No todos son iguales

No hay encuesta, sondeo, barómetro o artilugio demoscópico que no refleje el descrédito creciente de la política en general y de quienes la ejercen en particular. Algo tendrá el agua cuando la maldicen. Quiero decir que esa desafección cada vez más difícil de distinguir de la animadversión se asienta en motivos contantes y sonantes. Un somero repaso a los titulares con o sin entrecomillados son un billete para una estación cada vez más lejana de la desconfianza. Sin vuelta, en la mayoría de los casos, me temo. Por poner un ejemplo reciente: ¿quién va a volver a creer una sola palabra a algún dirigente socialista navarro, empezando por el chisgarabís Jiménez, que aún tiene el cuajo de proclamar su “compromiso con el cambio progresista”?

El don Nadie de Pitillas, sus mandarines de Ferraz y los detentadores del régimen salvado una vez más por la campana encarnan a la perfección todo lo que de pútrido y nauseabundo tiene la política. Y sin embargo, si miran enfrente, exactamente enfrente, comprobarán la injusticia de la generalización. Salvando la candidez que ya les reproché cariñosamente, las otras cuatro formaciones de la oposición sí han estado a la altura. Llevan estándolo, en realidad, desde el arranque de esta legislatura rompepiernas, primero frente al matrimonio de vodevil que formaron la Doña y su lacayo, y después, en los interminables meses de la basura tras la expulsión del PSN del Gobierno. Por encima de las no pocas diferencias (y hasta cuentas pendientes) que hay entre las distintas siglas, han sido capaces de trabajar sin descanso por el objetivo común. No todos son iguales.

¿Quién ganó?

La ya celebérrima patraña de Évole sobre el 23-F es una broma escolar al lado de otras que nos cuelan —vale, yo también me acuso— a diario sin provocar el menor revuelo ni despertar sospecha alguna. Las encuestas, por ejemplo. Fíjense qué prodigio: la de Metroscopia para El País sostiene que Pérez Rubalcaba ganó por poco el Debate sobre el estado de la nación, mientras que la de Sigma Dos para El Mundo proclama que el vencedor, también por poco, fue Rajoy. Fuera de concurso, la del chiringo NC Report para La Razón, que cacarea que Mariano no solo apalizó al Rasputín de Solares, sino que consiguió encandilar —les juro que es la palabra que utilizan— a la concurrencia.

Todo esto que les cuento va tal cual a los titulares correspondientes con marchamo de verdad verdadera, y ya pueden ustedes dejarse los ojos entre la letra pequeña, que no encontrarán una nota al pie aclarándoles que les han tomado el pelo. Lo más aproximado a eso es una apostilla que deja caer el redactor de la pieza de El País. Los resultados se han obtenido, nos dice, tras consultar telefónicamente a quinientas personas que “no necesariamente vieron el debate, sino que se guían por comentarios de personas en quienes confían o las informaciones de los medios”. Vamos, una credibilidad de tres pares de narices.

Les he revelado la parte más evidente del timo. Hay una segunda que solo se detecta con el microscopio. Aunque pueda parecer que la intención de estos sondeos es arrimar el ascua a la sardina predilecta, hay otro objetivo no menos perverso: alimentar la martingala de que la política es cosa de dos. Y ahí traga todo quisque.

Lo que hay que hacer

Me reprochan que mi columna de ayer terminaba en un callejón sin salida porque, después de haber descrito un panorama desolador, no señalaba lo que tenía que hacer cada cual para romper el bloqueo. Obviamente, tengo algo parecido a una opinión al respecto, pero aparte de que no deja de ser más que eso, una opinión monda y lironda, no me siento en condiciones de decirle a nadie cómo debe obrar. Fíjense que reconozco haberlo hecho anteriormente y no puedo prometer que no vuelva a hacerlo en el futuro, pues la tentación moralizadora y la ilusión de sentirse en posesión de la verdad siempre están ahí. Sin embargo, de un tiempo a esta parte, ando tocado de una suerte de pudor que me impide ejercer de cátedro… o tal vez, vender a los demás los consejos que no tengo para mi.

