Rajoy va ganando

Debe de estar pensando Mariano Rajoy que la requetecabrona legislatura se le acaba justo cuando empieza a divertirse. Es la leche lo de los renglones torcidos. Según la lógica política, un dirigente al que se le rebelara un territorio debería estar sudando tinta china y pasando las de Caín. Muy al contrario, al Tancredo de Pontevedra se le ve como nunca. Aquel guiñapo grogui ante las acometidas del paro galopante, la prima de riesgo desbocada y no digamos las toneladas de carne corrupta que le iban reventando alrededor es ahora poco menos que la reencarnación de Santiago cerrando España. Ahí lo tienen, devenido en algo parecido a un líder, templando, ordenando y mandando. Y multiplicándose, lo mismo para reunir en torno a sí a los cabezas (¿de ajo?) del resto de las formaciones españolizantes o los llamados agentes (ejem) sociales, que para echarse unas risas radiadas con Del Bosque o advertir desayuno, comida y cena a los disolventes catalanes que abandonen toda esperanza.

Qué tiempos cuando ocurría al revés, ¿verdad? Entonces era el centralismo cerril y mastuerzo el que operaba como inagotable generador de soberanistas. Pero alguien ha debido de reconstruir la kriptonita mediante ingeniería inversa, y en Moncloa y Génova se están dando un festín gracias, mucho me temo, a la impericia reincidente que se viene manifestando al otro lado. Quizá necesitarían los protagonistas verse desde fuera para caer en la cuenta del lastimoso espectáculo que están ofreciendo cuando son capaces de suscribir la declaración que abre el camino a la independencia, pero no de acordar un Govern que la lleve adelante.

Citas con Mariano

Al final va a ser un genio de la lámpara. Dice ahora Mariano Rajoy que hay que dejar a Catalunya fuera de la batalla electoral. Como si no cantara a millas que el asunto es el hierro ardiendo al que, tras su cuatrienio negro, fía las posibilidades de no mudarse de Moncloa. Perdido todo lo demás, le queda envolverse en la bandera rojiamarilla y venderse como la reencarnación de Santiago cerrando España.

La cosa es que, de momento no le va mal. Mucho mejor de lo esperado, y cito como prueba que haya conseguido atraerse cual satélites a los líderes (o así) de los otros tres grandes (o así) partidos autodenominados nacionales. Qué inmensa pardillez, por cierto, la de Pablo Iglesias teniendo que rogar ser llamado a la cita con los mayores, y perdiendo el culo para ir cuando el magnánimo dedo del pontevedrés marca su teléfono para convocarlo como plato de segunda mesa.

Podrá rezongar lo que quiera el baranda de Podemos y tratar de colocar la moto de que irá a montar un pollo, que la foto que quedará será la del estadista —sí, Rajoy, es la releche— que se atrajo al supuesto rojo del barrio porque, a pesar del millón de diferencias en prácticamente todo, coincide con él en que el valor supremo es que la patria no se rompa. Y si vuelven a leer la última parte de la frase, se darán cuenta que es verdad, como también lo es si cambiamos a Iglesias por Pedro Sánchez, y no digamos por Albert Rivera. Sin más y sin menos, la encarnación por partida cuádruple de la archifamosa sentencia de Josep Pla: no hay nada más parecido a un español de derechas que un español de izquierdas. Sobre todo, en lo identitario.

Catalunya, hora de los hechos

Qué entrañable, Mariano Rajoy en plan no saben ustedes con quién se están jugando los cuartos. Lástima que casi al final de su intervención de estadista del carajo de la vela soltara un pedazo “hemos trabajao” que en su patetismo movía más al descojono que al acojono. Toda la solemnidad, la gravedad, la pompa y el boato del momento, a tomar el fresco junto a la (nula) credibilidad. Es lo que tiene jugar a Winston Churchill cuando no se pasa de Juan Cuesta. Y luego, claro, que la función apenas olía a rollete electoralista de tres al cuarto cutremente pergeñado por el jefe de campaña gaviotil, el tal Moragas, un tipo que no ha empatado un puñetero partido en su vida y ahora se ve de hechicero de las urnas.

