Ploff

He visto a más de un ciclista palmar la etapa por levantar los brazos un cuarto de segundo antes de cruzar la línea de meta. Esperaré, pues, hasta después de la última campanada para tatuarme en las paredes del alma que yo sobreviví a 2012. Parecerá un raquítico balance, lo sé, pero es más de lo que muchos pueden decir. Este año cabrón ha sembrado de cadáveres literales o figurados las cunetas del calendario. En el sálvese quien pueda y la desesperada huida hacia adelante, apenas hemos tenido tiempo para un mal responso y un mecagoentodo por los que perdían pie y perecían en la estampida. Ya lo pagaremos mañana cuando también a nosotros nos alcance el destino o, si tenemos suerte y lo burlamos, cuando se nos aparezcan en tropel las ánimas de los prójimos que se han quedado en el camino. Mientras tanto, hay que seguir corriendo con la conciencia y el culo bien prietos, no vaya a ser —perdonen la insistencia ceniza aunque no descabellada— que seamos los siguientes.

¿Pero correr hacia dónde? Esa es otra, que digan lo que digan los creativos del hiperglucémico anuncio de los embutidos o los vivales que venden crecepelos milagrosos, ni Dios en persona parece saber dónde está la salida… en el dudoso caso de que haya una. Habrá que elegir (y seguramente equivocarnos) entre seguir a nuestro olfato o a cualquiera de las decenas de flautistas de Hamelín dispuestos a amenizarnos la excursión al despeñadero con sus dulces tiroliros tan alternativos y chipendilerendis como irrealizables. Si se decantan por esta opción, verán qué estampa más bucólica cuando los simpáticos guías se detengan al borde del precipicio para contemplar, sin dejar de tocar, cómo ruedan hasta el fondo los cándidos corderos que se han dejado conducir hasta allí. La otra, la del buscarse la vida por libre y ver por dónde sale el sol, tampoco parece que tenga un final mejor. ¿Y entonces? Eso es lo que quisiera saber yo.

Basagoiti entre líneas

Cuando el diablo se aburre, mata moscas con el rabo. A Antonio Basagoiti, sin embargo, le da por sacarse de la sobaquera polémicas artificiales a ver quién pica. Y sí, lo reconozco: salvo error u omisión, soy el primer panchito que se ha tragado el anzuelo en la de más reciente creación. Vaya en mi descargo que andaba necesitado de material para el tecleo y que siento una atracción fatal e incontrolable por las paridas. Miren que pensaba que tenía cubierto el cupo de esta semana con la revelación de que el Reino Unido dispone de un plan de contingencia ante una posible invasión zombie. Pues no, tuvo que venir el presidente del PP vasco a empujarme al borde de la sobredosis con un estrambótico melón para abrir: ¿debe vivir el lehendakari en Ajuria Enea? Confiesen que en la cena de nochebuena no hablaron de otra cosa.

Siete párrafos de vellón le dedica en su blog a tan candente asunto, arrancando con un titular de los que atrapa al lector sin contemplaciones: “Lo importante no es si Ajuria Enea es cómoda”. Resulta curioso que lo diga él, que tiene tantas posibilidades de instalarse allí como servidor de mudarse a Beverly Hills. Y también tiene su cosa que el teorema no sea de aplicación a todos los lehendakaris sino, vaya por Dios, al que acaba de ser investido. Si no imaginan por qué, piensen en algo de tres letras o, directamente, lean la argumentación: “Hace un año que ETA aseguró que nunca más volvería a atentar, y transcurrido este tiempo no parece que sea esencial residir en Ajuria Enea por motivos de seguridad”. O sea, que según interese, ETA sigue siendo el problema o ha dejado de serlo; vaya, vaya.

Me anoto esa frase para recordársela cuando mañana o pasado sostenga exactamente lo contrario. Aunque únicamente haya sido para llevar el agua a su molino en un debate de usar y tirar al que no merece la pena entrar, Basagoiti ha reconocido por fin lo que no se cansa de negar.

Gente que sí

Somos siete mil millones sobre esta pelota mediana que llaman planeta Tierra, pero en el decalaje final, todos resultamos reducibles a una de las dos categorías que estableció Rogelio Botanz en una canción que es mucho más que cuatro minutos de letra y música. Los filósofos que caen Selectividad gastaron miles de cuartillas para tratar de explicar lo que el legazpiarra que se nos bajó a las islas mágicas resume en un par de versos: “Hay gente que sí y gente que no; gente que tú ves que sí y gente, mi hermano, que no”. La división es tan simple, tan primaria, tan intuitiva, tan básica, que no requiere de mayores apostillas para comprenderla y certificarla. Basta mirar alrededor —mejor sin prejuicios— para determinar con escaso margen de error quiénes son de los que sí y quiénes de los que no.