Invitaría humildemente —ya ven que no utilizo la clásica forma imperativa— a partidos, instituciones, colegas del gremio pontificador, agentes varios y particulares en general a explorar esta vía, que básicamente consiste en prestar más atención a la viga en el ojo propio que a la paja en el ajeno. Intuyo que ganaríamos bastante (como poco, evitaríamos un puñado de situaciones ridículas) si fuéramos renunciando a poner deberes a los demás y resolviendo los afanes de nuestra incumbencia. ¿Alguien más que yo ha notado que la política es una espiral de emplazamientos cruzados sin fin? Los representantes de la cosa pública se pasan la vida instándose recípocramente a hacer esto o lo de más allá. Por supuesto, en la inmensa mayoría de las ocasiones, las exigencias son de cumplimiento imposible, aspecto del que son plenamente conscientes los que las formulan. ¿Por qué, entonces, ese empeño en reclamar al otro lo que se sabe que no está en condiciones o en disposición de satisfacer? Diría que por comodidad o, más triste, porque ese modo de actuar se ha revelado eficaz… para cualquier cosa que no sea resolver problemas.

La sociedad interpretada

Lo que la sociedad vasca necesita es… La sociedad vasca quiere/no quiere… La sociedad vasca está pidiendo… Eso, en las fórmulas de tono más bajo, que luego están también los que se trepan a la parra para mentar clamores y exigencias irrenunciables con una ligereza que da entre risa y miedo. Hay que tener un ego de talla XXL o una desvergüenza oceánica para erigirse en intérprete o portavoz de decenas de miles de personas que apenas tienen en común la residencia en una delimitación geográfica determinada.

Soy el primero que padece esa inabarcabilidad de opiniones, pasiones, pulsiones y decepciones. Mi trabajo sería mucho más fácil si tuviera la certeza de por dónde respira el cuerpo social al que yo mismo pertenezco. Por supuesto que me vendría de perlas estar en el secreto del sentir mayoritario de quienes me rodean y a los que me dirijo. No para hablar o escribir al gusto, sino para saber a qué atenerme o para reducir el número de meteduras de pata, especialmente cuando utilizo los genéricos. Sin embargo, a lo más que llego es a una leve intuición, a una impresión o, si nos ponemos académicos, a un teorema imposible de probar científicamente. Lo que uno percibe frente a lo que realmente es, ¿quién se atreve a asegurar que siempre coinciden lo uno y lo otro?

La respuesta debería ser que muy pocos, pero los discursos y las declaraciones conducen a creer exactamente lo contrario: allá donde hay un micrófono te encuentras a alguien dispuesto a contarte sin margen de error lo que la sociedad vasca (o la que sea) piensa de esto o de lo otro. Incluso sobre cuestiones de las que jamás has detectado el menor interés en bares, parques, autobuses, centros comerciales, comidas familiares y, en fin, esos lugares y situaciones donde nos codeamos con los individuos que conforman la tal sociedad.

Ponencia maldita

No hay modo de hacer carrera con la Ponencia de Paz y Convivencia del Parlamento Vasco. Cuando no se atasca por babor, le entra una vía de agua por estribor… o todo al mismo tiempo. Seguramente, en la historia de la cámara de Gasteiz habrá habido pocas iniciativas que hayan conllevado tanto esfuerzo para tan pobre rendimiento. Resulta sarcástico que, teniendo el nombre que tiene, sus logros públicos hasta la fecha hayan sido acelerar la ruptura de Aralar y provocar un cúmulo de reyertas cruzadas entre los partidos, da igual presentes o ausentes. Se diría que más que como fin, está funcionando —es decir, siendo utilizada— como medio para ajustarse las cuentas, marcar paquete ideológico, salir en los papeles o intercambiarse recados en clave interna. Es inevitable preguntarse si para este viaje merece la pena sacrificar las alforjas de los domingos. O más directa y crudamente, si no ha llegado el momento de echar la persiana.

Sería, claro, el doloroso reconocimiento del fracaso. Suena demasiado rotundo, pero es lo que hay: los hechos acreditados hasta ahora han demostrado que la nobleza de lo que se dice perseguir es una excusa para politiquear en el peor sentido de la palabra. Es mejor ser sinceros y admitir que hay quien se pasa la paz y la convivencia por debajo del sobaco. ¿A qué viene el PSE a estas alturas de la liga a amenazar con el portazo pretextando una ofensa que se ha fabricado a medida? No cuela ese ataque de dignidad sobrevenida. Si alguno de los rasputines de la sucursal vasca de Ferraz ha llegado a la conclusión de que en el momento actual —primarias a la vista— no es conveniente salir en según qué fotos, óbrese en consecuencia. Está de más, porque todos nos conocemos, vender que hay poderosas razones éticas y morales para el abandono. Llegados a ese punto, sería inútil que los que aún no se han ido pretendieran seguir adelante con una ponencia definitivamente maldita.

