No, lo que ven encabezando estas líneas no es ninguna barbaridad. Aunque su uso no es frecuente, esa palabra existe desde hace siglos en el idioma castellano. La encontramos, por ejemplo, en el célebre trabalenguas infantil de la cabra (hética, pelética, pelimpimplética…) y también la utilizó Cervantes en el Quijote para subrayar lo escuchimizado y poca cosa que era Rocinante. Y es justamente en ese sentido —“Muy flaco y casi en los huesos”, según la tercera acepción del diccionario de la RAE— como me ha venido a la cabeza estos días al escuchar una y otra vez el término que suena igual pero se escribe sin hache.
Esa ética a la que tanto y tan campanudamente se está apelando en relación al caso del consejero Ángel Toña se me antoja escuálida, sin gota de carne ni sustancia. Es otro de esos significantes vacíos con que se engolfan los que además de ser populistas, lo llevan a gala y teorizan sobre lo fácil que es timar a sus (futuros) votantes.
En nombre de la ética, tipos que no la distinguirían de una onza de chocolate reclaman la cabeza de alguien que se condujo de acuerdo con unos principios éticos. No es improbable que, yendo a la literalidad del código supuestamente vulnerado, la comisión que debe decidir sobre el asunto acabe mostrando el pulgar hacia abajo y Toña tenga que irse a su casa. Si así fuera, y ya que no habría más bemoles que aceptarlo, deberíamos establecer exactamente ahí el listón de la exigencia para el desempeño de una responsabilidad pública. De entre el bando de los íntegros sermoneadores —¡panda de fariseos!— no quedaría en su puesto ni el que reparte las cocacolas.