Desengañémonos: jamás vamos a conocer el número real de muertos de la pandemia. Todos somos conscientes de que las cifras de los primeros meses fueron un pálido reflejo de la verdad, cuando no una gran mentira. Poco a poco se fue afinando más, pero aun así, la contabilidad —qué brutal palabra aplicada a vidas humanas perdidas— sigue teniendo lagunas. Así que la herramienta que más nos aproxima a la cifra auténtica es la tremenda comparativa entre la media de fallecidos pre-pandemia y la media de fallecidos durante la pandemia. Es lo que calcula diariamente el llamado Mo-Mo (Monitorización de la mortalidad) y, con leves matices, lo que la semana pasada nos ofreció el Instituto Nacional de Estadística. Hablamos de 75.000 muertes más en el conjunto del Estado respecto al periodo anterior. En el caso de la Comunidad Autónoma Vasca, que es donde quiero detenerme, fueron 2.672 más que en 2019. La sorpresa llega al comprobar la enorme diferencia en porcentaje que hay entre unas comunidades y otras. Así, mientras Madrid lidera el siniestro ránking con un 41 por ciento de incremento de decesos, y la media del Estado se sitúa en casi un 18 por ciento, Araba, Bizkaia y Gipuzkoa se quedan en un 12,4 por ciento. Sobra decir que cualquier aumento de mortalidad es una pésima noticia, pero si buscamos la otra cara del mensaje, nos encontramos que, con todos sus aspectos mejorables, nuestro sistema sanitario, unido por supuesto al comportamiento de la ciudadanía, ha evitado centenares de muertes o, lo que es lo mismo, ha salvado centenares de vidas. De eso no hablarán los cuantopeormejoristas.
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Un curso escolar casi normal
Ahora que ha terminado el curso escolar —para muchos, ya lo hizo en mayo; qué suertudos los zagales de esta época—, conviene echar la vista atrás. Sin ira, claro, pero con el ánimo de poner el punto en cada i y de señalar a la legión de profetas del apocalipsis que han quedado con sus generosas posaderas al aire. Los datos contantes y sonantes nos hablan de una extraordinaria falta de acontecimientos reseñables. Ha habido, por supuesto, algún contagio y no pocos aislamientos preventivos. En el caso de los primeros, los positivos, cabe acotar dos realidades: una, su proporción en el ámbito educativo ha sido menor que en cualquier otro; dos, han afectado más a los adultos que a la chavalería.
Es evidente que no ha sido un curso más, como nada lo ha sido en este año y medio en el sector al que dirijamos la mirada, pero a efectos prácticos se ha desarrollado sin que la pandemia haya determinado de modo crucial lo puramente académico. Ningún alumno ha aprobado o suspendido más de lo que lo hubiera hecho en ausencia del virus. Y en cuanto a lo verdaderamente importante, su salud no se ha expuesto a más riesgo en las aulas que en los bancos del parque en los que se sientan arracimados o que en sus propias casas. Al contrario: en el pupitre, en el patio o en el gimnasio han estado infinitamente más protegidos que en los lugares citados. Espero sentado una petición de disculpas y la admisión de su tremendo error de los que a finales de agosto y principios de septiembre de 2020 nos pintaron un panorama de chiquillos y docentes cayendo como moscas y acusaron a las autoridades educativas vascas de promover poco menos que un genocidio.
