Grecia, según quién lo cuente

Si no fuera literalmente una tragedia griega, tendría su chiste el contraste entre cómo nos cuentan la vaina los juglares de una u otra obediencia ideológica. Es digno de ver el esfuerzo de los que derrotan por la diestra en elevar el tono de las trompetas del apocalipsis. Además de hablar de caos, colapsos y abismos en cada titular, sumario o entradilla, han llegado a difundir como si fueran de ayer mismo —30 grados en Atenas— fotos de inmensas colas de individuos bien abrigados ante los cajeros. Con gran torpeza, por cierto, pues es público y notorio que tenían imágenes recientes muy parecidas.

Bueno, o no las tenían. Que ahí entran en danza los cronistas del otro lado a negar la existencia de tales filas con argumentos grandiosos como el que le leí a un Píndaro que goza de bastante predicamento entre la progresía. Aseguraba que esas aglomeraciones de las que hablaba el facherío cavernoso eran malvadas intoxicaciones, puesto que el dinero hacía tiempo que se había acabado en los cajeros, tracatrá. Acto seguido añadía, acogiéndose a un relato muy utilizado en su bandería, que la peña estaba de cañas y tapas como bien probaban las terrazas a reventar. Casi mejor que no se enteren Merkel, Lagarde, Draghi, Juncker, Dijsselbloem y demás supertacañones. Un aplauso para esas odas al consumismo de aluvión a cargo de los más anticapitalistas del lugar.

¿En qué quedamos? ¿El pánico se ha apoderado de Grecia, como dicen a estribor, o según el teorema que se propala a babor, el personal se lo está tomando con la filosofía ora estoica, ora hedonista, tan propia del lugar? Escoja cada quien lo que le plazca.

Hasta nunca, Wert

Miren, pues por una vez, les diré que no estuvo tan mal Rajoy al anunciar con nocturnidad y alevosía el cese del siniestro José Ignacio Wert y su sustitución por el gachó que tenía más a mano. Por supuesto que es una desconsideración del quince, amén de la enésima muestra de prepotencia mariana y la medida bastante exacta de la mierda que le importan al tipo los ciudadanos de los que sigue siendo presidente nominal. Pero como eso ya está descontado a fuerza de desparpajuda insistencia —recuerden el nuevo plasmazo para dar cuenta de los cuatro retoques en el PP—, me parece que el triste tuit a deshoras y la nota de prensa monda y lironda son un modo muy adecuado de comunicar la tocata y fuga del peor ministro de Educación, Cultura y Deporte (no sé si me dejo algo) que se recuerda en decenios en territorio hispanistaní. Y miren que los ha habido malos.

Incluso añadiría que hubo pompa de más. A la inmensa mayoría de sus administrados, es decir, de sus damnificados, les habría bastado un ya era hora, un anda y que te den o un ahí te pudras con peineta y butifarra adosadas. Solo como desfogue, claro, porque no queda ni el consuelo de pensar que se lo cepillan por su acreditada ineptitud entreverada de chulería. El individuo se las pira un cuarto de hora antes de que acabe la legislatura, y lo hace por su propio pie para engancharse a otro momio y, de paso, contentar los bajos. Deja, entre otras herencias ponzoñosas, esa cagarruta cósmica llamada LOMCE, también conocida para ensanchamiento de su narcisismo onanista como Ley Wert. Sería una bonita revancha que jamás de los jamases llegara a aplicarse.

Mi perplejidad griega

Además de un tanto imbécil, me siento un defraudador cada vez que en Gabon de Onda Vasca me toca informar sobre Grecia, lo que como imaginarán, ocurre prácticamente todos los días. Sin rubor les reconozco que en no pocas de las ocasiones pío de oído a partir, en primer lugar, de lo que nos transmite nuestra corresponsal comunitaria —¡Tres hurras por Silvia Martínez!— y de las noticias u opiniones que he ido recopilando aquí y allá. Lo terrible es que no coinciden. No digo ya entre fuentes o medios diferentes, algo que sería medianamente comprensible, dado que cada cual cuenta las cosas —no les revelo ningún secreto, ¿verdad?— en función de sus propios intereses. O de los del patrón, vamos. Lo verdaderamente despistante en este caso es que la divergencia se da en la misma cabecera y apenas con una distancia de minutos.

