Ocio neoliberal

¿Cómo no habríamos caído en ello? La culpa de las incívicas, insolidarias y reiteradas hasta la náusea grescas alcohólicas de madrugada de los últimos meses es del modelo de ocio neoliberal. Palabra de Arnaldo Otegi, que después de haber hecho sus pinitos como epidemiólogo, salta a un campo que por formación le es más cercano, el de la sociología. Lástima que sea la parda, por no decir directamente la cuñadil, la que se expresa a brochazo limpio a base de consignas más trasnochadas que las propias manifestaciones de violencia etílica alevín a las que estamos asistiendo. Menos da una piedra, esta vez no aplaude a las criaturas que se enfrentan a la Ertzaintza y a las policías locales, pero por aquello del caprino tirando el monte, sí justifica su actitud y pide pelillos a la mar, apelando a los comodines de la precariedad y la falta de perspectivas de futuro. Media docena de malvados con memoria entre los que me cuento sonreímos al evocar al propio Otegi en La pelota vasca de Julio Médem. “El día en que en Lekeitio o en Zubieta se coma en hamburgueserías y se oiga música rock americano y en vez de contemplar los montes se esté en internet, será un mundo tan aburrido que no merecerá la pena”, afirmó en 2003 el ya por entonces líder indiscutible del soberanismo fetén. Ahora sale con lo mismo, añadiendo la sobada alusión al neoliberalismo, como si desde los egipcios para acá los humanos de cualquier parte del globo no se hubieran entregado con denuedo al bebercio intensivo. Incluso, oh sí, en los tiempos de la martxa eta borroka y la juventud alegre y combativa. Menudas cogorzas se agarraban en los gaztetxes.

Torturas: no mirar hacia otro lado

Entre la pandemia y la pereza creciente que nos da mirar hacia atrás se nos está yendo por una esquinita de la actualidad el juicio por el sumario 13/13 que se está celebrando en la siniestra Audiencia Nacional. Se sientan en el banquillo ocho personas acusadas de formar el llamado frente jurídico de ETA. Dos de ellas, Naia Zuriarrain y Saioa Agirre, ofrecieron el martes un relato escalofriante de las torturas que sufrieron en el momento de sus respectivas detenciones. La primera contó que, después de advertirle de que lo pasaría mal si contaba algo, le echaron agua fría por la cabeza y pusieron una bolsa de plástico para dificultarle la respiración. A Agirre le amenazaron con que tras su paso por las dependencias policiales no podría ser madre y la sometieron a diferentes vejaciones sexuales. Todo esto fue denunciado en su momento ante el juez instructor del sumario, Fernando Grande-Marlaska. Fiel a su costumbre, el todavía hoy ministro de Interior miró hacia otro lado.

Desde estas líneas dejo constancia de que doy total credibilidad a los dos testimonios. Por supuesto, condeno sin paliativos los hechos denunciados, muestro mi solidaridad con las dos mujeres que sufrieron semejante trato inhumano, insto a pronunciarse a quienes siempre llevan en la boca la defensa de los derechos más básicos y añado que, hayan pasado los años que hayan pasado, se hace imprescindible una investigación que esclarezca lo sucedido y si se demuestra la veracidad, se imponga a los torturadores la pena que corresponda. Es exactamente lo que hago ante cada vulneración de los Derechos Humanos, independientemente de quien la perpetre. No es tan difícil.

Convivir es más que un verbo

Bajo el inspirador y me consta que nada casual nombre de Udaberri 2024, el pasado viernes se presentó el Plan de Convivencia, Derechos Humanos y Diversidad —con todas esas mayúsculas— para los próximos tres años, incluido este, en la demarcación autonómica. Como conozco y aprecio especialmente a algunas de las personas que están detrás de tan noble propósito, me declaro a favor. Pero como también ellos y ellas me conocen a mi, dan por hecho que mi respaldo será necesariamente crítico y, ya se sabe lo que pasa donde hay confianza, un pelín tocanarices.

En todo caso, empiezo aplaudiendo que por fin hablemos de convivencia no solo en relación a nuestra triste experiencia con la violencia, sino además, en función del factor fundamental que ha cambiado las relaciones entre personas en nuestra sociedad. Efectivamente, me refiero a eso que nombramos para no liarnos demasiado como diversidad. Ojo, que ahí es donde está el quid de la espinosa cuestión. Como fallemos en el diagnóstico, de nada servirán las mejores intenciones, la palabrería pomposa y vacía recién inventada, los beatíficos comités anti rumores o los encuentros, simposios, congresos y jornadas alrededor del asunto, siempre con participantes de parte y una única visión.

¿Ven? Ya he ido un poco más allá de donde me había propuesto llegar. Pero precisamente porque, insisto, quiero que el objetivo se cumpla, no puedo evitar dejar por escrito mi temor a que se esté haciendo un planteamiento de arriba a abajo. Paradójicamente, en nombre del respeto a las minorías —que nadie discute— se obvia, no sé si decir a la mayoría, pero sí a una parte muy importante de la ciudadanía.

