Manos sucias

Bueno, sí, presunción de inocencia y todo eso. Pero dos más dos tienden a ser cuatro, y que vaya dando un paso al frente quien se haya sorprendido al ver en la crónica marrón de las últimas horas a Ausbanc y Manos Limpias, o Manos Limpias y Ausbanc, que tanto monta. Si hay algo raro es que este par de mutualidades de lo turbio hayan tardado tanto en merecer atención policial, cuando sus métodos corleonescos cantaban a leguas. Ya salió y se tapó que los barandas de ambos truños, Luis Pineda y Miguel Bernad, eran ultraderechistas de los de cadenón en astillero. Tampoco se le dio mucho aire a la investigación de la Audiencia Nacional sobre el millón de euros que cobró Pineda de Fórum y Afinsa antes de hacer el paripé como acusación popular de los estafados por los chiringuitos filatélicos.

Esta vez —a ver si es la buena— la UDEF tiene indicios, parece que abundantes, de extorsiones a diversas compañías a cambio de retirar querellas presentadas con anterioridad o, simplemente, bajo la amenaza de iniciar una campaña de desprestigio si no apoquinaban publicidad a precio de oro en la revista del entramado. Era un secreto a voces, pero todo el mundo, empezando por una parte de mi oficio, miraba para otro lado. Es más, el dúo de caraduras gozaban de gran predicamento mediático, y raro era el día que no te los encontrabas en este plató o en aquel programa de radio ejerciendo de supuestos paladines contra el mal con su labia de charlatanes de feria. Pero no se quedaban en esa golfería de andar por casa. Lo grave y ya irreparable ha sido el desfalco consentido que Manos Limpias le ha hecho a la convivencia.

Desigualdad y Frente Nacional

No sabe uno si enternecen o enfurecen las requetesobadas manifestaciones de sorpresa indignada —o de indignación sorprendida— que siguen a cada mejora de los resultados electorales del Frente Nacional en Francia. He perdido ya la cuenta. Sin mirar en Wikipedia, no soy capaz de decirles si son tres, cuatro o cinco consecutivas, pero sí que cada una de ellas ha venido orlada con idénticos mohínes y sobreactuados rictus de disgusto. Se diría que los ejercicios de manos a la cabeza, las mendrugadas tópicas sobre dónde va a parar esta Europa insolidaria, los tontucios recordatorios de la Alemania prehitleriana e incluso las bienintencionadas expresiones de preocupación forman parte de un exorcismo de los propios fantasmas.

Y eso es precio de amigo. En no pocas ocasiones, todo ese blablablá clueco es la (auto) delación de la izquierda exquisita y funcionaria sobre su responsabilidad vergonzosa y vergonzante en el ascenso de las huestes, primero de Jean Marie, y ahora, con mucho más peligro, de Marine Le Pen. Qué fácil, ¿verdad?, explicarlo todo en función del racismo, la xenofobia, el egoísmo y, en definitiva, la inferioridad mental de varios millones de votantes que no merecen consideración de personas. Tremebundo clasismo en nombre, manda pelotas, de lo contrario; no se puede llevar más lejos la perversión. Como coralario, brutal ceguera voluntaria de quienes para no quedarse sin su martingala se niegan, entre otras mil evidencias, esta que revelaron varios analistas el domingo pasado: el mapa de la desigualdad en Francia es milímetro a milímetro el de la fortaleza electoral del Frente Nacional.

El PP y los fachas

Se diría que es una epidemia. Cada dos o tres días aparece una noticia dando cuenta de que este o aquel dirigente local del PP sale en una fotografía rodeado o directamente exhibiendo símbolos franquistas. Aquí con el aguilucho, aquí levantando el brazo derecho con la palma extendida, aquí rindiendo tributo a una efigie del matarife de Ferrol. Aunque los hay más talluditos, la media de edad de los retratados en las mentadas actitudes anda por los 25 años. Son nostálgicos, manda carallo, de unos tiempos que no conocieron y, desde luego, sobre los que han leído muy mal en los libros de historia, si es que han tenido tal inquietud. Dicen sus mayores, en absoluto alarmados, que son chiquilladas, bromas que no van a ningún sitio, y que otros hacen cosas peores sin que se monte gran revuelo.

Ni mucho menos afirmaré que el Partido Popular está infestado hasta el tuétano de fascistas de camisa azul y correaje, pero sí que comprendo perfectamente que se extienda esa idea. Sencillamente, porque nadie de su cúpula o los escalones inmediatamente anteriores hace nada para evitarlo. Al contrario, en lugar de llamar al orden a sus polluelos (y no tan polluelos), algunos practican el ataque como mejor defensa. A fecha de hoy, no se le ha soltado una colleja a su portavoz adjunto en el Congreso, Rafael Hernando, que llegó a sentenciar dos veces en 24 horas que la segunda República provocó un millón de muertos. Con un par, estaba justificando el golpe de estado del 18 de julio de 1936 y trasladando la responsabilidad de la guerra al gobierno legítimo que fue derrocado. Ese tipo es el que habla en las cortes españolas en nombre de un partido que se enfada si se duda una migaja de su carácter democrático.

El PP, que exige a todo quisque arrepentimientos y contriciones flagelantes, tiene un problema con el pasado. Pero hay algo aun más grave: lo tiene también con el presente. Y no parece querer solucionarlo.

