¿Están fingiendo?

Les confieso mi perplejidad y mi despiste. Al preguntar a personas que están bastante cerca de las negociaciones para la investidura del próximo inquilino de Moncloa si creen que habrá nuevas elecciones, me contestan invariablemente que no. Lo hacen, además, con gran contundencia y dándome a entender que todo está mucho más maduro de lo que vamos viendo en esa rueda de prensa si solución de continuidad en que se ha convertido últimamente la política española. Si es así, pido un Oscar colectivo para los actores de esta farsa porque se están empleando a fondo para que parezca exactamente lo contrario.

Y ahí tienen como ejemplo inmediato —por lo menos, a la hora que escribo; seguro que en los próximos cinco minutos hay cambios— las comparecencias sucesivas del secretario general de Podemos, Pablo Iglesias, y del portavoz parlamentario del PSOE, Antonio Hernando. El “Pablo, no sabes ni dónde estás” que le escupió el segundo al primero tenía toda la pinta de genuino hartazgo ante la suficiencia que, una vez más, acababa de mostrar el líder morado. Del mismo modo, la intervención completa del aludido, ofuscado en el reparto de sillones y mostrando incluso un manual de instrucciones sobre cada ministerio, daba la impresión de ser un intento descarado de conseguir que los socialistas se encabronasen y le mandaran a hacer gárgaras. La inclusión del referéndum en Catalunya como condición impepinable apuntaría también por ahí.

Pero vayan ustedes a saber. A lo mejor es verdad que solo estamos asistiendo a una representación guionizada y, como en una mala teleserie, todo se soluciona en el último minuto.

Lo que pienso del ministro

Lo malo de ser súbdito obligatorio del reino de España es, entre otras mil cosas, que si yo escribiera aquí lo que de verdad pienso de Jorge Fernández Díaz, correría el riesgo cierto de que el susodicho me encarcelara. Llámenme exagerado, pero precedentes hay un huevo y medio, y alguno bien reciente. Exponiéndome a que igualmente lo haga, porque tampoco faltan casos en que se ha entrullado al personal por interpretaciones creativas de sus palabras o de sus silencios, dejaré que sean los lectores quienes se lo imaginen. Cuídense, por favor, de no decirlo en voz alta, ni mucho menos, dejar constancia documental, no vayamos a tener un disgusto serio.

También es verdad que, tratándose del ministro de la triste figura  —esto no es delito, ¿verdad?—, no hay que recurrir al diccionario para calificarlo. Bastan y sobran sus hechos acreditados, entre los que recuerdo su propensión a condecorar a Vírgenes o su confesión de que tiene un ángel de la guarda (no es metáfora) llamado Marcelo que le ayuda a aparcar el coche.

Y luego está su propio pico, que termina retratándolo como no lo haría El Greco. Atiendan a su penúltima piada: “Hay una agenda oculta, y lo digo así de claro porque el PNV no da un apoyo gratis a nadie, y tampoco al señor Sánchez. (…) ETA no espera nada del Partido Popular y, desde luego, lo que está esperando como agua de mayo es que hubiera un gobierno del PSOE con Podemos e Izquierda Unida apoyado por el PNV”. Me muerdo la lengua y las teclas, cuento hasta chopecientos, y en mi mente juguetona se forma una palabra que quizá acabe proponiendo a la academia española de la lengua: IdiETA.

Vetando voy

Pedro Sánchez es tan grouchomarxiano como el partido que lidera nominalmente. Incluso un poquito más, porque lleva a registros sin parangón la máxima histórica de Ferraz de marcar el intermitente a la izquierda antes de girar a la derecha y quedarse más ancho que largo. Para comprobarlo, les bastará comparar sus dichos y sus hechos de las últimas fechas.
Desde que la incapacidad y la apatía mariana le regaló, en carambola a la quinta banda, ser designado candidato a la investidura, no habrá habido piada ante los micrófonos en la que no se haya extendido prolijamente sobre lo malísimamente malos tirando a pésimamente pésimos que son los vetos. Y ahí va uno de los mil ejemplos: “La política no son los vetos y no se pueden vetar siglas ni ideas”, machacó la martingala Sánchez… apenas media hora antes de que nos enterásemos medio de refilón de que excluía expresamente de su ronda de charletas a EH Bildu.