Así, este lunes, lo que a las siete de la tarde era un nuevo fracaso negociador, a las siete y media cambió por una luz de esperanza que antes de las nueve estábamos vendiendo ya como un más que probable acuerdo. Sin querer ser prolijo, en las horas que han transcurrido desde entonces hasta el momento de redactar estas líneas, el posible entendimiento entre los supercatacañones y el gobierno griego ha pasado otra docena de veces por la fase Barrio Sésamo: ahora cerca, ahora lejos, y vuelta a empezar.

Es inútil que escriba cómo está ahora el asunto porque para cuando se publique la columna puede haber cambiado otras veinte veces. Sí comparto con ustedes mi sensación de estar siendo perplejo espectador de una realidad que no es posible contar. Imaginen lo que tiene que ser vivirla.

Sánchez en rojo y gualda

Está dando mucho que hablar el banderón rojigualdo ante el que compareció Pedro Sánchez el otro día. Y ahí tienen la clave para entender la vaina. Se trataba, en primer lugar, de ganarse unos minutos de blablablá en tertulias de aluvión, Twitter y otros espacios de opinión al por mayor o al detalle, como estas mismas líneas.

Una vez comprobado que, a diferencia de las fuerzas nuevas (uy, perdón), el PSOE no coloca una puñetera escoba marcándose el rollete chachiguay y que tampoco sale de pobre vendiendo a su líder como un excitante sexual, alguien decidió que había que probar otra cosa. O en realidad, dos cosas, porque lo de la enseña nacional ciclópea fue conjunta e inseparablemente con la presentación en sociedad de la esposa del secretario general. Al estilo House of cards, dicen algunos con memoria tirando a frágil: el dos en uno de buena física y aparente mejor química lo viene utilizando últimamente Artur Mas y antes lo hizo, sin salir de Ferraz, Rodríguez Zapatero, cuya señora, Sonsoles Espinosa, tiene, por cierto, algo más que un aire a Robin Wright, la protagonista femenina de la serie antes mentada.

¿Hay alguien en la sala que sea capaz de citar alguno de los mensajes espolvoreados por el ya investido candidato socialista a la presidencia del Gobierno español en el acto de marras? Apuesto a que no. Y ni falta que hace, porque lo que se pretendía que captaran las cámaras eran los colores. En primer término, los de la bandera, y en segundo, el del vestido de la compañera de Sánchez. Luego venía el debate (o así) en el que hemos entrado de cabeza. Una estrategia verdaderamente acertada.

¿Qué pasó el domingo? (2)

Me reprochan cierta crudeza y más cinismo de la cuenta en la columna de ayer sobre las movilizaciones del domingo a favor del derecho a decidir. Comprendo perfectamente los motivos de esas críticas que, de alguna manera, tenía amortizadas antes incluso de enviar el texto a los periódicos que lo publican. Confieso con un tanto de rubor que mi primera tentación fue evitar el asunto, y la segunda, subirme a la ola voluntarista que sostiene con la mejor de las intenciones que las decenas de miles de personas que vimos en calles y —algo menos— estadios son asimilables a la mayoría de la sociedad vasca. He leído o escuchado tal interpretación a comentaristas que se dejan llevar más por el entusiasmo que por los hechos, y también a políticos de diferentes partidos. ¿Porque era lo que sentían o porque era el discurso que tocaba? Allá cada cual.