Punto, en todo caso, para Junts Pel Sí y la CUP, que con una simple declaración que no recoge sino lo prometido a sus votantes, han conseguido que el Tancredo monclovita semeje una hidra cabreada que amenaza, aunque no los mencione, con los tanques. Iba siendo hora de que la cuestión catalana —permítanme el nombre idiota, pero es que estoy espeso para buscar sinónimos— saliera del centrocuentismo amodorrado y se disputara con palabras, y si procede, hechos mayores.

Desde mi (confieso) cómoda posición de espectador, no acababa de entender que un asunto tan transcendental como la independencia se estuviera dilucidando con amagos y, como mucho, bravatas pirotécnicas. Si de verdad las dos partes van en serio, una en su voluntad de marcharse y la otra en la de impedirlo, ambas han de estar dispuestas a demostrarlo con actitudes mondas y lirondas. Y, por descontado, a afrontar todas las consecuencias.

La decisión de Arantza

A la hora de enviar estas líneas a los diarios que las publican, Arantza Quiroga no ha dimitido. Desconozco, pues, la decisión final, así que puedo comerme con patatas lo que escriba, pero me consta que la idea le ha rondado por la cabeza. Y no como calentón ni para hacerse la despechada. Mucho menos para marcarse un órdago, pues de sobra sabe que se juega los cuartos con profesionales del navajeo político que no solo no cederían en su vil comportamiento, sino que lo recrudecerían hasta arrancarle la última tira de piel. La triple A —Alfonso Alonso Aranegui— no deja heridos, salvo para reconvertirlos en fieles lamepunteras.

Sí, eso es lo jodido de todo este vodevil para los que ni somos, ni hemos sido, ni seremos del PP. Aquí la normalización —o la paz, como nos gusta decir exagerando— no tiene ningún pito que tocar. Como tantas veces, solo ha servido de coartada. En este caso, para dirimir una riña de familia, o más exactamente, para satisfacer una vieja afrenta. Es verdad que la talibanada que juega al victimeo (no se confunda con las auténticas víctimas) ha montado la barrila de rigor por los términos de la ponencia que iban a presentar los populares vascos. Eso estaba, sin embargo, amortizado. Con más datos que ayer, puedo anotar que Génova no vivía en el limbo. Si algo caracteriza a Quiroga aparte de su candidez, es su lealtad. Jamás habría dado un paso que perjudicase a sus superiores jerárquicos, y menos, sin consultarlo.

Se vaya o se quede, le deseo lo mejor a quien, aunque tarde, ha dado un paso muy valiente. Lástima que esté rodeada de esos amigos que hacen innecesarios los enemigos.

La boda de Maroto

A alguien se le ha parado el calendario. En el medievo poco más o menos. Según contaba ayer un diario no lejano a las zahúrdas genovesas y monclovitas, la boda de Javier Maroto está siendo piedra de cisma en el PP y, por extensión, en el Gobierno español. O quizá viceversa. Parece que la facción más rancia del partido —ya, ya sé que me van a decir que a ver quién la distingue del resto— se hace literalmente cruces ante la posibilidad de que Mariano Rajoy, invitado de mil amores por el recién descabalgado alcalde de Gasteiz, haga acto de presencia en los esponsales. Por si no están al corriente, extremo que dudo, el problema reside en que el intercambio de anillos será con otro hombre.

En esas andamos a estas alturas. Para Fernández Díaz, el ministro de la triste figura y la porra siempre en ristre, resultaría un contradiós, amén de un monumental escándalo, que el capitán de los gaviotos se dejara ver en la sacrílega ceremonia. Digamos a su favor que es el único nombre que sale. Los demás carpetovetónicos actúan en la sombra. Bien es cierto que no todo es cuestión de alcanfor y talibanismo ideológico. También tiene algo que ver la calculadora. A tres cuartos de hora de las elecciones generales, se echan cuentas de los votos trabucaires que se pueden perder por la exhibición del líder en el enlace de dos señores con barba.

