Inmutable Constitución

Debo reconocer que me entretiene mucho este día de San Nicolás de Bari, digo de Santa Hispánica Constitución. Los telediarios de las cadenas amigas, enemigas y entreveradas llevan banda sonora de lira patriótica —o sea, patriotera—, y transcurren entre loas y proclamas a cada cual más estridente sobre las sagradas escrituras de la Celtiberia cañí. Chupito, cada vez que oigan que el inmaculado texto fue producto de la generosidad, la altura de miras, la decidida voluntad de superar el pasado y la inconmensurable talla personal y política de sus artífices.

¿Y acaso no fue así? Ustedes y yo llevamos las suficientes renovaciones del carné como para tener claro, incluso sin ánimo desmitificador, que la vaina no pasó de un enjuague oportunista. A la fuerza ahorcaban, y los que todavía tenían la piel teñida del añil de sus ropajes falangistas buscaron la componenda con los teóricos opositores al régimen que no pudieron evitar que el viejo muriera en la cama. Tocaba una de borrón y cuenta nueva, y como se engolfaba en decir el mago Tamariz de la época, Torcuato Fernández Miranda, el birlibirloque consistía en ir de la ley a la ley. En plata, del Fuero de los españoles a la Constitución de 1978.

Fue, sin duda, un mal menor, o si somos medianamente justos, una mejora respecto a lo anterior. Pero si resultaba largamente insuficiente en su génesis a golpe de cenicero lleno, cambalache y ocurrencias, cumplidos hoy los 41 años, la pretendida ley de leyes apesta a chotuno. Pide a gritos una puesta al día que, lamentablemente, no se acometerá porque sigue siendo la piedra angular de un régimen más sólido de lo que parece.

Sobre el nuevo estatuto

Mi sueño más húmedo últimamente consiste en entrar a un bar y encontrarme a dos o tres paisanos discutiendo con fruición sobre el proyecto de nuevo estatuto vasco. O estatus, que, la verdad, no tengo ni idea de cómo he de llamarlo. Me valdría como fantasía, por supuesto, que la conversación animada tuviera lugar en la cola de la caja del súper, en la parada del autobús o a la salida del colegio de los churumbeles. Pero, nada, no hay manera. Cuando pongo la antena en uno de esos sitios, la cháchara va, en el mejor casos, del chaletón de la pareja mandarina de Podemos. Y si soy yo el que saco el tema, no se imaginan las miradas de estupor. Conclusión: la peña (por lo menos, la de los ecosistemas que servidor frecuenta, pasa un kilo y medio de la elaboración del compendio de principios y normas que regirá sus vidas para bien, para mal o para regular.

Palabra que no lo anoto para que agarren una llantina las y los entusiastas representantes de la ciudadanía que llevan estas últimas semanas en una especie de Bizancio, aplicando lupa de cien aumentos a cada palabra o, sin más, tirando de bocachanclada —¿eh, Sémper?— solo con el preámbulo. Simplemente, lo dejo caer porque podrían aprovechar que casi nadie mira para desterrar las zarandajas partidistas y dejar a las próximas generaciones un texto solvente que, con todo lo incompleto que seguramente será, facilite la convivencia de una sociedad que, por lo demás, tiene probada una enorme sensatez. A estas alturas, solo a una minoría le va a escandalizar la inclusión de determinadas palabras o conceptos. Nación o derecho a decidir, por poner dos ejemplos.

Motivos para celebrar

140 años y dos días de Concierto Económico, quítenle lo bailado a la herramienta fundamental del autogobierno en los tres territorios de la hoy demarcación autonómica. Y no olviden añadir los 37 más del Convenio navarro, primo hermano de vicisitudes a lo largo de tantos y tantos calendarios. Quién iba a imaginar que lo que nació como imposición y represalia a los perdedores de una guerra acabaría siendo considerado por los herederos políticos (o así) de los ganadores como un chollo y un agravio comparativo del recopón.

No crean, de todos modos, que es nueva esta ofensiva rabiosa alentada por el figurín figurón naranja y respaldada por un número creciente de extremocentristas españoles. Un vistazo a las hemerotecas a lo largo de este puñado de decenios nos sirve para comprobar que cada cierto tiempo el jacobinismo hispano se ha emperrado en acabar con la cosa. No es casualidad que la forma que encontró Franco de castigar a las provincias llamadas traidoras de Bizkaia y Gipuzkoa fuera despojarles del Concierto.