¿Por qué? Pueden creerme que he dedicado un buen rato a buscar una explicación entre la torrentera de declaraciones del candidato y sus mariachis, y no he hallado ni media referencia a la cuestión. Me temo que estamos ante uno de esos asuntos que en la mentalidad hispanistí al uso forma parte de los sobrentendidos: es por todo, por nada, y básicamente, porque los gachós de la calculadora dan por hecho que ponerle proa a los-sucesores-de-batasuna-eta es todavía más rentable que no hacerlo. No deja de ser el perfecto menú degustación del presunto cambio que se proclama. Quizá sea pedir demasiado que digan algo los partidos que sí van a participar en los vis a vis con el de la camisa blanca.

¡Sánchez, al salón!

Algo hemos avanzado: no fue en un vagón de tren sino en un atril reglamentario del mismísimo Palacio Real donde Patxi López comunicó la buena nueva. Estuvo, eso sí, a un tris de marcarse un Penélope Cruz, porque el nombre que le tocó pronunciar era el de su superior en el organigrama. El rey, también conocido como el jefe del estado o ciudadano Felipe de Borbón, traslada el marronazo de intentar formar gobierno a Pedro Sánchez y Perez-Castejón que, a diferencia de Mariano Rajao (no le echen la culpa al corrector), ha aceptado el envite. O el embate, que le viene marejada al nominal líder del PSOE. Ahora es cuando va tener que demostrar que lo es.

Jodido, lo tiene un rato largo el flamante candidato. Por la aritmética, que como dijo la luminaria galaica arriba citada, “es como es y no la podemos cambiar”, pero también por la cola de tipos y tipas armados de un zurriago que aguardan para fostiarlo. Los primeros, dentro de su misma casa; los de la vieja guardia, que apenas son unas pulgas cojoneras, y con un peligro aun mayor, los barones… y la baronesa. Luego, los editorialistas y portadistas, que si llevan seis semanas disciplinándolo a modo, en lo sucesivo le van a brear por cada vez que respire.

Y last but not least, que dicen los columneros finos, se las va a tener que ver con un socio que, además de marcarle hasta los turnos para ir al baño, en los últimos diez días no ha perdido una oportunidad para ponerlo de mingafría para abajo ni para recordarle que si puede ser algo en esta vida será gracias a él, ¡oh, su vicepresidente y señor! Vayan encargando palomitas, que esto se pone (más) divertido.

Negociar… la precampaña

Comparto con ustedes una sospecha con su tanto de mala conciencia: les estamos engañando. Desde el 20-D a las diez de la noche no dejamos de hablar de negociaciones para la investidura. Quizá en los primeros días la expresión se compadecía con la verdad. Sin embargo, conforme corría el calendario y se mareaba a la sufrida perdiz, la cosa ha empezado a oler a precampaña que echa para atrás. Se diría que la mayoría de los actores y actrices de la farsa y no pocos de los espectadores no buscan ningún pacto —que, por lo demás, saben improbable e intuyen escasamente deseable—, sino que exhiben huchas petitorias de votos. En algunos casos, con un descaro rayano en la obscenidad, cuando no con matonismo de nuevo rico.

No tendré el menor problema en desdecirme si, como vimos casi anteayer en Catalunya, en el último suspiro se alcanza algún apaño a la desesperada, con o sin pintas de patada a seguir, y que sea lo que los Hados quieran. No obstante, en el minuto en curso, y por más que los titulares-que-van-a-misa proclamen que ya se negocia a todo trapo, mi escepticismo no deja de crecer.

