El machirulo Monedero

Entre las mil y una imágenes que nos han dejado estos días alucinógenos de vuelco gubernamental inopinado, hay una que no deberíamos pasar por alto. Quizá se considere que solo es una anécdota dentro de la vertiginosa trama de la moción que no iba a salir y salió, pero, al contrario, para mi es toda una categoría que explica parte de las grandes mentiras que pretendemos creernos a pies juntillas porque suenan chachis.

Les hablo del instante en que, terminada la votación y consumada la derrota del ejecutivo de Rajoy, el caballito blanco de Podemos que atiende por Juan Carlos Monedero abordó a Soraya Sáenz de Santamaría. Consciente, como buen farandulero que es, de que los focos y las cámaras le apuntaban, agarró por los hombros a la ya exvicepresidenta, y le espetó lo mucho que se alegraba de la caída de su gobierno. De entrada, sobra la superioridad moral y el pésimo saber ganar de quien, por otra parte, además de ser un puñetero outsider de la formación que fundó, viene a anotarse el tanto del líder de un partido ajeno. Sin embargo, no es eso lo peor. Lo verdaderamente vomitivo es el machirulismo paternalista del gesto. ¿Con qué derecho pone sus manazas sobre Sáenz De Santamaría y las mantiene ahí, pese a la evidente incomodidad de quien ve invadido su espacio íntimo?

No niego que haya habido un cierto revuelo al respecto. Sin embargo, todos sabemos que si las ideologías de los protagonistas de la imagen estuvieran invertidas, habría ardido Troya. Ni de lejos ha sido así. Imaginen, por ejemplo, a Rafa Hernando manoseando a Irene Montero. El silencio de las y los más beligerantes clama al cielo.

Ya es 9 de marzo

Pues ya es ese mañana al que aludía —y me consta que no era el único— en mi columna de hace 24 horas. Tras lo visto, no cambio una coma. En todo caso, corrijo y aumento: la movilización en las calles ha sido incluso mayor de lo esperado. Hay motivos para la alegría de quienes han convocado los diversos actos. También para no racanear la condición de histórico de lo logrado. Es verdad que no se ha inventando el mundo y que en el pasado hubo mareas reivindicativas de gran calado, desarrolladas en contextos sociales y temporales bastantes más jodidos que el actual. Pero después de haber convertido el 8 de marzo en rutina casi machacona que pasaba sin fu ni fa, esta vez se ha conseguido marcar la agenda. Como dije ayer, no solo la pública; también la íntima.

Reconocido y aplaudido, si hace falta, todo lo anterior, déjenme que sea el tiquismiquis que ustedes conocen. Primero, para reiterar que han vuelto a sobrarme los hombrecitos condescendientes venga y dale con las palmadas en la espalda a quienes no las necesitan. Cansinos ególatras paternalistas, joder. En el lado contrario, mi respeto entregado a las mujeres que tomaron la firme, meditada y argumentada determinación de no seguir los paros y, según los casos, no participar en los actos. Seré muy corto, pero para mi es una muestra de empoderamiento del recopón. Y, desde luego, me parece una actitud infinitamente más honesta que la de las no pocas adalides de la cosa que estuvieron en la procesión y repicando. Vaya rostro de mármol las del #YoParo que, sin necesidad económica por medio, buscaron una excusa para saltarse el descuento en la nómina.

¿Y mañana?

Si se mide por repercusión mediática y capacidad para ocupar la agenda informativa, es indudable que la huelga feminista de hoy se va a saldar con un éxito morrocotudo. En las últimas semanas se ha instalado como generador de quintales de noticias y materia para el debate. Ojo, y no solo en los medios o en las redes sociales, sino a pie de calle, en los centros de trabajo y me atrevo a decir que hasta en los domicilios y lo que en el lenguaje apolillado de curillas trabucaires como Munilla se denominaba el tálamo conyugal.

De igual modo, seguramente por lo novedoso del planteamiento, nos ha servido para asistir a una curiosa coreografía palmípeda de la confusión. Todo quisque pisando huevos. Partidos, instituciones y personalidades públicas han sudado tinta china para no pasar por retrógrados difusores del machirulismo sin que pareciera tampoco que se habían convertido al barbijoputismo. Francamente, me han resultado divertidísimas ciertas contorsiones postureras “para que no se diga”, igual que la mema competición a ver quién la tiene más larga (uy, perdón) en materia de reivindicación de igualdades. Fuera de concurso, muchos de mis compañeros de colgajo inguinal, sumándose a la fiesta sin darse cuenta de que caen en el más patético de los machismos, que es el paternalismo. Comparto mogollón tu lucha y tal, nena. ¡Cómo le cabreaban estos soplagaitas a la prematuramente fallecida pionera de estas peleas, María José Urruzola!

Por lo demás, la incógnita está en lo que ocurrirá en cuanto nos hayamos hecho los selfis y aventado los chachimensajes de rigor, o sea, mañana mismo. Siento no ser optimista.

Vergonzosos hipócritas

Menudos días llevamos los campeones siderales de la pulcritud ideológica. Los fascistas son malos… salvo que apoyen nuestra causa. Los expolios tienen justificación (o incluso se vuelven del revés) si los cometen los del bando en que militamos. Y, dejando para mejor ocasión los asesinos que lo son menos cuando dan matarile a tipos con tirantes rojigualdos, anoto los insultos brutalmente machirulos y/o homófobos que se convierten en sana libertad de expresión al ser vomitados por individuos con los carnés adecuados en regla. O, visto desde el otro lado, los que se vierten contra los malos oficiales.