Cachorros desatados

Hay pandemias que no se pasan. La de los ataques totalitarios a los señalados como enemigos del pueblo es una de las más resistentes en este trocito del mapa. Es imposible llevar la cuenta de las olas y los rebrotes. Ahora mismo estamos en la enésima andanada de paredes pintarrajeadas con las pedestres amenazas y bravuconadas de siempre. La novedad, si cabe, es que al spray se le ha unido como elemento de atrezzo el depósito de bozales. Y para que no quepan dudas, con firma, e incluso grabación en vídeo para su distribución como gran hazaña en las redes sociales.

Ernai, es decir, las juventudes de Sortu, es el nombre que aparece en la rúbrica. De entrada, es una muestra del sentimiento de impunidad de quien perpetra semejantes comportamientos. En el escalón siguiente está la falta de la menor reprobación por parte de sus mayores. “No estamos de acuerdo con las pintadas”, es todo lo más que ha llegado a salir de labios de algún representante de EH Bildu. Callan hasta los que presumían de llevar limpia la muda ética. Ojalá fuera sorprendente, pero tan solo es la triste constatación de lo que ya sabemos. Los que presentan un cutis más fino frente al fascismo rampante hacen la estatua —si es que no aplauden y jalean ardorosamente— ante las actitudes fascistas de manual de los cachorros de la manada.

Un poco de mesura

Los medios ayusistas (que, en general, también son un poco voxistas) celebraban ayer como un gran triunfo que el remitente de la navaja ensangrentada a la ministra Reyes Maroto fuera una persona con una patología mental. De alguna manera, sentían que tal circunstancia desmentía a la izquierda en sus denuncias de que las graves amenazas a políticos y cargos del PSOE y Unidas Podemos provenían de elementos de la extrema derecha. Como me dijo alguien en Twitter, su alivio se parecía al que sintieron algunos convecinos nuestros cuando se certificó que los atentados del 11-M de 2004 fueron obra de grupos yihadistas.

Más allá de esta alegría en el ultramonte, el episodio debería hacernos reflexionar sobre si hubo una sobreactuación en la denuncia. O, por lo menos, precipitación. No resulta fácil explicar que solo tres horas después de que la noticia corriera como la pólvora y diera lugar a todo tipo de airadas reacciones, la policía aclarase la autoría del envío. Eso, sumado al detalle chusco de que el sobre contenía el nombre completo y la dirección del responsable. Una gota de prudencia habría evitado el espectáculo convertido en bumerán. Vuelvo a escribir como el otro día que las condenas de las amenazas deben obedecer a las convicciones democráticas y no a la búsqueda del rédito electoral.

Cuatro balas a Iglesias

A ver si de esta lo aprendemos para siempre. Enviar un sobre con balas es un acto absolutamente intolerable. Exactamente igual que pintar en las paredes dianas con nombres. O que arengar desde las redes a la borregada contra los enemigos de este o aquel pueblo. Minimizar, justificar o poner en duda la veracidad de tales hechos es situarse entre los antidemócratas sin remisión. O, directamente, entre los fascistas, que como tengo dicho aquí mil veces, con harta frecuencia se presentan como antifascistas.

Vaya descojono, por cierto, que los ultramontanos diestros puestos entre la espada y la pared salgan con el viejo comodín: condenamos todas las violencias. Si no fuera por la descomunal tragedia que hay de fondo, resultaría cómico el parecido más que razonable entre los extremos que no es que se toquen. Se besan con lengua hasta la campanilla porque son, tachán, tachán, el mismo guano con distinto disfraz. Quedan solo un escalón por debajo los tontos del haba —da igual con tres seguidores en Twitter que con diez millones— que sueltan soplapolleces de aluvión sobre la equidistancia. Muy poco se dan cuenta de que sus infantiles tiroliros demagógicos son la proteína que engorda día a día a los abascálidos. Por lo demás, ojalá fuera la dignidad y no el cálculo electoral lo que impulsara las denuncias.

Difícil de entender

El único condenado por la muerte de Iñigo Cabacas no irá a la cárcel. Como ya sabrán, y seguro que les ha sorprendido tanto como a mi, la Audiencia de Bizkaia ha suspendido su pena en atención a dos circunstancias, una jurídica y otra personal. La primera es que fue condenado por un homicidio imprudente, por omisión y no doloso. Dicen los autores de la decisión que eso relativiza la intensidad del comportamiento criminal de cara a una hipotética reincidencia. En cuanto a lo personal, se indica que su estancia en prisión sería especialmente gravosa debido al reciente fallecimiento de su esposa y a que tiene un hijo. Como profano, desconozco si es habitual que se actúe con la misma comprensión con otros condenados. Estaría por jurar que no. Hay algunos casos que parecen indicar justamente lo contrario.

No entraré en si el agente debería pasar en una celda el tiempo que estipula la condena de la propia Audiencia de Bizkaia refrendada por el Supremo. Pero sí trato de buscar un porqué a una resolución que refuerza la idea de la impunidad que ha rodeado todo el proceso. Mi opinión absolutamente personal e intransferible es que tanto el fiscal como sus señorías han podido pensar, junto a otras personas entre las que me encuentro, que el ertzaina acabó cargando con un mochuelo que no era solamente suyo.