantes como, en general, irrealizables —el éter aguanta lo que sea— y qué impresionante recital de chuches discursivas tan al gusto del consumidor-votante (o viceversa) actual.

Iba todo como la seda, con las respectivas claques pilongas ante cada intervención ingeniosa de su gurú, cuando de entre el público emergió no se sabe si un cándido, un tocapelotas o, simplemente, ese universitario pedantuelo (a algunos nos dura) que hemos sido tantos a los veinte, pidiendo a los contendientes que recomendaran un libro de Filosofía. Ética de la razón pura, de Kant, patinó engolado Pablo, y su parroquia aplaudió con las orejas, ajena a la patada que le había dado al verdadero título, Crítica de la razón pura. Luego fue Rivera el que remedó a Cagancho en Almagro, aconsejando cualquiera de los libros del filósofo prusiano, un segundo antes de reconocer ante la pertinente pregunta del moderador (Alsina otra vez, qué cabrón) que en realidad no había leído nada del mentado autor. ¡Y ahí estallaron las redes sociales! Los mismos que ni habían olido la cantada de Iglesias mandaban a la hoguera a Albert por su agravio a Don Immanuel. Yo imaginé a José Sazatornil rezongando: “¿Es que no sabe que aquí sentimos auténtica devoción por Kant?”.

Albert Iglesias

La primera vez que lo hice, a la altura del martes, iba de guasa, pero en este punto y hora lo hago completamente en serio: propongo que Albert Rivera y Pablo Iglesias —tanto monta, monta tanto—  compartan precampaña, campaña, y si procede, después de votar, se casen por lo civil. O por lo militar, que tanto les gusta a ambos. Al modo de las giras de Serrat y Sabina, dije yo. Mejor en plan Pimpinela, me corrigió con mucho tino un tuitero de colmillo retorcido.

Aunque ni de lejos soy el fan número uno de Jordi Évole, me quito el cráneo ante su hallazgo del pasado domingo. No ya por el audiención que se cascó —mejorando lo presente en estas tierras de por aquí arriba, siempre lo subrayaré—, sino por su repercusión posterior, que todavía no ha cesado, como prueban estas mismas líneas. Pero más incluso que por eso, por haber conseguido el retrato más fiel de la cacareada nueva política, y sobre todo, de sus creyentes y practicantes, cuyo sentido crítico es tan profundo que les dicen a la cara que el invento consiste en una charla de barra de bar, y ni se huelen que les están llamando imbéciles.

Anoten la secuencia desde que todo esto explotó. Surge un fenómeno morado, luego uno naranja creado por ingeniería inversa, y cuando parecía que ambos entraban en horas bajas, el productor —La Sexta, o sea, Atresmedia, o sea, Planeta— les hace coprotagonizar la secuela. Una idea brillante, porque estando frente a frente, en lugar de las diferencias, lo que se aprecian son las mil coincidencias, y como resumen, que son tal para cual y cual para tal. Eso sí, para jugarse el tercer y cuarto puesto, no jodamos.

Albert y Pablo, desconcierto

Qué enternecedor a la par que revelador: en esa papillita televisiva hecha al gusto de la retroprogresía hispana pero que arrasa en Euskadi más que en ningún otro sitio salen Zipi Rivera y Zape Iglesias echando la tradicional meadita sobre el Concierto vasco. Me imagino que, de rebote, también sobre el Convenio navarro, pero como no se menciona específicamente —así me dicen mis informantes; yo ni jarto me trago esa pelea amañada y edulcorada con sorbitol—, cabe pensar que la pareja yeyé y el que preguntaba no tienen ni pajolera idea de la existencia de tal cosa. En consonancia, tampoco nos asombremos, de los conocimientos que manifiestan sobre lo otro. Se ve en los entrecomillados que ambos tocan partituras ajenas.

El figurín de moda, al que hay que reconocerle que la esencia de su chiringuito siempre ha sido el centralismo cañí, ejecuta la que le hayan soplado alguno de los economistas de cabecera del Ibex 35. A programa pasado, dijo el lunes que hay que subir el cupo un 25 o 30 por ciento. Y por qué uno doscientos, no te jode. Por su parte, el intelectual (cada vez más) orgánico, fiel a su estilo, se apuntó a la tesis más en boga, esa de aluvión que sostiene, sin saber de qué narices se está hablando, que “hay que revisarlo”.

Pues, ¿saben lo que les digo? Que me alegro. Porque así quedan las cosas más claras si cabe, pero también porque esto nos da esperanzas para salir de la modorra plácida en la que nos movemos de un tiempo acá. Les daré pelos y señales en otra columna, pero les avanzo que nada nos haría mayor favor que vinieran en serio a por el Concierto y el Convenio. Ya me entienden.

El IVA, según quién lo suba

Le cayó la del pulpo al economista boquerón de Ciudadanos, Luis Garicano, por proponer subir el IVA de los productos de primera necesidad (empezando por el pan) y bajar el del resto de los artículos. En peculiar Fuenteovejuna, opinadores de distintos pelajes —incluido el que suscribe— y portavoces políticos de todo el espectro ideológico desde el PP a Podemos se le lanzaron a la yugular bajo la acusación de pretender esquilmar a los pobres en beneficio de los bolsillos más holgados.

Este es el minuto en el que sigo pensando, quizá desde una lógica equivocada o con unos conocimientos escasos, que la medida es manifiestamente injusta y que huele a clasismo rancio que echa para atrás. Pero miren ustedes por dónde, el gobierno requeteprogresista de Grecia acaba de anunciar que en septiembre subirá tres puntos —del 6,5 al 9,5%— el IVA de los productos básicos, mientras que el del resto se reducirá cinco puntos, del 23 al 18%. La argumentación viene a ser la misma qu esgrimió, con poco éxito de crítica y público, el mentado Garicano: lo que los más desfavorecidos pierden por un lado se compensaría con una mayor recaudación que redundaría en su beneficio.

Ocurre que en esta ocasión la cosa viene con la firma del santo laico Yanis Varoufakis, a ver qué zurdo sedicente se atreve a encontrarle el menor pero. Ya se lo digo yo: ninguno. En los medios de la contestación dentro de un orden, la noticia ha sido despistada, ignorada o, con mayor descaro, encapsulada en titulares de trampantojo que hablaban de reformas y reordenaciones del IVA. A veces, nos muestran el mecanismo del sonajero y no queremos verlo.