Realizado el ejercicio, no es ninguna sorpresa comprobar que los segundos ganan por abrumadora goleada a los primeros. Son más y, por si fuera poco, tienen la entrenadísima habilidad de hacerse notar muy por encima del resto. Por eso son los del no los que prácticamente monopolizan los titulares, los trending topics y las conversaciones de barra de bar o junto a la máquina de café. Sin ir más lejos, nueve décimas partes de las más de quinientas columnas que llevo escritas en estas páginas han estado dedicadas por activa o por pasiva a la gente que no.

Seguirá siendo así, sospecho, pero me gustaría que por lo menos la de hoy levantara acta de la existencia del otro tipo de personas, las que que, a pesar de todo, se mantienen el sí. Me gustaría poner un nombre, pero ni siquiera sé cómo se llama la mujer que inspiró estas líneas. Estaba delante de mi en la cola de súper. Compró un paquete de arroz, otro de lentejas y tres latas de atún. No parecía que le llegase para mucho más. Al salir, entregó todo discretamente a los voluntarios del Banco de alimentos de la entrada. Sin duda, es de las que sí.

Me lo perdí

Por primera vez en ni sé los años, no vi en directo la charla borbónica de estasfechastanentrañables. Acababa de sintonizar la Uno de Televisión Española (ya dije que es la única en la que de verdad se pueden apreciar todos los taninos rancios que exhala el mensaje), y el ring de mi teléfono le ganó la partida al chuntachunta. Hacía como mil o dos mil lunas que no hablaba con la encantadora persona que llamaba en tan peculiar momento, así que ni lo dudé. Curiosidades de la vida o tal vez no, colgamos en el preciso instante en que el sucesor de Franco a título de rey cerraba su siempre pastosa boca y el realizador fundía su imagen con la de la choza en la que vive como preámbulo a la clásica programación intelectual que cascan las teles, públicas o no, el 24 de diciembre por la noche.

Con la salvedad de una miradita en diagonal a Twitter, donde llegué a apostar que el discurso del año que viene lo daría otro, fui capaz de sentarme a cenar en la ignorancia de las monárquicas palabras. Tampoco me acordé de ellas, la verdad, durante la sobremesa surtida de peladillas, turrón de chocolate de marca blanca y todo lo demás contraindicado para mi colesterol. Luego, claro, había que irse a la cama, no fuera que Olentzero viera luz y pasara de largo. Unas horas más tarde, mientras el peque —el auténtico monarca, no nos engañemos— rasgaba papeles y disimulaba la decepción al encontrarse con un pijama o un paraguas, seguía sin parecer el mejor momento. Lo mismo, cuando tocó hacer el tour de abuelos, cuñados y amigos cercanos a ver qué había caído en sus casas.

Total, que hasta el telediario de las tres, banda sonora ambiental de la comida de sobras de ayer, no volvió a mi mente la homilía juancarluda. En cuádruple genuflexión, la voz en off gorgojeó tras la sintonía: “Su majestad el rey reivindica la política con mayúsculas para superar la crisis”. Y a partir de ahí, francamente, dejé de escuchar.

Surio, gesto final

Un año más, el discurso de nochebuena del rey español en ETB. Dicen que es el último servicio a la causa del fiel aguador Gunga Din, también conocido como Alberto Surio. Sé que va a parecer sorprendente, pero le presento mis respetos. Es admirable su determinación de morir con las botas puestas defendiendo los principios y los valores por los que le invistieron capataz de Txorilandia. No hay un solo pero que ponerle a su argumentación para volver a atizarnos la parrapla del paquidermicida: coherencia. Si ahora no lo hiciera, estaría reconociendo que no debió hacerlo en todas las demás ocasiones. Parecería, incluso, que estaría pidiendo perdón o buscándose el favor de los que repartan los azucarillos en lo sucesivo. Lejos de ello, como los legionarios que saludaban al César antes de ir a dejarse desollar, ha dado un paso al frente y, sin que nadie se lo pidiera ni se lo vaya a agradecer, se ha colocado en el paredón.

Por sorteo o meritoriaje, me tocaría un puesto en el pelotón de fusilamiento dialéctico, pero renuncio ante el lirismo casi enternecedor que encierra el gesto de Surio. Entiéndaseme, no es que me parezca ni medio bien que la televisión pública vasca vaya de paleta y cortesana, hincándose de hinojos ante el Borbón. Eso me revienta como al que más. Ocurre que, una vez destilada la bilis y comprobado que el alcance real de la afrenta es una minucia, no puedo dejar de apreciar que, por poco que me guste, la decisión se basa en unas convicciones firmes.