Tontos con bandera

¡Jolines, qué pedazo machotes los centuriones de esa caspa fachendosa que atiende por DENAES! Menuda hazaña entre bélica, patética y pelambrética, subirse al Gorbea desafiando el sirimiri de una mañana festiva otoñal para plantar en la cruz una rojigualda de talla extra grande. Seguramente, en sus porosas meninges tal soplapollez se les antoja una gesta heroica sin par, una arriesgadísima acción de comando desarrollada en la cocina del infierno vascón o cualquier ensoñación patriotera por el estilo. A ver cómo les explicamos que no llega ni a payasada y que si pretendían ofender o asustar, todo lo que han conseguido con su reconquista de la señorita Pepis es que sintamos una mezcla de bochorno, hastío y pena.

Son el descojono estos ultranacionalistas que luego van por ahí mentándole la madre a cualquiera que manifieste su querencia por una tierra o una bandera que no sean las que a ellos les ponen pilongos. Si tuvieran media hostia dialéctica, podríamos tomarnos la molestia de darles a probar una docena de argumentos razonados que desmintieran sus mitos calenturientos de la una y grande. Pero sería echar margaritas a los cerdos. Y peor error aun resultaría jugar con ellos a ver quién es más cenutrio, porque eso es lo único que va buscando esta panda de niños de papá metidos a joseantonianos de pitiminí. Aunque es cierto que disponemos de unos cuantos brutos locales que podrían bajarlos hasta Navalcarnero haciendo pucheritos y con el Dodotis a reventar, si hemos aprendido alguna lección de nuestros días de plomo, lo que procede es dejarles embestir contra la pared. No hay desprecio como no hacer aprecio.

Todo lo más, una sonrisa irónica con cara de no sabes cuánto me aburres o, si es el caso, una columna como la presente para que se encabronen al comprobar que no nos los tomamos ni una migajita en serio. Anda que no tenemos el culo pelado de soportar tontos de baba. Con o sin bandera.

Basagoiti, con la caña

Empiezo dejando claro y sin lugar a matices que retirar la tarjeta sanitaria a los inmigrantes sin papeles es una tropelía intolerable que retrata la miseria moral de quien lo ha decidido. Mucho más cuando, mirando las cifras, se descubre que no son los cuatro duros de ahorro real los que han motivado la medida, sino la convicción de que despertaría más simpatías que antipatías. El caldo que se ha ido cociendo a fuego lento durante los últimos años está listo para servirse. La prueba es que Antonio Basagoiti, catedrático de oportunismo político, ha corrido a tomarse la primera taza sin miedo a escaldarse la lengua… ni la saca de votos. Si decidió aventurarse en el Rubicón que supone escribir “primero, los de casa”, catón de la ultraderecha montaraz y malfollá, es porque sabía perfectamente que la media docena de collejas que le iban a caer no le harían ni cosquillas. Lo que buscaba y encontró era el aplauso de una parte creciente de la sociedad —sí, también de la vasca— que sostiene ese discurso cada vez más abiertamente.

¿Y ahora qué hacemos? ¿Miramos al dedo o a la luna? La respuesta de carril es poner pingando al lenguaraz presidente del PP vasco, compararlo con Marine Le Pen para salir guapo y bronceado en los titulares o tildarlo de populista de baja estofa. De acuerdo, me sumo. Es todo eso y mucho más. Pero insisto en que, metido el pie en el charco después de hacer los cálculos correspondientes, al aludido le importa un huevo de gaviota que lo crujan dialécticamente. Él simplemente ha ido a vendimiar unas uvas de la ira que están maduras.

Eso es lo que nos debería preocupar. ¿Por qué ha crecido tanto entre nosotros el sentimiento hostil hacia la inmigración? ¿Por qué lo ha hecho, particularmente, entre la gente de economía más modesta? Mucho ojo con las respuestas, porque si son tan incorrectas como hasta ahora, el río revuelto beneficiará a los pescadores como Basagoiti.

Extrema derecha, pero menos

Déjà vu lo llaman. Desde hace veinte años, en los sesudos análisis y despieces que siguen a cada cita electoral en el estado francés hay un titular que raramente falla: “Preocupante auge de la extrema derecha”. Tal cual se suele enunciar, incluso cuando el Frente Nacional ha perdido respaldo en comparación con convocatorias anteriores o, como ha sido el caso, cuando uno de los pocos datos que han clavado las encuestas es el resultado de la formación liderada por Marine Le Pen. ¿A qué viene sorprenderse y echarse las manos a la cabeza por el cumplimiento de algo que venía telegrafiado? Pura coreografía ensayada que oculta, me temo, muy pocoas ganas de hurgar en el fenómeno. Es más práctico despachar el asunto con cuatro tópicos y un rasgado de vestiduras ritual que meter las narices en un avispero donde la política convencional resultaría bastante malparada.

Al contrario de lo que veo en la mayoría de interpretaciones sobre el asunto, a mi no me provoca el menor escándalo que un 18 por ciento de los ciudadanos vote por una opción tan ideológicamente deleznable. De hecho, me da más miedo el indeterminado porcentaje de individuos de auténtica y genuina extrema derecha que han apoyado a un Sarkozy que cada vez disimula menos. Ahí es donde está el verdadero peligro, porque detrás de esos sufragios sí hay unas convicciones tan rancias como profundas… y con la posibilidad real de transformarse en medidas concretas.

Sin embargo, y por paradójico que pueda parecer, los que en estas dos décadas han inflado el globo de los Le Pen —padre e hija— no son mayoritariamente fascistas y cabezas rapadas de manual. Son, en buena medida, gentes abandonadas a su suerte por los partidos tradicionales y, si hay que concretar más, por los de izquierda, que los han relegado de una patada a la última fila de sus prioridades. Para expresar su cabreo sólo les queda votar lo que quizá jamás habrían votado.