El contagio un millón

Me perdonarán la estrafalaria asociación de ideas. Supongo que, influido por la flatulenta moción de censura de Vox, he recordado aquellos tiempos del desarrolismo franquista en tecnicolor aguachirlado, cuando se celebraba con toda la fanfarria la llegada del turista un millón. Esta vez, los no-dos recauchutados vocean el contagio por covid un millón en Hispanistán. Obviamente, hablamos de la contabilidad oficial. Sin ser epidemiólogo ni virólogo, cualquiera intuye que en este punto y hora han debido de ser muchos más los positivos, del mismo modo que sabemos con atroz seguridad que a los treinta y pico mil muertos del balance gubernamental hay que sumarles, como poco, otros veinte mil.

Y aquí estamos, en plena segunda ola, dando palos de ciego y cambiando de criterio a golpe de informe sanitario y de circunstancias concurrentes. No me jodan que el confinamiento de Navarra tiene que esperar al paso de una etapa de la Vuelta ciclista. O qué decirles, en la demarcación autonómica, de las medidas anunciadas el sábado pasado y que, para cuando las valide (o no) la sacrosanta Justicia, se habrán quedado viejas, porque ya nos adelantan que hoy mismo habrá que decretar otra vuelta de tuerca. Un saludo afectuoso, por cierto, a los que pontificaban que las elecciones vascas deberían haber sido en otoño.

Se veía venir

A finales de julio escribí una columna titulada No pinta bien. En realidad, me dejé llevar por las ganas de no jorobar demasiado la marrana, pues en aquellas jornadas estivales de brotes y rebrotes desbocados, debí haber encabezado mis garrapateos diciendo claramente que pintaba mal, muy mal, si me apuran. Sin ser uno, en lenguaje de Violeta Parra, ni sabio ni competente en materia de pandemias cabritas, ya se podía intuir por entonces que empezábamos a transitar por el camino negro que va a la ermita de la multiplicación de contagios, hospitalizaciones y —oh, sí— fallecimientos. El que desemboca impepinablemente no sé si en un confinamiento como el de marzo y abril, pero sí en la toma de medidas restrictivas por parte de las atribuladas y hasta despistadas autoridades.

Las primeras de esas medidas, que ahora mismo les apuesto yo que no serán las últimas, ya están decretadas tanto en la demarcación autonómica como en la foral. Ha llegado Paco con la rebaja, diría mi difunta ama, aunque quizá ella misma también proclamaría, viéndose en estas, que ya nos pueden ir quitando lo bailado. Desde aquellos días en que ya se olía la llegada de la tempestad, hemos venido comportándonos como si la cosa no fuera con nosotros, esperando el milagro de último minuto que —¡manda carallo!— aún no hemos descartado.

Cifras que mienten

Si no nos mata la pandemia, lo hará una sobredosis de cifras. Todas requeteverídicas y, al mismo tiempo, falsas como un billete de siete euros. Y que levante la mano el que este libre del pecado de espolvorearlas como si fueran la revelación del cuarto secreto de Fátima. Yo me acuso, contrito y arrodillado ante ustedes, mis sufridos y espero que indulgentes lectores y oyentes, de participar en la ceremonia de la confusión diaria a base de números y tantos por ciento al peso en los informativos que maldirijo en Onda Vasca. No sé cuántos contagios en las últimas 24 horas, equis más (o menos) que ayer, con una positividad de jota al cuadrado partido de la raíz cúbica de omega. ¿Entienden algo? De eso se trata, de que la audiencia se quede con la música pero no con la letra.

Seguiré obrando así, pero ahora que estamos en confianza, les aconsejaré que se pongan mascarilla en el cerebro y se apliquen gel hidroalcohólico mental a discreción cuando desde los medios les bañemos de datos sin desbastar. Piensen, por poner un ejemplo muy simple, que no es lo mismo cien contagios sobre quinientas PCR o sobre 5.000. O que también cambia el resultado si una parte importante de los test se hace conscientemente donde se sabe que no se va a encontrar bicho o en lo que se ha constatado como foco galopante.

