A Aznar le hubiera gustado la Cantata

Jueves 27 de junio de 2019

No, no me refiero a José María Aznar ni a su abuelo Manuel Aznar, sino a Santiago Aznar, primer consejero de Industria del Gobierno Vasco y concejal del ayuntamiento de Bilbao al que el Gobierno Vasco le encargó, en junio de 1937, junto a Leizaola y Astigarrabia, permanecer en Bilbao hasta la caída de la Villa. Lo que los franquistas llamaban La Liberación de Bilbao. Aguirre en 1956 en su mensaje de descargo dijo que no había que olvidarles.

Por eso hubiera estado feliz viendo, cuarenta años después de su fallecimiento en 1979 en Caracas que el Arriaga en pie aplaudía a rabiar este miércoles pasado la obra del compositor Luis de Pablos que dedicaba su Cantata a recordar aquella tragedia bajo el epígrafe de LA CAIDA DE BILBAO.

La historia es ésta:

El Ayuntamiento de Bilbao, con el Alcalde Juan Mari Aburto a la cabeza, encargó en el 2017 al compositor bilbaíno Luis de Pablo la realización de una obra musical, con motivo del 80 aniversario de la caída de Bilbao a manos de las tropas franquistas.

El compositor, nacido en Bilbao, de 89 años y con más de 200 obras escritas, ha vivido gran parte de su vida fuera de Bilbao pero tiene una gran vinculación sentimental con la Villa. Por ello fue nombrado Ilustre Bilbaíno en el año 2010.

Esta composición será una obra musical en contra de los horrores de la guerra, una oda a la esperanza y un enérgico NO a la guerra. Luis de Pablo sufrió en sus propias carnes la crudeza de la guerra, al perder a su padre y a su hermano en ella.

Para el Alcalde de Bilbao, Juan Mari Aburto, el encargo de esta composición es «una gran ocasión de reconocer la grandeza de este artista bilbaíno, siendo sin duda el compositor más destacado de la vanguardia musical, que siempre ha llevado el nombre de Bilbao por todo el Mundo». Maestro incansable, a partir de ahora a este gran legado habrá que añadir también la composición que realice sobre la ciudad de Bilbao. Y como bien dice Luis «no se puede hablar de la música, la música hay que escucharla» y pronto tendremos la ocasión de escuchar esta nueva obra suya.

En uno de sus pasajes el tenor canta lo dicho por Azaña al finalizar la guerra civil cuando pidió, con uno de sus mejores discursos, Paz, Piedad y Perdón.

Estuve con María Esther, nieta de Santiago Aznar y con mucha gente conocida. Ha sido una muy buena idea. Ojalá con hechos históricos cada año se estrenara algo parecido destinado a evitar que estos hitos no se disuelvan en la nada.

3 comentarios en «A Aznar le hubiera gustado la Cantata»

  1. El pasado está ahí, para todos.
    También para Luis de Pablos y para su producción.

    Aquí un enlace a un trabajo que habla sobre la creación musical en la España de los años 60, lo que incluye a Luis de Pablos, también a su trabajo para el «Concierto de los XXV Años de Paz» con el que el régimen franquista quiso celebrar el primer cuarto de siglo de vida del Régimen:

    – La música contemporánea en España durante los años 60 (y 2)
    Xoán M. Carreira
    martes, 6 de julio de 2004
    https://www.mundoclasico.com/articulo/6282/La-música-contemporánea-en-España-durante-los-años-60-y-2

    Salud y saludos

  2. Como no he localizado ninguna interprétation de «Testimonio», la obra con la que Luis de Pablo colaboro en la celebración musical de aquellos fastos del Régimen, incluyo un video con una entrevista al compositor:
    https://m.youtube.com/watch?v=wSH9dKXoJiU

    De Luis de Pablo, hijo del tiempo que le ha tocado vivir, nos queda su obra, que es lo que importa musicalmente.

