No ha sido la sociedad

Que no. Que se pongan como se pongan, esta vez la sociedad no ha sido la culpable. A Lucía y Rafael los han matado —presuntamente, según manda precisar el catecismo— un par de asesinos alevines perfectamente conocidos en el barrio por su amplísimo historial de hazañas delictivas. Exactamente los mismos que ya el viernes estaban en labios de la mayoría de los vecinos. Si la vaina va de buscar responsabilidades más allá de las de los propios criminales, podemos empezar a mirar entre los y las que voluntariamente se han puesto una venda y no han movido un dedo ante la retahíla de atracos, principalmente a personas mayores, cometidos por estas joyas a las que aún hoy se empeñan en proteger y disculpar con las monsergas ramplonas que ni me molestaré en enunciar.

Repitiéndome, diré simplemente que soy incapaz de imaginar qué catadura hay que tener para saltar como un resorte a defender a los autores de semejante acto de barbarie. Tanta compresión hacia los victimarios y ninguna hacia las víctimas, que a la postre acaban siendo las culpables de su propia muerte por haberse cruzado en el camino de unos incomprendidos a los que no se les puede pedir cuentas sobre sus fechorías. En sentido casi literal, por desgracia.

Bien quisiera estar exagerando la nota, que mis dedos tecleasen impelidos solo por la impotencia que me provoca la muerte a palos de quienes perfectamente podrían haber sido mis padres o mis suegros. Pero ustedes, que tienen ojos y oídos como yo, llevan horas leyendo y escuchando idéntico repertorio de pamplinas de aluvión. No nos queda, por lo visto, ni el derecho a lamentarnos en voz alta.

Tantos cómplices

Lo terrible es pensar que aunque no sepamos quiénes asesinaron a golpes y cuchilladas a Lucía y Rafael, si tenemos perfectamente identificados a los innumerables integrantes de su legión de cómplices. Qué impotencia indescriptible, asistir a otro crimen anunciado —doble, con una saña salvaje y con unas víctimas extremadamente vulnerables, para más inri— y no poder siquiera decir por lo bajo que hasta los ciegos de Otxarkoaga lo veían venir, no sea que te aparezca una patrulla de la totalitaria policía del pensamiento ortodoxo a leerte la cartilla.

Ya les dije que me da igual. Hace mucho tiempo que ha llegado el momento de acabar con esa nauseabunda perversión que supone que —¡en nombre del progreso y la justicia!— se aliente, se justifique y se ampare a los vulneradores sistemáticos de los derechos más básicos. Empezando por el de la vida, pero siguiendo por otros tan simples como poder pasear por tu barrio. En este caso y en tantos, un barrio humilde, castigado desde su mismo nacimiento por todo tipo de abusos y atropellos, a ver quién se lo explica a los señoritingos que pontifican sobre los pobres sin distinguirlos de una onza de chocolate.

Debería sobrar la aclaración, pero subrayo que no hablo de razas, etnias, orígenes ni colores de piel. Esos son los comodines de los holgazanes y los beatos. Esto va de comportamientos radicalmente inaceptables al margen de la filiación de quien los cometa. No es tan difícil de comprender. Es verdad que carezco de datos contrastados, pero estoy por apostar que la inmensa mayoría de mis convecinos lo tienen claro. Y creo que también los que deben actuar… ya.

Actos y consecuencias

Un jurista vasco de reconocido prestigio por quien profeso admiración, respeto y cariño me reprocha que me estoy volviendo un radical. Se refiere a mi columna de ayer, que curiosamente escribí con el freno de mano echado y que no envié a publicar sino después de repasarla media docena de veces para evitar que pareciera que me estaba lanzando por el peligroso tobogán de la demagogia facilona. Nada más lejos de mi intención que dar la impresión de que llamaba a las capuchas y las antorchas. Al contrario, mi pretensión, incluso a fuerza de un ejercicio de autocontención franciscana, era y es templar el debate sobre cómo hay que actuar con unos críos que, teniendo un gigantesco historial de tropelías violentas, terminan arramplando con una vida y aun tienen el cuajo de vanagloriarse públicamente de haberlo hecho.

La receta no puede ser, en ningún caso, hacer como que no ha pasado, so pretexto de la martingala que sostiene que no hay que echar gasolina al fuego. ¿Cómo explicar que en esta vaina los genuinos incendiarios son los santurrones que predican desde sus elevados púlpitos que la sociedad es la culpable, salen con el topicazo de las familias desestructuradas o se encaraman a la cansina letanía de la educación en valores? ¡Como si el primero de esos valores no debiera ser tener claro que los actos acarrean consecuencias! Confieso que me resulta imposible entender, salvo como perversión que debería ser inmediatamente tratada, que los mismos que llaman a la necesidad de hacer un esfuerzo por empatizar con los verdugos sean incapaces de mostrar un sentimiento remotamente parecido hacia las víctimas. Y así nos va.

