Lo que dice Mayor Oreja

El otro día junté el humor y el estómago suficientes como para aguantar una entrevista a Jaime Mayor Oreja. En Intereconomía Televisión, nada menos, para que la experiencia acabara de ser más sobrecogedora. Y debo decirles que tampoco fue para tanto. De hecho, creo que hubo más momentos de pena y de risa que de indignación o miedo, que era lo que provocaba cuando tenía mando en plaza. Ahora, ya les digo, inspira un confuso sentimiento de vergüenza ajena y, si cabe, de fascinación ante la enormidad de sus obsesiones. Sigue fatal de lo suyo, venga mentar a ETA a todo trapo y con tal convicción, que uno llega a pensar que realmente sus ojos ven la sombra de la serpiente en cada punto donde fijan la mirada. Cómo será la cosa, que también asegura que la cuestión catalana está comandada, allá al final de los hilos, por la banda que el resto sabemos en liquidación por cese de negocio.

Con todo, hay algo que sí me resultó digno de admiración en la cháchara monotemática de quien estuvo a medio pelo de ser lehendakari. Quizá porque se sabe un juguete roto sin nada que perder o por su proverbial pesimismo —por algo en los guiñoles de Canal Plus lo caricaturizaban como la Hiena Tristón—, sus diagnósticos no van envueltos en vítores triunfales como los de la mayoría de sus compañeros ultramontanos. Al contrario, él reconoce abiertamente que el soberanismo catalán es infinitamente más fuerte que el unionismo español —“Nos ganaron por la mano el 1 de octubre, fue una paliza en toda regla”, afirmó sin pudor— y que va a resultar prácticamente imposible derrotarlo con o sin aplicación del 155. Tómese nota.

La memez del contagio

Ilustrativa coincidencia, los líderes de las tres fuerzas —en un par de casos, fuercitas— de la oposición en Navarra farfullando melonadas varias sobre no sé qué posibilidad de contagio del virus catalán en el condominio foral. Por los labios coordinados de Esparza, Beltrán y Chivite hablaban las indisimuladas ganas de mambo o, sin más, el lúbrico deseo de que se revuelvan las aguas para echar la caña. Quien dice revolver las aguas, dice agitar el asustaviejas de costumbre, único programa conocido de quienes carecen de cualquier cosa levemente similar a una propuesta concreta.

Y en la demarcación autonómica, cuarto y mitad del mismo almíbar barato, dispensado a granel por el todavía inconsolable exministro enviado a misiones a su tierra de nacimiento. Es difícil escoger entre el descojono o el cabreo ante la visión del de la triple A onomástica (Alfonso Alonso Aranegui) mentando la bicha ante su media docena de fieles en no sé qué sarao montado para salir 30 segundos en la tele. “Tenemos los mismos ingredientes que en Catalunya; solo hace falta que se unan”, fingió rasgarse las vestiduras, como si no supiera de sobra que aquí la vaina va de otra cosa. Ahí está la última encuesta de Gizaker para EITB, clavando lo que cualquiera con dos ojos, incluido el propio presidente del PP vasco, ve a su alrededor: empatía con el procés, toda; ganas de meterse en un fregado similar, ninguna.

Cuánta razón vuelve a tener la defenestrada predecesora de Alonso. Sin ETA, el partido se quedó desnudo. Desnudo de discurso, y como se ha ido comprobando de elección en elección, también de votos. Nueve escaños, y bajando.

El buen salvaje, otra vez

¡Ultraje intolerable! A mediodía de ayer, hordas y hordas de imperialistas españolazos festejaban en los bares de mi pueblo la conquista a sangre y fuego de un continente. No contentos con no haber acudido a su lugar de trabajo como era su deber cívico, se entregaban a una orgía de marianitos, txakolís —¡otra afrenta!—, verdejos, cañas, rabas y hasta gambas a la plancha. Quedan anotadas sus filiaciones, que ya arreglaremos cuentas en 2027, si es que no volvemos a retrasar la hoja de ruta.