  3. Algo más sobre aquel «Concierto de los XXV años de Paz» de 1964:
    «…
    ¿Se han imaginado alguna vez a Francisco Franco, caudillo de España por la Gracia de Dios, asistiendo a alguna actividad cultural de vanguardia? «Pues sí, claro», me contestarán, «es una cosa en la que pensamos habitualmente, justo después de recoger a los niños del cole, pero antes de ver el partido de la Champions». Muy bien, pues vuélvanlo a hacer. Imagínense a Franco, qué sé yo, viendo una proyección de Los 400 Golpes de Truffaut; o deteniéndose a mirar el Lavender Mist de Jackson Pollock. Visualicen su, ejem, egregia figura sentada en la butaca de una sala de conciertos, escuchando una pieza de música experimental. A lo mejor una obra de Olivier Messiaen repleta de disonancias; quizás una composición de Karlheinz Stockhausen construida en los preceptos del serialismo más atonal. Imagínenle allí, mientras el aire se llena de instrumentos electroacústicos y armonías avanzadas, moviendo el bigotillo en un rictus de incredulidad y preguntándose: «¿Pero qué cojones es esto?»

    Cuesta creer, ¿verdad? Pues sí, efectivamente, cuesta creer porque tal cosa nunca sucedió —que se sepa—. Los que sí asistieron a un concierto de música de vanguardia fueron Carmen Polo y el ministro de Información y Turismo Manuel Fraga. Un concierto financiado y promovido por el Gobierno franquista que conmemoraba, nada más y nada menos, que el veinticinco aniversario del fin de la Guerra Civil.

    ¿Y cómo es posible que un país a priori dominado por el folclorismo apostase, como declaración estatal, por la música de vanguardia? Bueno, pues parece ser que los americanos tuvieron algo que ver.

    Sí, más o menos como esto, pero sin radiación ni Meyba.

    La CIA y la Guerra Fría cultural

    La CIA y la Guerra Fría cultural. No, no he escrito esta frase dos veces porque me guste mucho el concepto —que también—; es que es el título del famosísimo libro que la periodista británica Frances Stonor Saunders publicó en 2000 y que revelaba al público un brazo supuestamente oculto de la agencia de espionaje más importante de Occidente. Como imaginarán, estando la CIA de por medio, los teóricos de la conspiración se vistieron con sus más elegantes sombreros de papel de aluminio para apropiarse de las páginas de Stonor Saunders. A su vez, los defensores de la oficialidad pensaron que la cosa no sería mucho más que la colección de proclamas enloquecidas propias una escritora izquierdosa. Lo que se encontraron ambas partes fue un preciso y meticuloso tochazo de más de quinientas páginas.

    El libro de Stonor Saunders desgrana las posibles causas políticas que estuvieron detrás del explosivo auge del arte moderno que conquistó el mundo tras la Segunda Guerra Mundial. Bueno, conquistar, lo que conquistó fue el mundo occidental, porque tras el telón de acero, lo que se llevaba —léase: lo único que el politburó soviético permitía— era el denominado realismo socialista. O sea, pinturas y esculturas figurativas de bravos combatientes/mecánicos/agricultores en épicas actitudes de avance y sostenimiento del paraíso comunista. Todo lo demás era arte degenerado por la infecta podredumbre del capitalismo.

    Arte socialista del bueno en Praga. Foto: Miroslav Vopata (CC)
    Vamos, que el realismo socialista no dejaba de ser un instrumento de propaganda. De hecho, las obras del estalinismo y el maoísmo no se diferencian demasiado de las hercúleas Rosies the riveters que Norman Rockwell o J. Howard Miller pintaron en los años cuarenta, ni por supuesto de los carteles de propaganda militar que poblaron las ciudades de todo el mundo durante la guerra.

    Entonces, si en Occidente existía una tradición figurativa —propagandística o no— tan fuerte como la soviética, ¿cómo es que, a partir de los cincuenta, la abstracción inundó todo como un maremoto? ¿Qué pasó con Edward Hopper? ¿Por qué casi nadie se acuerda de las primeras pinturas figurativas de Mark Rothko o Jackson Pollock? Bueno, según Stonor Saunders por la misma razón por la que existió el realismo socialista: propaganda. La cosa es que, como en el supuesto mundo libre no podía oficializarse una propaganda institucional manifiesta, los negocios se llevaron por la puerta de atrás.