Miremos hacia otro lado

Estamos a diez minutos de que nos anuncien que Ibon Urrengoetxea fue el único culpable de su muerte por cometer la osadía de salir de fiesta y andar a deshoras provocando la ira de unas pobres víctimas de esta perversa sociedad. De momento, ya transitamos por la teoría de la fatalidad —qué infortunio, una mala caída, si es que no somos nada— en combinación con la del hecho aislado, comodín al que se apuntan con denuedo quienes prefieren el autocomplaciente despeje a córner antes que el incómodo reconocimiento de una realidad difícilmente contestable. Y claro, cualquiera que se desvíe un milímetro de la almibarada martingala oficialoide del mecachis en la mar, como me temo que va a ser mi caso, pasa por irresponsable incendiario social, generador de alarma innecesaria, inoportuno tocapelotas y, por resumir, fascista del copón.

Pues si ha de ser así, que sea, y luego, si queremos, mesémonos los cabellos y clamemos al cielo por la epidemia de populismo que nos asola. Tarde escarmentaremos de lo que no se ha querido hacer frente porque siempre es más fácil levantar el mentón y reñir a los ciudadanos o tratarlos de enfermos imaginarios que se quejan de menudencias como tener que pensárselo antes de circular por ciertos lugares.

No abonaré la tesis de la inseguridad desbocada de nuestras calles, porque objetivamente me parece una exageración. Sin embargo, me siento incapaz de negar que de un tiempo a esta parte se han sucedido los suficientes acontecimientos de similares características —por no decir calcadas— como para tomárselos en serio de una puñetera vez. Se me escapa por qué no se ha hecho ya.

El cobarde Rodrigo Lanza

De Ciutat morta recuerdo dos impresiones. La primera, que mantengo, es la existencia de una trama judicial y policial para manipular los hechos que quedó a la vista de todo el mundo en el documental. La segunda, en la que en este instante me reafirmo, es la sospecha de que el tal Rodrigo Lanza fue, efectivamente, el autor material de la pedrada que dejó tetrapléjico a un agente de la Guardia Urbana de Barcelona. O, como poco, sabía quién lo hizo. El mal cuerpo que se me quedó al llegar a los títulos de crédito respondía, de hecho, a la sensación de haber asistido a la impunidad de uniformados torturadores y jueces prevaricadores, pero también a la cobardía de este figura bocachancla que, según lo entendí yo, dejó que un puñado de chavales se comieran un marrón en el que poco —en algún caso, nada— tuvieron que ver. Una de las jóvenes se suicidó, poca broma.

Ahora que el tipo vuelve a ser presunto autor de un hecho criminal, nada menos que un asesinato (o no sé si técnicamente, de momento solo homicidio—, considero ventajista la enmienda a la totalidad del mensaje de la película. Con su gruesa capa de demagogia y lo que se quiera, que a ver si a estas alturas vamos a descubrir el género panfletario, Ciutat morta mostraba y sigue mostrando la sordidez de determinadas alcantarillas del llamado Estado de Derecho. Quizá los retenes de retroprogres de guardia que se han lanzado a disculpar al personaje, cuando no a justificarlo porque su víctima era un ultraderechista casi literalmente con correajes, deberían pararse a pensar en el daño colateral que su defendido le ha acabado haciendo a una buena causa.

Tantas manadas

“¡Mienten como bellacos!”, clamaba entre la ira y la impotencia uno de los abogados de la víctima de la violación grupal de los Sanfermines de 2016, tras escuchar las declaraciones de los acusados. Lo tremendo es que podría ocurrir que los cinco trozos de carne con ojos que atienden por La manada estén convencidos de que dicen la verdad. En la cagarruta que les hace las veces de cerebro no entra la posibilidad de que ninguna mujer se resista a sus colgajos. Su machirulez no contempla ni como opción que una hembra no se les quiera someter. ¿Consentimiento? Los especímenes de su ralea no se paran en tales menudencias. Su divisa es que no necesitan permiso para aliviarse en quienes han venido a este mundo con la única función de satisfacerlos. De hecho, albergan la convicción de que son ellas las que deben quedar agradecidas.

No me ando con remilgos. Para mi sería una gran noticia que les cayera la más alta de las condenas. Por esta y por tantas que no tengo la menor duda de que cometieron antes. Ahí están sus vomitivos guasaps para mostrarnos de qué tipo de ganado hablamos. Y aquí viene la parte más triste de estas líneas: este quinteto de malnacidos no son una excepción. Hay por ahí un sinnúmero de tipejos que practican —en la mayoría de los casos, impunemente— idéntico comportamiento depredador. Por desgracia (o quizá porque nadie les pone coto), son una plaga los garrulos mazados a base de gimnasio y esteroides, con pieles tapizadas de tatuajes fascistas, no pocas veces con profesiones que les dan permiso para tirar de pistola, y toda su capacidad de pensar embutida en unos calzoncillos de licra.