Así que, ante la acometida de la jauría centralista, procede entonar que ladran, luego cabalgamos. Celebremos el aniversario y conjurémonos en su defensa, pero no como fetiche, herencia o tradición. Porque aunque la Historia está muy bien como conocimiento, no necesariamente debe operar como fuente de derecho automática. Lo fundamental del Concierto y del Convenio no reside en lo que fueron en el pasado, sino en lo que son en el presente y ojalá sigan siendo en el futuro: elementos que siguen concitando el consenso, ahora incluso de quienes hasta anteayer echaban las muelas ante su sola mención.

Gallardón dinamitero

Yo no estoy a favor del aborto. No creo que casi nadie lo esté, en realidad. Ni siquiera los que lo reclaman como derecho, entre los que no tengo claro si me encuentro o no. Es una de tantas trampas del lenguaje, que nos plantea disyuntivas falsas. En este caso, lo opuesto a estar en contra no es estar a favor sino, como mucho, asumir que la interrupción voluntaria del embarazo bajo determinadas circunstancias es un mal que busca evitar otro mayor. Hay que ser malnacidos —miren qué palabra me sale— para sostener que las mujeres que toman esa decisión lo hacen como si estuvieran escogiendo entre peinarse a lo garçon o hacerse rastas. No diré que todas, porque tampoco quiero ser más papista que el papa, pero estoy seguro de que la inmensa mayoría de las que han estado en ese trance lo han hecho pagando un altísimo precio de lágrimas, noches sin dormir y dudas atormentadoras… tanto antes como después de pasar por la camilla.

Hasta donde soy capaz de percibir, diría que se daba un amplio consenso social sobre lo que describo. Incluso personas de mentalidad conservadora habían llegado a aceptar, quizá tratando de no pensar demasiado en ello, que la ley de plazos suponía una solución realista. Si habían tenido una experiencia cercana y no digamos si lo habían vivido en carne propia, la convicción de que no se puede tapar el sol con un dedo era aun mayor. Y en cuanto a los que reclamaban una normativa más abierta, el sentido común les había hecho comprender que, sin dejar de ser mejorable, lo que estaba vigente resultaba razonable.

En un lugar en el que se levantan trincheras por la menor chorrada, era difícil encontrar cuestiones que, siendo peliagudas y resbaladizas, se llevaran con tal grado de sensatez. Esta era una de ellas hasta que, en nombre de su ego y obrando al servicio del integrismo pro-vida —esa expresión sí que es falaz—, el ministro Alberto Ruiz-Gallardón la ha dinamitado.

Acuerdos o así

Lo oigo y lo leo una y otra vez: “En las circunstancias por las que atravesamos, esta sociedad no perdonará a aquellos partidos que impidan que se alcancen acuerdos”. Es una afirmación tajante, categórica, rotunda, que no deja resquicio a la duda y que hace pensar que alguien ha ido casa por casa a preguntar sobre la cuestión. Evidentemente, no ha sido así. Es la pinche manía que tenemos todos —tire el primer canto rodado quien no haya pecado en ese antro— de hacernos portavoces del censo entero. Basta que el cuarteto que tomamos café juntos coincidamos en algo para que, extrapola que te extrapola a lo Paco Llera, elevemos el consenso a universal palmo arriba, palmo abajo. En esta ocasión se añaden, además, las ganas de que la voluntariosa sentencia sea cierta. Qué cosa más natural y lógica, ¿verdad?, que unos ciudadanos advirtiendo a los políticos de que no es momento de tonterías. O que unos políticos dispuestos a demostrar a los ciudadanos que van a estar a la altura, faltaría más, qué me está diciendo usted.

Pues le estoy diciendo que nos sabemos la fábula del escorpión y la rana. También que está científicamente probado que la cabra tira al monte y que el angelito bueno sale de escena en cuanto ve los cuernos del diablillo malo. Pero hay algo definitivo: tenemos la constancia documentada de lo que ha pasado en los últimos treinta y pico años. ¿Cambalaches, pactos de no agresión para no hacernos daño, trueques de silencios recíprocos, repartos de pastel? Sí, de esos ha habido unos cuantos y, siendo prácticos, no seré yo quien sostenga que han sido del todo inútiles. Guardo, sin embargo, poca o ninguna memoria de auténticos acuerdos, hechos desde la responsabilidad, a riesgo de perder votos o poltronas, y con la convicción de que eran simple y lisamente lo mejor.

Conclusión: no espero que esta vez sea diferente. Eso sí: con gusto me comeré esta columna si me demuestran lo contrario.