De mal en peor

800.000 contagios en el Estado, y subiendo. No es consuelo que en lo más inmediato, la demarcación autonómica, la cosa parezca contenida, susto arriba o susto abajo. De sobra tenemos aprendido que es cuestión de que vengan bien o mal dadas durante media docena de días para que las cañas se vuelvan lanzas y viceversa. En la montaña rusa de la pandemia se pasa de cero a cien en un abrir y cerrar de ojos. Sin ir más lejos, recuerden lo razonable que pintaba la cosa en Navarra a principios del verano hasta que la curva se puso en punta y este es el momento en que tenemos cuatro pueblos reconfinados y unos números generales todavía preocupantes.

Lo peor, volviendo a mirar el escenario global, es que da la impresión de que se actúa a salto de mata y con criterios más políticos que sanitarios. Madrid es el ejemplo más claro —aunque no el único— de una sucesión de decisiones (o de falta de decisiones) que parecen fruto de una mezcla letal de improvisación, desconocimiento real, incapacidad y, como detonante definitivo, búsqueda del rédito político a peso. Y es muy fácil culpar a la esperpéntica presidenta de la Comunidad, pero quizá alguna responsabilidad tenga el Ministerio español de Sanidad que, ahora por boca del bienamado Simón, comienza a reconocer que los números eran terribles ya hace mucho.

Diario de la segunda ola

¿Exagero al inaugurar esta nueva serie? Ojalá. Incluso me consta que técnicamente es discutible que estemos en una segunda oleada. Pero tengo muy fresco —demasiado— el recuerdo del estreno del primer diario del covid-19 (entonces solo se decía en masculino) el 11 de marzo de este mismo año. Se me tachó de alarmista, cenizo y apocalíptico. Cuatro días después decretaron el eterno confinamiento que pasamos mientras miles de nuestros congéneres iban muriendo casi literalmente como chinches y otros miles pasaban semanas infernales en la UCI de hospitales siempre al límite o más allá. Impotentes ante la sangría que amenazaba con llevársenos a nosotros o a cualquiera de los nuestros, conjurábamos el canguelo aplaudiendo desde la ventana a las ocho de la tarde y repitiendo como una letanía que todo saldría bien.

¿Lo hizo? Ciertamente, no. Ahí están el zarpazo al censo y el cataclismo económico que sigue sin ver fondo. Sin embargo, en mayo las tremebundas cifras sanitarias fueron dándose la vuelta y se nos ofreció la posibilidad de recuperar, siempre con mil y una limitaciones, algunas de nuestras rutinas anteriores al desembarco del virus. Todo lo que se nos pedía era un poco de juicio, una migaja de sentido común para administrar una libertad más condicionada que condicional. Aunque la posibilidad de que nos tocara la lotería maldita no era descartable del todo, las actividades más peligrosas (que no eran las que cacareaban los profetas de lance) estaban tasadas y medidas. Sabíamos qué debíamos evitar a toda costa. Y unos lo hicimos, pero otros, no sé cuántos, no. Así hemos llegado hasta aquí.

Contágiame, mi amor

Qué bulla más tonta, por favor. Que si son los jóvenes. Que si pues anda que los mayores. Que si también son las reuniones familiares y nadie dice nada. Por no hablar de los memos babeantes que, a estas puñeteras alturas, siguen dando la matraca con las elecciones, cuando, si algo acaba de demostrarse —¡joder, ya!— es que no pudo haber mejor momento para celebrarlas. Ya está bien de profecías autocumplidas y hechos alternativos (o sea, putas fake news). No hace falta estar en posesión de ningún máster en epidemiología avanzada para tener medio claro lo que está pasando en las últimas semanas.

Igual que con muchas de nuestras causas de muerte más habituales antes de la pandemia, como las enfermedades cardiovasculares o los accidentes de tráfico, volvemos a estar ante la opulencia y la pachorra como origen. Mal que les pese a los doctores Tragacanto de aluvión, aquí no hay asesina Confebask ni pérfido gobierno neoliberal que valga. Esto va de señoritos con derecho a voto de diferentes edades que se pasan por la sobaquera las recomendaciones más básicas para que el jodido bicho se dé un festín. Hace falta ser destalentado y tonto con enes infinitas para estabularse en un local cerrado a compartir fluidos a discreción. Claro que también les vale un rato a nuestras queridas autoridades por no impedirlo.