El país de la bronca

Reconozcámoslo: nos va la gresca de brocha gorda y neurona estrecha. Cada vez que se nos presenta una cuestión propicia para el debate de fondo, tardamos décima y tres cuartos en convertirla, según nos vaya dando el aire, en reyerta tabernaria, pelea de patio de colegio o enganchada de plató de Telecinco. Los posibles argumentos razonados se rinden y dejan el campo libre a las gachupinadas arrojadizas, la demagogia de saldo y, por descontado, el insulto mondo y lirondo con amenaza adosada: rojo, facha, hijoputa, pues tú más, ¿a que te meto?, ¿a que te meto yo a ti? Huelga decir que siempre ha empezado el otro.

No hay asunto, por serio y delicado que sea, que se libre de esta o similar coreografía. La normalización, el modelo de país, la arquitectura institucional, las políticas sociales o la fiscalidad son carne inagotable para la trifulca banderiza empecinada. Y de ahí para abajo, todo lo demás. La de mendrugadas que se han dicho y se siguen diciendo, sin ir más lejos, a favor y en contra del ‘Puerta a puerta’. O las que ya hemos empezado a escuchar y leer sobre los peajes, la enésima pendencia que nos hemos echado al coleto porque por lo visto no teníamos suficientes excusas para desgraciarnos mutuamente las espinillas. Cualquiera diría que la paradójica cohesión social de las vascas y los vascos se asienta sobre infinitas fracturas. La división como seña de identidad, qué caramelo para la antropología moderna.

Pero claro, eso se diría con cinismo y la bandera blanca en alto, que es como la llevamos los que no tenemos vocación de tirios ni de troyanos y que, por eso mismo, resultamos sospechosos de simpatizar con estos y con aquellos al mismo tiempo. Si nos dejamos de resabios, esta querencia por apretar filas para cargar contra las de enfrente con consignas prefabricadas no habla demasiado bien de nosotros. Revela, como poco, que cada vez estamos menos dispuestos a pensar por libre.

Cabacas y lo imposible

En todas las columnas que he escrito sobre la muerte nada accidental de Iñigo Cabacas he apelado, como quien predica en el desierto, a la humanidad. Testarudo y empecinado que fui parido, vuelvo a hacerlo en las líneas que vienen a continuación y me temo que deberé obrar igual en las que firme en el futuro. Conforme avanza el calendario —y cada día que pasa es un rejón clavado sobre la memoria de Iñigo—, va quedando más claro que la política en la peor de sus acepciones se ha impuesto a los sentimientos primarios. Esto no va de justicia ni de reparación, y mucho menos, de verdad. Bien sabemos, y no solo por este caso, que en ciertas bocas, diría yo que en la inmensa mayoría, esas bellas palabras tan manoseadas sirven únicamente para disfrazar intereses.

Frente a un puñado de votos convertibles en migajas de poder, una vida arriba o una vida abajo no pasa de ser una puñetera anécdota. Nauseabundo y miserable, pero es lo que hay. Aun más, para nuestra desgracia y no sé si también para nuestra vergüenza, es lo que ha venido habiendo en los últimos decenios. ¡Las filigranas que hemos sido capaces de hacer con los centenares de cadáveres que alfombran el pasado reciente de este país! Y que seguimos haciendo.

Será que a pesar de todo soy entre ingenuo e idiota, pero se me antojaba que esta vez podía haber sido diferente. Simplemente, por lo sencillísimo que resulta meterse en la piel de la familia y de los amigos de Iñigo Cabacas. No quiero ponerme melodramático, pero… ¡joder, es que pudo haber sido el hijo, el hermano o el amigo de cualquiera de nosotros! ¿Tan difícil es identificar y sancionar a quienes cometieron tamaña irresponsabilidad, que a la postre resultó homicida? ¿Tan difícil es resistir la tentación de apropiarse de un muerto para convertirlo en ariete y bandera de unas disputas que nada tienen que ver con él? Según estamos comprobando, no es que sea difícil, sino imposible.