Casi adiós a la mascarilla
Ahora sí que sí. Es cuestión de días. De semanas, como mucho. Quizá no a la vez en todos los territorios de Euskal Herria, pero todo apunta a que muy pronto podremos liberarnos de las mascarillas, por lo menos, en exteriores. No sé si les pasa también a ustedes, pero desde que ha empezado esa oficiosa marcha atrás, me ha nacido una cierta ansiedad. Es como si fuera más consciente de que llevo una tela sujeta por una goma a las orejas que me tapa la nariz y la boca. Y eso que estoy entre los afortunados que ha tenido una relación de lo más llevadera con ella. Sí es verdad que hasta que descubrí determinada milagrosa bayeta antivaho, me tocaba ir prácticamente a tientas con las gafas empañadas cuando llovía o hacía frío. O que en días de calor, subir una cuestita con la bici se me hacía el Tourmalet. Pero, en general, he sido capaz de portarla sin mayores problemas y, además, con la conciencia de que me estaba protegiendo y protegiendo a los demás. Y no solo contra la covid, sino, como parece que ha quedado demostrado, contra muchos otros de los virus cotidianos. Siendo como era de una bronquitis, una faringitis y no sé cuántos constipados nasales al año, he pasado los últimos quince meses sin mucho más que la tosecilla de exfumador que me asalta de tanto en tanto para que no olvide mis viejos pecados. Así que no voy a dejar de celebrar el instante en que deje de ser obligatorio su uso al aire libre, pero algo me dice que incluso cuando la liberación se extienda a los espacios a cubierto, seguiré llevando un par de ellas en el bolsillo para usarlas en situaciones concretas. Y estoy seguro de que no voy a ser el único.
El estado de alarma no existió
Siempre pensé, y ahora lo hago con más motivo, que a los cinco minutos de aplausos de las ocho de la tarde a los sanitarios y a los colectivos comprometidos en la lucha contra la pandemia deberían haber seguido otros diez o quince de abucheos a los que que estaban colaborando con la difusión del virus. Entre esos jorobadores de la marrana ha destacado por méritos propios el llamado poder judicial, especialmente en sus escalones más altos. A lo largo de año y medio eterno, y particularmente en los momentos más graves, los Superiores de Justicia —con doble subrayado para el vasco— y el Supremo han venido saboteando miserablemente el esfuerzo sobrehumano de los sectores en primera línea de batalla, de las autoridades y, en la derivada final, de cada ciudadano de a pie que aportaba su granito de arena por incómodo que le resultase. Sus muy elevadísimas señorías lo hacían, para más recochineo, en nombre los derechos fundamentales que quedaban conculcados por la legislación ex-cep-cio-nal con la que se trataba de evitar las hasta seiscientas muertes diarias que llegó a haber en la fatídica primavera de 2020. Inasequibles al desaliento, los de las togas negras jamás se han rendido, como lo prueba que a iniciativa de Vox —¡Sí, malotes progres, de Vox!— el Tribunal Constitucional está a punto de declarar ilegal el primer estado de alarma. Por si no fuera suficiente con que las zarpas neofascistas prendieran la mecha, el ponente de la sentencia es Pedro González Trevijano, a la sazón, rector de la Universidad Rey Juan Carlos en el momento de los escándalos de los másteres. Lo tremendo es que el fulano se saldrá con la suya.
De Bosé a Fernando Simón
El 90 por ciento de los menores de 60 años que recibieron la primera dosis de AstraZeneca en el estado han pedido recibir la segunda de la marca maldita. Y eso es así pese a que su elección implica retrasar su inmunización hasta que haya suministro y que, además, deben pasar por el trago como poco psicológico de firmar un consentimiento informado, algo que se evitarían si hubieran optado por la prestigiada Pfizer. Ya he repetido no sé cuántas veces que todo este psicodrama se hubiera evitado si las autoridades sanitarias españolas, esas que no distinguirían la cogobernanza de una onza de chocolate, hubieran sido transparentes. Aquí no había una cuestión sanitaria, como prueba lo que sigue diciendo la Agencia Europea del Medicamento, sino un problema de aprovisionamiento y, como causa o consecuencia de lo anterior, una guerra farmacéutica. Lo honrado habría sido contarlo así, en lugar de trasladar la decisión al ciudadano de a pie. Por eso resulta especialmente indignante que Fernando Simón haya terciado en el asunto para invertir la carga de la prueba y, en el mismo viaje, insultar gravemente a las víctimas de la ceremonia de la confusión provocada por su propio gobierno. Según el bienamado e intocable Simón, esa mayoría absolutísima de personas que siguen manifestando su preferencia por AstraZeneca para la segunda dosis son una panda de borregos alienados por oscuros grupos de presión conchavados con medios de comunicación que quieren desalojar a Pedro Sánchez del palacio de la Moncloa. Díganme si, además de una ofensa intolerable, no es una teoría de la conspiración a la altura de las que propaga Miguel Bosé.