En todo caso, y más allá de las lecturas a posteriori, no creo que nadie pueda declararse sorprendido de que, aun con la nutrida asistencia que innegablemente registró, el acto no alcanzara la magnitud suficiente para marcar un antes y un después. Pura cuestión —anda que no habré escrito veces de ello— de ausencia de temperatura social.

Ahí es donde quienes se declaran partidarios de lo que se reivindicó el otro día tienen que hablar. Y hablar no es arrojarse mutuamente a la cabeza las razones del enfriamiento, sino plantear con total sinceridad si se está en disposición de tejer (o zurcir) las complicidades necesarias para alcanzar el punto de ebullición. Tan básico, tan pedestre, pero a la vez, tan complicado como eso. De ello depende que esté en nuestra mano.

¿Qué pasó el domingo?

Todo es según el ángulo de la fotografía y el entusiasmo en la narrativa. El mismo acto puede ser un fracaso descomunal o un éxito sin precedentes en función del titular y la imagen que lo acompaña. Entre las impías calvas de las gradas y una panorámica abigarrada de cabezas y telas al viento debe de estar lo más parecido a la verdad. Otra cosa es que interese contarla. O, qué caray, que se sea capaz de verla, porque al final, los ojos son un apéndice del corazón, que cada vez tolera peor las frustraciones. Créanme que en muchos de los grandes engaños no hay intención de darla con queso sino incompetencia para percibir la realidad. Llámenlo ceguera del alma y quizá lo disculpen.

Y ya, apeándome del lirismo, ¿con qué lectura sobre lo que ocurrió el domingo en cinco capitales de Euskal Herria hemos de quedarnos? Tienen para escoger la versión de la épica multitudinaria que avanza un mañana inminente plagado de urnas en las que decidir lo que seremos o la interpretación pinchaglobos que reduce la movilización al clásico de los cuatro y el tambor. Claro que si prefieren salirse de lo maniqueo, lo binario y lo trillado, pueden huir de la disyuntiva entre el triunfo y el fiasco, y plantearse si las mareas de color salmón han cubierto su objetivo.

Ahí, de nuevo, les cabe la opción de hacerse trampas o no. Piensen si se trataba de abrir un camino imparable para cambiar el estado actual de las cosas o si, siguiendo la estela de lo que ya se vivió el año pasado, el fin era fijar en el calendario una nueva tradición festivo-reivindicativa para soltar adrenalina patriótica y que siga sin pasar nada de nada.

Adios, problema de vivienda

35 años y chopecientos intentos después, la demarcación autonómica de Baskonia tiene Ley de Vivienda. Albriciémonos por la buena nueva que de aquí a un rato corto se traducirá en que cada quien (se dice que incluso también cada cual) que lo precise tendrá un techo bajo el que guarecerse. De acuerdo con los que han alumbrado el prodigio legislativo, será suficiente solicitarlo para recibir satisfacción inmediata. La autoridad no tendrá bemoles a llamarse andanas, porque el gran hallazgo de esta delicatesse normativa consiste en que disponer de una casa (en fino, solución habitacional) deja de ser una bella proclama utópica para convertirse en cuestión, ahí es nada, exigible ante los tribunales. Aunque la lógica y la intuición aconsejarían que tal cosa se llamase derecho objetivo, en tanto que sería reconocible en función de unos requisitos establecidos, lo cierto es que se denomina justamente al revés: subjetivo. En realidad, es una gran confesión de parte, porque al final, como siempre, la concesión de la gracia va a depender de la subjetividad, cuando no arbitrariedad, de los fulanos que revisan la documentación presentada.

Se estarán imaginando que todo esto saldrá por un pico, y resulta que no. Según los cálculos que recogen los papeles, no va más allá de 80 millones de euros al año. Es una minucia comparado con lo que se dedica a Sanidad o Educación. Si tan barato era resolver el problema de la vivienda, cae por su propio peso preguntar por qué no se ha hecho mucho antes. Ahí es donde aparece el realismo a aclarar que con esa cantidad no llega ni para empezar. Y los proponentes lo saben.