Daría mucho por saber qué les está pasando por la cabeza, no solo al propio Maroto, sino a las seguramente numerosas personas homosexuales del Partido Popular. Se me hace un misterio insondable que se pueda guardar fidelidad a unas siglas que no respetan a uno en lo más básico.

Hasta nunca, Wert

Miren, pues por una vez, les diré que no estuvo tan mal Rajoy al anunciar con nocturnidad y alevosía el cese del siniestro José Ignacio Wert y su sustitución por el gachó que tenía más a mano. Por supuesto que es una desconsideración del quince, amén de la enésima muestra de prepotencia mariana y la medida bastante exacta de la mierda que le importan al tipo los ciudadanos de los que sigue siendo presidente nominal. Pero como eso ya está descontado a fuerza de desparpajuda insistencia —recuerden el nuevo plasmazo para dar cuenta de los cuatro retoques en el PP—, me parece que el triste tuit a deshoras y la nota de prensa monda y lironda son un modo muy adecuado de comunicar la tocata y fuga del peor ministro de Educación, Cultura y Deporte (no sé si me dejo algo) que se recuerda en decenios en territorio hispanistaní. Y miren que los ha habido malos.

Incluso añadiría que hubo pompa de más. A la inmensa mayoría de sus administrados, es decir, de sus damnificados, les habría bastado un ya era hora, un anda y que te den o un ahí te pudras con peineta y butifarra adosadas. Solo como desfogue, claro, porque no queda ni el consuelo de pensar que se lo cepillan por su acreditada ineptitud entreverada de chulería. El individuo se las pira un cuarto de hora antes de que acabe la legislatura, y lo hace por su propio pie para engancharse a otro momio y, de paso, contentar los bajos. Deja, entre otras herencias ponzoñosas, esa cagarruta cósmica llamada LOMCE, también conocida para ensanchamiento de su narcisismo onanista como Ley Wert. Sería una bonita revancha que jamás de los jamases llegara a aplicarse.

Cambios y recambios

He renovado el carné las veces suficientes como para recordar con nitidez los carteles con el careto de un joven Felipe González mirando al horizonte con arrobo sobre el lema “Por el cambio”. Tampoco he olvidado lo pronto que quedó claro que aquello no fue otra cosa que —nótese el matiz semántico— un cambiazo de tomo y lomo. Más talludito y con el concepto de decepción aprendido y hasta aprehendido, como gustaba decir a los pedagogos progres de mi época, he ido asistiendo a un sinfín de anuncios que llevaban como reclamo la magnética y resultona palabreja. El penúltimo que me viene a la memoria sin esfuerzo alguno, porque fue anteayer como quien dice y todavía padecemos no pocos de sus efectos, es el “gobierno del cambio” que trapisondaron PSE y PP en la demarcación autonómica de Vasconia. Y aún habría de llegar el mismísimo Mariano Rajoy, hace tres años, dos meses y nueve días a arramplar su (letal) mayoría absoluta a lomos de la divisa “Súmate al cambio”.

Aplicando la filosofía de las tapas del yogur —“Siga jugando; hay muchos premios”—, Podemos, ha proclamado 2015 como el año del cambio de verdad de la buena. Decenas de miles de personas, una inmensa multitud sin matices, participaron ayer en Madrid en lo que en la terminología clásica se denomina “una jornada festivo-reivindicativa”, quizá más lo primero que lo segundo, bajo la consigna “Empieza el cambio”.

Son de sobra conocidos mis recelos hacia la indiscutible formación emergente y también mi escepticismo congénito. Pues fíjense que aun así, tengo el pálpito de que esta vez sí cambiarán media docena de cosas, y no necesariamente para mal.