Uno de los mil afluentes del ya archicomentado soplamocos que le atizó Will Smith a Chris Rock en la ceremonia de los Oscar desemboca en el proceloso mar de los límites del humor. Una parte de los justificadores a medias de la galleta sostiene que, por feo que esté arrearle un mandoble a un congénere, hay que consignar como eximente el hecho de que el agredido hubiera hecho méritos para que le untaran el morro. Méritos que aluden, claro, a la indignidad de hacer un chiste sobre una enfermedad (en este caso, la alopecia) ante decenas de millones de espectadores. La argumentación de este sector es que lo menos que se merece alguien que se casca una gracieta tan miserable es un galleta. Y luego están los que llaman al boicot, la cancelación o la denuncia en el juzgado de guardia.
Como esto va de banderías extremas e irreconciliables, enfrente se sitúan quienes sostienen que no hay ningún asunto sobre el que no se puedan hacer chanzas. Según ellos, no hay nada que objetar a las bromas sobre el cáncer, las violaciones, los atentados terroristas mortales, el holocausto, la discapacidad o las patologías mentales. Incluso, como hemos visto no hace demasiado, se defiende a un tipo (de nombre, David Suárez) cuya especialidad son las chacotas sexuales sobre mujeres con síndrome de Down. Lo tristemente gracioso, valga la paradoja, es que al tiempo que se defienden estas demasías en nombre de la sagrada libertad de creación y expresión, se pretende cerrar la boca a los que, justamente en uso de esa libertad de expresión, y sin ánimo censor alguno, nos ciscamos en la puñetera calavera de los despojos humanos que se ríen de la desgracia ajena.