Pido perdón por el incómodo baño de realidad, pero me permito recordar que nada de lo que nos han dicho sobre las diferentes vacunas contra el covid-19 se ha difundido a través de publicaciones científicas. Cada impactante buena nueva la hemos ido conociendo a golpe de comunicado o pomposa comparecencia ante los medios generalistas. Y en no pocos de los casos, con inmediata reacción en las bolsas, que eran las auténticas destinatarias de unos anuncios donde las poderosas farmacéuticas nos iban escamoteando sistemáticamente información. De sonrojo, por ejemplo, la de Oxford-AstraZeneca, que olvidó contarnos que sus esplendorosos resultados eran solo en menores de 55 años. Pillados en renuncio, sus impulsores confesaron que, glups, quizá sea necesario practicar alguna prueba adicional.
Pero lo más ilustrativo sobre el estado verdadero de la carrera es el aviso de la Agenda Europea del Medicamento: hasta finales de año, como muy pronto, no podrá evaluar las diferentes vacunas. O sea, que menos cuentos de la lechera y menos ventas prematuras de la piel de un oso —es decir, de un virus— que todavía no se ha cazado. Está bien tomar posiciones para estar listos cuando llegue el gran momento, pero todo lo demás es impostura y lanzar a la población el peligrosísimo mensaje de que esto está chupado.