Completamente de acuerdo. He escrito una absoluta ridiculez. Alego a mi favor que trataba de empatar en la liga del bochorno con la sarta de demasías patrióticamente antipatrióticas que me asaltaron desde el punto de la mañana. En serio, ¿no basta con decirlo una sola vez? ¿Es necesaria la reiteración de eslogancillos de cinco duros y la pertinaz torrentera de indígenas fotografiados como para el Cosmopolitan? Deténganse ahí, por favor: ¿Es que a nadie le apesta, otra vez, al paternalismo supremacista del buen salvaje? Ya estamos, como dice uno de mis más admirados columnistas, con los selfis.

Y sí, fue un genocidio. No hay la menor duda. Procede recordarlo, pero sobran el resto de los adornos y, sobre todo, la insistencia posturil. De igual modo que está de más arrumbar de fascistas desorejados a quienes sienten que tienen algo que celebrar el 12 de octubre. ¿Qué hay de ese respeto que reclamamos respecto a nuestro sentimiento de identidad? Por lo demás, para el común de los afortunados mortales que conservamos el currele, todo se queda en un día para levantarse más tarde y desayunar sin prisas. ¿Es un crimen?

Día de la caspa

Nacionalistas, ya lo sabrán a estas alturas, son siempre los otros. Lo escribo, creo que por septuagésima vez en estas líneas, sin haberme recuperado aún de la hemorragia cañí del último 12 de octubre, día que para algunos nunca ha dejado de ser el de la raza. Y el de la caspa por toneladas. Qué manera, óiganme ustedes, de dar el cante con lo más rancio del repertorio de los tiempos de la sección de coros y danzas. ¿Exagero? Busquen por ahí —sin ir más lejos, en la página de Facebook de Euskadi Hoy de Onda Vasca— la portada que se cascó el domingo el diario monárquico por excelencia, el mismo, oh sí, que fletó el Dragon Rapide para que Paca la culona se llegara a la península a hacer una escabechina de rojo-separatistas.

Consistía la cosa en la reproducción de un sello de correos, naturalmente de España, con cincuenta mujeres (el toque machirulo, que no falte) ataviadas con el traje característico o así de las otras tantas provincias de la tierra de María, martillo de herejes, y me llevo una. Para redondear la bacanal de tipismo, se restauraban las demarcaciones y, por supuesto, la grafía de la enciclopedia Álvarez. O sea, que renacían como provincia Logroño, Santander, Oviedo y, cómo no, Navarra, con la nomenclatura fetén, igual que Álava, Vizcaya, Guipúzcoa o Lérida.

Fíjense qué tremendo autorretrato. De entre los miles de motivos completamente legítimos y respetables para sentirse y declararse orgullosos de España, se esgrimen, no ya los de trazo más grueso y los que inciden en una homogeneización burda, que también, sino además, aquellos que remiten sin disimulos a la dictadura franquista.

Sánchez en rojo y gualda

Está dando mucho que hablar el banderón rojigualdo ante el que compareció Pedro Sánchez el otro día. Y ahí tienen la clave para entender la vaina. Se trataba, en primer lugar, de ganarse unos minutos de blablablá en tertulias de aluvión, Twitter y otros espacios de opinión al por mayor o al detalle, como estas mismas líneas.

Una vez comprobado que, a diferencia de las fuerzas nuevas (uy, perdón), el PSOE no coloca una puñetera escoba marcándose el rollete chachiguay y que tampoco sale de pobre vendiendo a su líder como un excitante sexual, alguien decidió que había que probar otra cosa. O en realidad, dos cosas, porque lo de la enseña nacional ciclópea fue conjunta e inseparablemente con la presentación en sociedad de la esposa del secretario general. Al estilo House of cards, dicen algunos con memoria tirando a frágil: el dos en uno de buena física y aparente mejor química lo viene utilizando últimamente Artur Mas y antes lo hizo, sin salir de Ferraz, Rodríguez Zapatero, cuya señora, Sonsoles Espinosa, tiene, por cierto, algo más que un aire a Robin Wright, la protagonista femenina de la serie antes mentada.