    De alguna manera, la guerra fría no fue solo un enfrentamiento subterráneo combatido en los terrenos de la política, el espionaje y el contraespionaje, sino que fue una contienda que se lidió en todos los fragmentos de la sociedad. Incluidas la cultura y el arte. Según la tesis de la periodista británica, la CIA, aparte de defenderse contra el KGB, financiar golpes militares y subvencionar actuaciones de dudoso cimiento moral como la Operación Gladio, también infiltró a sus agentes en los estamentos culturales —públicos y privados— de Estados Unidos y la Europa Occidental. Se trataba de oponerse al bloque soviético en todos los frentes. Así, si los rusos producían pintura y escultura realista, la CIA pondría un buen dinero, de forma más o menos indirecta, para que la revista Life escribiese un extenso reportaje y llevase a su portada de agosto de 1949 a Jackson Pollock. Un Jackson Pollock que era un perfecto desconocido para el gran público y cuya amistad con Peggy Guggenheim posiblemente también estuviese subvencionada por la Agencia.

    Cape Cod Morning, de Edward Hopper y Number 1, Lavender Mist, de Jackson Pollock. Ambas de 1950. Fotos: Cliff (CC)
    Y así con todo: agentes artísticos, marchantes, galerías, museos, revistas, periódicos, agregados culturales, secretariados y ministerios. Todos recibieron «incentivos» para que el arte oficial de Occidente fuese lo más distinto posible al soviético. Incluso la música, disciplina artística sin equivalencia directa con el realismo o la figuración plástica, también acabó sirviendo de línea de batalla contra el oso ruso. Frente las feroces sinfonías de Shostakovich, los delicados poemas sinfónicos de Prokofiev y los trepidantes ballets folcloristas de Khatchaturian, Occidente contraatacó con la Escuela de Darmstadt. Lo cual fue un poco putada porque no es que los pobres compositores soviéticos necesitaran ser atacados desde fuera, que ya tenían bastante con las hostias que les daban en casa. Vamos, que a ellos también les molaba eso de la experimentación y la vanguardia musical; lo malo es que, en cuanto movían un poquito la patita y metían un par de disonancias o un párrafo más o menos atonal, recibían una sonora colleja soviética en sus degeneradas nucas. En realidad, lo que recibían era una reprimenda oficial y la obligación de componer una nueva obra al gusto del politburó, so pena de ostracismo e incluso deportación. Y esto, sinceramente, no tiene ninguna gracia.

    Sea como fuere, en 1946 tuvo lugar el primero de los cursos de verano de Darmstadt. En la localidad alemana se reunió la flor, la nata, la guinda y hasta el envoltorio chocolateado de la cultura musical de Occidente. Que si un día daba un curso Messiaen, que si el otro charlaba Schönberg, que si el tercero Varèse. Y ya a partir de los cincuenta comenzaron a publicarse e interpretarse obras de los propios alumnos. Gente destinada a perfilar la silueta musical del mundo: Stockhausen, Luigi Nono, Pierre Boulez o Iannis Xenakis, entre otros. Y eso es precisamente lo que sostiene Florence Stonor Saunders, que si estos compositores estaban destinados a dominar el mundo de la música culta fue porque, en efecto, la CIA soltó la pasta para ponerlos bien enfiladitos hacia su destino. Que sin la exposición pública y la connivencia institucional para programar sus obras y sus investigaciones en todos los conservatorios, festivales y auditorios del mundo occidental, el perfil de la música contemporánea podría haber sido otro bien distinto.

    Karlheinz Stockhausen impartiendo clase en Darmstadt en 1957. Foto: Rolf Unterberg (CC)
    Es razonablemente sano, y hasta loable, discrepar de la periodista británica; no en vano, su conclusión niega prácticamente toda la capacidad de unos artistas cuya creatividad, aptitud investigativa y talento están fuera de toda duda. Con todo, el libro de Stonor Saunders cosechó un éxito notable, llegó a ser best seller del New York Times y, entre las múltiples reseñas de las que fue objeto, cabría señalar una por su especial relevancia: la que escribió Thomas M. Troy Jr. para la propia CIA. Pueden leer la reseña de Troy en este enlace, pero si el inglés no es su fuerte les adelanto que la crítica, aunque señala posibles errores y desinformaciones del texto, no es un desmentido exhaustivo ni es excesivamente beligerante. Parecería que la cosa no fuera ellos, vamos.

