Ese picorcillo en la nariz. Esos pies fríos. Esa tos cabrita que ya no sabes si es la clásica del exfumador que eres o una de nuevo cuño. La mano en la frente en busca de la prueba del nueve térmica. Calma, no parece fiebre. Pero antes del suspiro de alivio, reparas en que además de la propia frente, te has tocado los pómulos y luego la barbilla, que es lo que te han advertido estrictamente que no debes hacer. ¡Con esas manos que han hecho turismo por no sé cuántas superficies ignotas y sospechosas, y esos dedos que oprimen un teclado compartido o el botón del ratón. Rápida carrera al baño a repetir el ceremonial del lavado que, por más tutoriales de Youtube que has visto, no acabas de ser capaz de ejecutar con la debida eficacia. Cuántas dudas te sigue generando ese pequeño gesto: ¿Dejo correr el agua? ¿Me enjabono primero y luego me mojo o viceversa? ¿Si cierro el grifo después de secarme, no tendría que volver a lavarme? Si lo hago antes, ¿cómo seco después el mando?
Lo haces una vez de cada manera y vuelves a lugar que ocupes en la nueva distribución social de la vida cotidiana y, según los ratos, sientes que estás poniendo tu granito o que quizá te está costando más de la cuenta. Pero en el fondo sabes que, al menos, estás intentando hacer lo correcto.