Les hablo, por si no han caído, del intelectual del recopón que tildó a Miquel Iceta de “ser repugnante con los esfínteres dilatados” y del cómico de corps que ha llamado “mala puta” a Inés Arrimadas. En el primer caso, por lo menos, el autor del exceso salió horas después a pedir disculpas. El otro, sin embargo, tiene el cuajo de proclamar que su babosada iba por una Inés que no necesariamente era la candidata de Ciudadanos. Incluso aceptando la mendrugada exculpatoria, aún seguiría quedando el insulto “mala puta” como materia para el retrato.

Se echa en falta (o sea, se echaría si no les conociéramos lo suficiente) a toda esa ralea moralmente superior con ojo de lince y oído de tísico para el menor atisbo de heteropatriarcalidad. ¿Acaso no hay motivos contantes y sonantes para lanzarse a degüello contra este par de casposos de tomo y lomo que utilizan como ofensa lo que en similares circunstancias habría servido —y justamente— para una feroz diatriba? La pregunta, vergonzosos hipócritas, es retórica.

Tantas manadas

“¡Mienten como bellacos!”, clamaba entre la ira y la impotencia uno de los abogados de la víctima de la violación grupal de los Sanfermines de 2016, tras escuchar las declaraciones de los acusados. Lo tremendo es que podría ocurrir que los cinco trozos de carne con ojos que atienden por La manada estén convencidos de que dicen la verdad. En la cagarruta que les hace las veces de cerebro no entra la posibilidad de que ninguna mujer se resista a sus colgajos. Su machirulez no contempla ni como opción que una hembra no se les quiera someter. ¿Consentimiento? Los especímenes de su ralea no se paran en tales menudencias. Su divisa es que no necesitan permiso para aliviarse en quienes han venido a este mundo con la única función de satisfacerlos. De hecho, albergan la convicción de que son ellas las que deben quedar agradecidas.

No me ando con remilgos. Para mi sería una gran noticia que les cayera la más alta de las condenas. Por esta y por tantas que no tengo la menor duda de que cometieron antes. Ahí están sus vomitivos guasaps para mostrarnos de qué tipo de ganado hablamos. Y aquí viene la parte más triste de estas líneas: este quinteto de malnacidos no son una excepción. Hay por ahí un sinnúmero de tipejos que practican —en la mayoría de los casos, impunemente— idéntico comportamiento depredador. Por desgracia (o quizá porque nadie les pone coto), son una plaga los garrulos mazados a base de gimnasio y esteroides, con pieles tapizadas de tatuajes fascistas, no pocas veces con profesiones que les dan permiso para tirar de pistola, y toda su capacidad de pensar embutida en unos calzoncillos de licra.

Arrimadas, a callar

Previsible, repugnantemente previsible. Una tipeja se encarama a su muro de Facebook para proclamar sus deseo de que la dirigente de Ciudadanos, Inés Arrimadas, fuera violada en grupo a la salida de una entrevista que le están haciendo en una cadena de televisión. La individua, espécimen de manual del bocabuzón amateur que se gasta en las llamadas redes sociales, no se priva de empezar su vertido de bilis dejando claro que sabe que le “van a llover las críticas” y que lo que va a decir “es machista y todo lo que se quiera”. Para terminar de quedarse a gusto, la mengana remata la deposición subrayando que la agresión grupal es lo que se merece “semejante perra asquerosa”.

Es verdad que cuando Arrimadas denunció públicamente la brutal demasía, hubo un primer momento de aparente indignación y solidaridad más o menos generales. No cabría esperar algo diferente, ¿verdad? Pues, lamentablemente, se equivocan. Fue cuestión de un par de horas que cambiaran las tornas. Por sorprendente que les parezca —ya les digo que yo sabía que ocurriría—, la vejada dialécticamente acabó siendo la mala de la película.

Las y los campeones de la progritud, los mismos que gritan más alto que nadie “Tolerancia Cero” y “No es No”, empezaron a tacharla de irresponsable por no haber callado. Por lo visto, sufrir esos ataques le va en su sueldo como representante política. Servía también como justificación que no fuera la única a la que le ha pasado algo así. Cómo no, salió a colación la santa libertad de expresión, aunque lo insuperable fueron los que dijeron que lo verdaderamente machista era meterse con la autora del mensaje.

Despatarre

menssEs el último grito en materia de pijerío reivindicador, bautizado, cómo no, con un palabro en perfecto inglés. Bueno, ni eso. Porque salvo que venga algún erudito a sacarme los colores, tiene toda la pinta de que el vocablo en cuestión es un invento de anteayer. Manspreading es el cuqui nombre de la cosa, construido provocando una cópula sin lubricante de los términos Man (hombre) y Spreading (expansión). O sea, que el engendro léxico viene a significar expansión o explayamiento masculino. Lo podemos dejar, para que se comprenda fuera del círculo de los que mean colonia, en desparrame o, quizá de modo más gráfico, en despatarre.

Pero ojo, que esto entra en el examen de chachipirulismo: solo en el caso de que lo practique un hombre. Miren por dónde, no hay denominación equivalente para aquella circunstancia en que sea una mujer quien manifieste su mala educación esparciendo su mismidad hasta arrinconar al prójimo. Y sí, soy capaz de hacerme cargo de la connotación machista que suele (o puede) acompañar a la actitud cuando incurre en ella un varón y la sufre una mujer. Sin embargo, no acabo de ver la procedencia de la generalización, salvo, que sea para marcarse una más de postureo progresí. ¿A qué viene, por ejemplo, que el ente que gestiona el transporte público en Madrid ponga en los autobuses pegatinas para denunciar la conducta discriminatoria e incívica? ¿No es más fácil aplicar las ordenanzas que la sancionan? Por lo demás, qué risas las mil y una fotos que circulan de los hombrecitos de la cúpula de Podemos practicando Manspreading sobre sus compañeras. ¡Ellos, que encabezan la pancarta!