    ¿Y qué tiene que ver todo este rollo con Manuel Fraga, Carmen Polo y la España franquista? Bueno, para intentar atar los cabos, viajemos en un 600 con condensador de fluzo hasta una fecha concreta: el 16 de Junio de 1964.

    El Concierto de la Paz

    Son las once de la noche del 16 de junio de 1964. En el auditorio del Ministerio de Información y Turismo se han congregado un millar de espectadores. Sobre el escenario se sienta la Orquesta Nacional de España y el Orfeón Donostiarra dirigidos por Rafael Frühbek de Burgos. En los palcos asisten atentos —bueno, suponemos que atentos— el ministro Manuel Fraga Iribarne, Carmen Polo en representación de Franco, al que parece ser que la cultura le interesaba lo mismo que la política, los príncipes Juan Carlos de Borbón y Sofía de Grecia, y un grupo bastante nutrido de personalidades oficiales. Además, el concierto va a ser retransmitido en directo por Radio Televisión Española y la cadena SER.

    Las luces se atenúan y Frühbeck de Burgos alza la batuta. Cuando la baja, Juan Carlos y Sofía, Carmen Polo, Fraga, los mil espectadores y más de un millón de familias españolas en sus casas escuchan esto:

    No hagan caso de la fecha que pone en el video, que la composición es de 1964.

    Se trata de Secuencias, obra compuesta por Cristóbal Halffter expresamente para el evento y que, en palabras, del propio autor «[parte] del ruido sin organización rítmica alguna, para, al mismo tiempo de ir incorporando a la obra un ritmo preciso, ir transformando ese ruido en las diversas sonoridades que el conjunto instrumental de un orquesta me ofrece». Junto a la composición de Halffter, también se estrena Testimonio de Luis de Pablo, así como dos obras algo menos cercanas a la vanguardia: Cueva de Nerja de Ángel Arteaga, que había ganado el Premio Internacional de Composición organizado por el ministerio, y Visión Profética, del Padre Miguel Alonso. Completaban el programa fragmentos de La Atlántida de Manuel de Falla y el Concierto de Aranjuez de Joaquín Rodrigo, piezas decididamente más tradicionales.

    Si atendemos a las críticas que se publicaron en los días venideros, el concierto fue todo un éxito. «[…] las obras oídas son de interés extraordinario», escribía el musicólogo Federico Sopeña en el ABC. «Luis de Pablo ha logrado con Testimonio su más importante composición orquestal», decía Fernando Ruiz Coca en El Alcázar. «España se ha vestido de gala para asistir al concierto. En la última de las aldeas, perdidas en el valle, no huele esta noche a establo y a tomillo. Huele a noche de concierto, y los oboes salmodian con la amplia sonrisa de nuestras damas. ¡Bendita televisión de esta bendita España que goza de la paz de Dios!», exclamaba gozosamente gozoso el influyente Diego Belalcazar desde las páginas de Ya.

    Sin embargo, la respuesta no había sido tan unánimemente gozosa como nos parecen decir estas críticas semioficiales —y sin el semi—. Un ciudadano anónimo escribía este texto al ministerio: «Soy un poeta y compositor por la gracia de Dios, […] El mundo pasa por unos momentos de un peligro mayor que el de una guerra,[…] La culpa de ese peligro está en la música llamada moderna que tiene la culpa del gamberrismo que existe en el mundo, […] Señor Secretario, ese concierto fue algo tan malo que daba la sensación de que era una orquesta de gamberros o de locos que se habían escapado de un manicomio». Enternecedor, ¿verdad? Pues no era cosa exclusiva del pueblo llano; el músico Óscar Esplá, a la sazón presidente de la Sección Española y miembro del Jurado Internacional de la Sociedad Internacional de Música Contemporánea consideraba que la música de vanguardia era «contra natura […] tan aberrante en la música como en el terreno biológico lo es la inversión sexual».