Y bien que me gustaría, siquiera para ver qué tal funciona, un acuerdo entre PSOE, las cuatro marcas de Podemos y las siglas que hicieran falta para bingo, incluyendo el apoyo activo o pasivo del PNV y, si le cuadra, EH Bildu. Poca pinta tiene de que algo así vaya a prosperar. De entrada, porque es una carambola a demasiadas bandas, pero además, porque se enfrenta a mil resistencias en el seno de cada una de las fuerzas que deberían configurar el convoy gubernamental. Que sea lo que tenga que ser, pero pronto, por favor.

El nuevo búnker

Como apuntó Marx, a la Historia le encanta versionearse a sí misma una y otra vez, y en cada bis, de un modo más chusco que el anterior. Miren, por ejemplo, lo patético que era, hace cuarenta años, el búnker franquista. Parecía imposible remedar la caspa grasienta que expelían por toneladas aquellos grotescos individuos tan cortos de mente, que ni se daban cuenta de que sus excamaradas a los que tildaban de traidores eran igual de fachas que ellos solo que lo suficientemente listos para sobrevivir previo cambio de chaqueta. Pues fíjense en sus equivalentes, casi clones, de la actualidad, que no son otros —diría “y otras”, pero juraría que no hay ninguna mujer— que los componentes de la vieja guardia del PSOE. O del búnker, que la palabra les cuadra exactamente igual que a sus antecedentes de camisa azul y correaje.

No sabe uno si reír o vomitar ante la reaparición de esta panda de zombis de lustrosa cartera y largo, ancho y profundo saco de fechorías acreditadas. Impunes, en la mayoría de los casos, lo que multiplica por cien la grima que dan. Hace falta desparpajo. Se reclaman ahora custodios del santo grial socialista y exigen a los jóvenes dirigentes que tengan respeto a las canas y a las arrugas. ¡Ellos, que empezaron sus bribonadas defenestrando sin piedad (y con financiación de muy oscuro origen) a sus mayores entre Touluse y Suresnes, para luego asesinar definitivamente su ideología en el (infausto) XXVIII Congreso! ¡Ellos, los del GAL, la patada en la puerta, la LOAPA, los pelotazos siderales, la corrupción institucionalizada y, en resumen, lo más turbio e inmoral de los últimos decenios!

El gallinero

Vaya por San Jerónimo, así que el Congreso de los Diputados no es diferente del cine Fantasio o el Coliseo Erandio —ponga aquí cada cual el de sus recuerdos infantiles—, y tiene gallinero. No me me digan que la imagen no es inspiradora: un puñado de representantes de la voluntad popular ocupando esas butacas que lo mismo servían para echarse un sueño, putear a los de abajo a base de cáscaras de pipas (o caramelos y chicles chupados), montar bulla o, si había suerte, meterse mano. En resumen, para cualquier cosa que no fuera ver la película en condiciones.

Tiene su guasa, y seguro que su moraleja, que de saque no todas las señorías estén en las mismas circunstancias auditivas y visuales. También da mucho que pensar que después de once legislaturas —sumo solo desde 1977 hacia acá— nadie se haya planteado buscar una disposición física que no deje fuera del supuesto juego democrático a prácticamente la mitad de los electos.

Muy significativo, lo mismo que el modo propio de instituto casposo de secundaria en que los veteranos del lugar han despachado a los novatos —también llamados manzanillos— de Podemos al culo del hemiciclo. Sin derecho a quejarse, claro, porque si lo hacen, les berrean que hay cosas más importantes que dónde sentarse, o traducido, que si no aguantan una broma, mejor que se vayan del pueblo. Y para colmo, por parte de las siglas que se repartieron la Mesa de la cámara como si fuera un botín, con la cobardía estomagante de acusarse mutuamente de la fechoría. Hasta desde el punto más alejado de ese gallinero, salta a la vista que una vez más han actuado como el sindicato que son.