Después de los ERTE
Hay cosas que no han cambiado en estos quince meses de agonía pandémica que acumulamos. Cada vez que llegaba la fecha límite de vigencia de los ERTE, el gobierno español, los sindicatos y la patronal se entregaban a la misma coreografía. Las negociaciones para la prórroga se rompían y se retomaban media docena de veces hasta que, justo con el plazo a punto de vencer, se alcanzaba el acuerdo. En el fondo, todos sabíamos, incluidos los participantes en la ceremonia, que se trataba una especie de combate fingido, puesto que no cabía otro desenlace que la renovación. Y así ha vuelto a ser en esta ocasión, donde todas las diferencias han quedado aparcadas ante lo evidente: la alternativa era peor para todas las partes. El resultado es el alivio para los afectados y una nueva fecha en el horizonte, el 30 de septiembre. Menos da una piedra, pero hay una pregunta que casi nadie se atreve a formular en voz alta: ¿Cuántas veces más se pueden prorrogar los ERTE? Hay quien sostiene, desde el conocimiento de los entresijos del mercado laboral, que ya se ha sobrepasado el tope.
Nadie niega las bondades de la medida y su contribución a limitar los daños del desastre causado por el virus. Ha sido un mal menor muy efectivo. Sin embargo, también resulta evidente que su aplicación generalizada ha enmascarado la realidad. O dicho en términos más crudos, se tiene la constancia de que muchas empresas no van a poder afrontar la vuelta de todos sus trabajadores en ERTE. Otras han descubierto que pueden funcionar con un tercio menos de la plantilla. Bienvenida, en todo caso, la nueva prórroga. Pero se impone buscar una solución más estable.
Vacunas, vamos mejorando
Como el burro amarrado a la puerta del baile de la canción de El último de la fila, aguardo la llamada o el mensaje para vacunarme. Ya no puede tardar mucho. En apenas tres semanas he visto el fluido descenso de la escalera de edades. 63, 62, 61, 60, 59… Familiares, amigos y conocidos de esas quintas han ido celebrando su primera dosis y, por supuesto, narrando la experiencia con todo lujo de detalles. Los del baby boom —yo prefiero decir “los de la cosecha del 67”— estamos a punto de caramelo. Tampoco es que me consuma la ansiedad. Por fortuna, cada siete días, un test me ha ido confirmando que todo iba bien. Si me he parado a hacer esta reflexión es porque al final resulta que el asunto está avanzando mucho más rápido de lo que creíamos.
Desconozco si se cumplirá el vaticinio de alcanzar la inmunidad de grupo a mediados del verano, pero ya no me parece una quimera. No hace tanto que circulaban agoreros cálculos que cifraban en hasta dos y tres años la fecha en la que recibiríamos el primer pinchazo. Hemos resultado hombres y mujeres de poca fe. Creo que es justo y necesario reconocerlo con la misma firmeza que hemos criticado y seguiremos criticando, por poner el ejemplo más claro, la tremebunda ceremonia de la confusión respecto a la segunda dosis para los menores de 60 años a los que se administró AstraZeneca. Sin duda, las diversas autoridades sanitarias han cometido errores por acción u omisión, pero si vamos al minuto de juego y resultado, nos encontramos con motivos para estar razonablemente satisfechos respecto al proceso de vacunación. Mucho si, como hemos comprobado, sus efectos ya se notan.