Para ser cada vez menos futbolero, he de reconocer que el Mundial de Rusia me está resultando verdaderamente entretenido. Entre la novedad del VAR, los invitados inesperados y media docena de detallitos más, se echa uno las tardes tan ricamente, lejos de los quebraderos del día a día. Sí, de acuerdo, me dejaba el que hasta el domingo ha sido uno de los principales alicientes: seguir las peripecias entre psicodélicas, psicotrópicas y psicodramáticas de la selección española. Y ojo, no piensen lo que no es, porque hace ya muchos años que pasé ese sarampión infantil de ir sistemáticamente con quienes se enfrentaran al combinado hispano. De hecho, aun teniendo a muchísimos amigos y personas muy queridas entre los tocados por ese vicio menor, no puedo evitar flipar en cuadrafonía al ver a progres del recopón y pico tifando por democracias del carajo como Irán o, mismamente, Marruecos.
En realidad —y me voy acercando a lo que quería contarles—, los que obran así no son demasiado diferentes de los de enfrente, es decir, los ciclotímicos forofos de la rojigualda. Quizá exagero, pero en sus cambiantes reacciones ante las victorias y las derrotas se diría que hay un retrato no diré que de un país (porque sería injusto), pero sí de un cierto paisanaje. Han pasado de la exaltación ciega de los héroes a la demonización biliosa de los convertidos en villanos. Y si eso se ha visto a pie de barra de bar, de andamio o de mesa de oficina, el fenómeno ha sido especialmente descarado entre mis compañeros de oficio. Los hasta anteayer cantores de gesta se ciscan en las muelas de los ídolos caídos. Como les digo, es muy divertido.