El bochornoso espectáculo de esta semana en el Congreso de los Diputados para refrendar el pasteleo del reparto de los magistrados del Tribunal Constitucional nos ha mostrado el mecanismo de varios sonajeros. Ya escribí sobre la indignidad del “voto con la nariz tapada” o, en el mismo paquete, los díscolos que lo fueron a costa de sus disciplinados compañeros, todos ellos ahora mismo miembros de sus propios grupos a razón de cinco mil pavos al mes más dietas y pluses de pertenencia a comisiones. Pero hay una cuestión que quedó a la vista a cuenta de la patética trapisonda aunque quizá no hayamos reparado demasiado en ella: la de la votación telemática, secreta e individual que se aplicó para este asunto concreto.
Empezaré mostrando mi perplejidad ante el hecho de que los representantes de la soberanía popular no estén obligados absolutamente siempre a votar con luz y taquígrafos. No entiendo que un tipo o una tipa a quien he escogido a través de una papeleta en la que, por cierto, se me han impuesto los nombres, tenga la prerrogativa de ocultarme en qué sentido se pronuncia. Proclamo mi derecho a saber qué se hace con mi voto.
Claro que una vez que eso no es así, lo auténticamente lisérgico es comprobar que en estas votaciones presuntamente personales e intransferibles, los grupos políticos tienen herramientas para conocer la decisión de los culiparlantes. Son métodos de puro comisariado. Resulta que al ejercer el sufragio telemático, los diputados reciben un justificante digital donde consta lo que han votado para que se lo entreguen al responsable de velar por la disciplina. Máximo cinismo.