Me estoy acordado mucho estos días de un amigo que queriendo convencerme de las bondades del entonces recién nacido Twitter, remató su alegato más o menos así: “Y lo mejor es que cualquier cosa que hayas escrito desaparece automáticamente al de una semana”. Desconozco de dónde había sacado tal idea —que no fue, ni mucho menos, la que me inclinó a hacerme adepto de la secta del pajarito azul—, pero hoy está claro que no era verdad ni por aproximación. En los infinitos anales cibernéticos queda constancia de cada una de las melonadas que hemos ido evacuando desde que nos abrimos la cuenta. También de las frases ingeniosas, pero aparte de que en la mayoría de los casos son excepcionales, en esas no va a reparar nadie. Las que buscan los espeleólogos de pozo séptico son únicamente las susceptibles de ser utilizadas en contra de cualquier mengano que acabe de adquirir relevancia, y no hay que dar ejemplos, ¿verdad?
La cuestión es que estos rastreadores de pasados digitales ajenos han tocado pelo. Están consiguiendo que muchos personajes públicos de nuevo cuño —y, por si acaso, otros que ni lo son ni lo serán— hayan emprendido el frenético borrado selectivo o total de tuits.
Asistiendo con creciente perplejidad a esta neurosis preventiva, me pregunto qué he de hacer yo con las más de 32.300 piadas que registra mi contador. Aunque tengo la convicción (o quizá es que quiera tenerla) de que ninguna me incriminaría gravemente, sin necesidad de echar un vistazo, sé positivamente que muchísimas de ellas me harían pasar gran vergüenza. Pero ahí se van a quedar porque el memo que las aventó sigo siendo yo.