    Entonces, ¿por qué esas encendidas críticas positivas desde los medios afines al Gobierno (o sea, todos)? ¿Por qué el ministerio encargó obras a compositores treintañeros cuya exploración era eminentemente vanguardista? Pues, sencillamente, porque el concierto formaba parte de la operación propagandística más importante que se produjo durante la dictadura de Franco.

    Manuel Fraga, Carmen Polo y Francisco Franco asistiendo a una ceremonia más acorde con los gustos del dictador (DP)
    El 64 marcaba el veinticinco aniversario del fin de la Guerra Civil, y el Ministerio de Información y Turismo quería conmemorarlo desmarcándose precisamente de la propia guerra. La consigna era la Paz (con mayúscula). Ni la victoria ni el alzamiento. La Paz.

    Así, en una operación cosmética sin precedentes, se realizó una exposición de carteles denominada España en Paz, a la que siguió un libro llamado Viva la Paz, a la que continúo una circunvalación nombrada Avenida de la Paz, a la que prosiguió un hospital bautizado como Hospital de la Paz. Y todo ello se cerró con un concierto: el Concierto de la Paz.

    Y como el precepto ministerial era desmarcarse de la guerra, los músicos elegidos para componer las obras del concierto no deberían tener nada que ver con ella. Es más, deberían haber realizado la mayor parte de su obra después del 39. Y así fue; los cuatro músicos escogidos eran menores de cuarenta años. Para ellos, la guerra solo era un recuerdo infantil. Pero había otra consigna, en este caso musical: las composiciones debían ser no programáticas. Debía ser música abstracta, música pura. Sin ninguna metáfora figurativa. Sin ninguna referencia a la realidad. Como decía Ruiz de Coca en su reseña: «Su ambición la ponen en superar la época de la música nacionalista, que, en el concierto mundial, nos relegaba al amable rincón de las curiosidades pintorescas». En definitiva, que la música debía tener que ver lo menos posible con España.

    ¿Y dónde encaja la CIA? Pues no hace falta ser Iker Jiménez para unir las piezas. Si el Pacto de Madrid del 53 había reiniciado las relaciones con Estados Unidos por la posición estratégica de España, esa posición no era solo militarmente estratégica, sino que iba a serlo en todos lo ámbitos. Y más después de la admisión de España como miembro de las Naciones Unidas en el 55. De esta manera, el Concierto de la Paz tenía que ver con la orientación que Fraga había querido dar a su etapa al frente del ministerio. Se trataba de desprenderse del aroma nacionalista naftalínico de la autarquía y acercarse lo máximo posible a la modernidad occidental. Como Manolo Morán en Bienvenido Mr. Marshall, España iba a demostrar que era la mejor amiga de Estados Unidos, aunque no entrase en el Plan Marshall.

    ¿O quizá sí que entró? De hecho, el propio Luis de Pablo había sido alumno de los cursos de Darmstadt en 1959 y Halffter sería ponente de las mismas conferencias en 1970. Sí, las que, según Frances Stonor Saunders, fueron financiadas por la CIA. ¿Hubo dinero de los contribuyentes estadounidenses, directa o indirectamente, en el Concierto de la Paz? ¿Lo hubo en la actuación de los Beatles en la plaza de toros de Las Ventas en el 65? ¿Y en los ladrillos de los hoteles que poblaron la costa mediterránea en el desarrollismo, que comenzó precisamente en 1964? Al fin y al cabo, Manuel Fraga era ministro de Información (o sea, censura) y Turismo (o sea, turismo). ¿O fue todo producto del natural discurrir de la geopolítica global? Dicho lo cual, ¿qué es exactamente el natural discurrir de la geopolítica global?

    Pues qué quieren que les diga, leído así, suena a marcianada conspiranoica propia de un Cuarto Milenio. Sí, suena raro. Pero vamos, tan raro como que una dictadura decidiese que su música oficial pertenecería a la más rabiosa vanguardia cuando, hasta ese momento, había sido esencialmente tradicionalista. Y tan raro como ver a un ministro en Meyba bañándose entre aguas almerienses supuestamente radioactivas.
    …»

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