¿Hay alguien en la sala que sea capaz de citar alguno de los mensajes espolvoreados por el ya investido candidato socialista a la presidencia del Gobierno español en el acto de marras? Apuesto a que no. Y ni falta que hace, porque lo que se pretendía que captaran las cámaras eran los colores. En primer término, los de la bandera, y en segundo, el del vestido de la compañera de Sánchez. Luego venía el debate (o así) en el que hemos entrado de cabeza. Una estrategia verdaderamente acertada.

Hispanofobia

Rosa Díez presenta un libro titulado A favor de España. El primer susto es al pensar que la hija escasamente predilecta de Sodupe ha reincidido como autora, después de aquel incalificable Porque tengo hijos que dio a la imprenta cuando todavía se pagaba sus carísimos vicios gracias a la euro-canonjía que le había procurado su antiguo partido para tenerla lejos. La alerta roja pasa a naranja: solo firma uno de los capítulos. Del mal sería el menos, si no fuera porque el resto de los que han perpetrado el volumen son otros vividores y/o enredadores de la banda magenta como Fernando Savater, Carlos Martínez Gorriarán, Francisco Sosa Wagner o Mario Vargas Llosa, que lo mismo escribe páginas sublimes —a ver quién se lo niega— que vomita panfletos de a duro sobre cuestiones de las que lo desconoce todo.

Anoto, como golfería al margen, que el opúsculo lleva rulando cuatro meses con más pena que gloria, pero que la editora (la antigua de Pedrojota) y la secta política que está detrás han pretendido hacerlo pasar por primicia del copón. La ocasión promocional la pintaba calva la visita de la delegación catalana a recibir el previsto portazo en las narices de las cortes españolas.

Todo lo demás comentable se resume en el tono plañidero. ¿Se acuerdan cuando los motejados nacionalistas periféricos éramos lo lloricas, victimistas y paranoides que nos pasábamos la vida de morros porque Madrid nos jodía? Bueno, pues ahora se han invertido las tornas. Son los patriotas españoles sedicentes los que gimen desconsolados por el desafecto y claman por algo que han dado en bautizar, menudo rostro, hispanofobia.

Obsesiones identitarias

Si quieres decidir tu futuro, te dirán que padeces obsesiones identitarias. Con soniquete faltón y gesto de estudiada superioridad, como si tú fueras un baldragas sin idea de por dónde le da el aire y el que te lo suelta, la sabiduría y la elocuencia tapizadas en un traje gris marengo. Ni por un segundo repara el insultador en que está proyectando sus propias miserias. Si alguien tiene un problema con la identidad real o soñada, es quien no soporta que los demás pretendan ser algo diferente a lo que, según sus cortas entendederas, se puede o se debe ser. Español, en los casos que nos tocan más de cerca.

Más allá de esa tara freudiana, estos ladrones que piensan que todos son de su condición incurren en un grave error de diagnóstico que tal vez ha de salirles caro. Ya no estamos en los días del soberanismo romántico e historicista. Perviven, es cierto, las visiones mitológicas, un tanto de sentimentalismo acrítico y, por supuesto, banderas y símbolos a tutiplén. Pero todo eso, que jamás desaparecerá porque forma parte esencial de las ansias de independencia de cualquier pueblo que se precie, empieza a ser parte del envoltorio de un fenómeno en el que cada vez el corazón y la cabeza funcionan en mejor sintonía. Poco a poco, la aspiración a convertirse en un estado se sustenta menos en deseos primarios y más en interpretaciones racionales de hechos. Muchas personas que jamás habían dado síntomas de nacionalismo pasional han ido adquiriendo la convicción nada arrebatada de que las recetas que vienen de Madrid son trágalas que no solo no solucionan sus problemas sino que los agravan.

Resulta llamativo que ante este desafecto creciente hacia la idea de España (nada que ver con el clásico antiespañolismo visceral, insisto), la respuesta del poder central sea tensar más la cuerda y, de propina, ofender al personal con membrilleces como las de las obsesiones identitarias y otras del pelo.