Lo valoro más aun cuando compruebo que se ha quedado como el último de Filipinas. Mientras el rancho grande ofrece de un tiempo a esta parte un bochornoso espectáculo de ciabogas, recolocaciones de paquete ideológico, borrado de huellas, afectos mutantes y culos en estampida por su salvación, solo resiste, qué curioso, el de lo más alto del organigrama. Será que la navidad me ablanda, pero yo le encuentro mucho mérito.

El negocio de la salud

Andamos tarde para salvar la sanidad pública. De hecho, me temo que ya hace mucho tiempo que la perdimos entre la grande polvareda, como cuenta el romance que ocurrió con el tal Don Beltrán en Roncesvalles. Puede que las privatizaciones que vienen sean las más salvajes y las más desacomplejadas en sus planteamientos, pero no son las primeras. Ni las segundas. Ni las terceras. Es más, si hacemos un recorrido histórico por los sistemas sanitarios públicos de nuestro entorno —digamos España, digamos sur de Euskal Herria—, veremos que aunque la titularidad y la gestión hayan estado en las administraciones, su modelo y su funcionamiento han atendido siempre a intereses privados casi al ciento por ciento.

No diré que no ha habido un cierto margen de maniobra para que los ministerios o las consejerías decidiesen sus políticas sobre salud. Sin embargo, las líneas maestras, que no eran precisamente rojas, venían y vienen marcadas por las grandes corporaciones. Son ellas las que dictan el tipo de medicina que se oferta (tremendo verbo, lo sé) hoy en día en esta parte del mundo, una en la que los pacientes han sido convertidos en clientes. Hasta las enfermedades y sus tratamientos parecen depender de modas que, a su vez, vienen determinadas por el puro negocio.

Esa es la palabra clave, negocio, porque estos poderosos entes controlan cada uno de los elementos que intervienen en el proceso. Son ellos los que suministran el carísimo equipamiento con el que nos diagnostican, que siempre tiene que ser el último que han puesto en el mercado. Por descontado, también son los proveedores de los fármacos que se nos recetan, a veces como si fueran caramelos. Aunque sean nuestros impuestos los que sufragan todo eso, no resulta muy apropiado seguir hablando de sanidad pública. Las manos que mecen la cuna son privadas, muy pero que muy privadas. Y a partir de ahora, sospecho, más todavía.

Geometría variable y tal

A nadie le deberían crujir las mandíbulas ni llevárselo los demonios por el acuerdo sobre el presupuesto de Gipuzkoa que han alcanzado Bildu y el PSE. Es la sencilla aplicación del catón político. Dos y dos son cuatro, pero tres y dos son cinco. Gana la suma mayor. Se rubrica, se lleva al pleno y de ahí va directo al Boletín Oficial para que surta efecto. De eso va la tan mentada madurez democrática que se saca a pastar en los discursos con el traje de bonito. Mañana o pasado se vuelven a barajar las cartas y dependiendo de qué esté en juego o por dónde le dé el aire a cada cual, se cambian las parejas de baile para aprobar esto, lo otro o lo de más allá. La rica combinatoria que salió de las urnas tanto en el territorio como en el conjunto de la demarcación autonómica de Vasconia da mucho de sí. Geometría variable le pusieron de nombre los politólogos finos a este Tetris, y así se anuncia, se enuncia y hasta se cacarea… cuando el resultado es el que conviene a los intereses de los firmantes.

En efecto, mi almibarada y cándida introducción tenía gato encerrado. Lo expuesto iría a misa si se aceptara de idéntico grado independientemente de quiénes han juntado sus melocotones y sus manzanas. Y esto va por todos. No puede ser que el PNV se enfade porque el PSE alcance con Bildu el mismo pacto que suscribieron los jeltzales hace un año. De igual modo, canta lo suyo que los socialistas lleguen tan pichis a un arreglo muy parecido al que les ha servido como percha para pasarse doce meses diciendo que Garitano tiene paralizada Gipuzkoa porque se lo consiente el PNV. Por lo que toca a Bildu, con dos presupuestos consecutivos aprobados, deja de servir como excusa y lloriqueo que la oposición se la tiene jurada y le bloquea todo el rato sin parar. En cuanto al PP, antes de ir de outsider y campeón de la coherencia, que piense, por ejemplo, con quién ha convenido los futuros peajes.