3 días en Errenteria

Como de costumbre, no vi el programa de Évole el domingo pasado. Aunque pronto me tocará volver a los potitos reales, carezco de estómago para los televisivos; me gusta masticar con mis propios piños neuronales. Así que lo fisgué a través de Twitter, que aporta al producto original la reacción instantánea, y a veces por sextuplicado, de quienes sí están pegados a la pantalla. Dado que, friki arriba o abajo, se trata de personas a las que uno decidió seguir un día porque encontró algún grado —ya fuera remoto— de afinidad, es posible hacerse una composición de lugar mental sobre cómo está cayendo la cosa en ese círculo de inquietudes más o menos comunes. Sin pasar por alto, claro, que la mayoría son fans irredentos del mago catódico y yo no.

La cuestión es que, incluso restando el entusiasmo derivado de lo que acabo de citar, la emisión de 3 días en Errenteria se saldó con un aplauso casi unánime. En esta parte del mapa gustó porque aireaba (algunos) hechos sobre los que aquí llevamos años degañitándonos sin que se nos haga pajolero caso. Allende Pancorbo (que diría Arzalluz), supuso una especie de revelación: mira tú esos vascos, que ni todos son tan buenos ni todos son tan malos.

Sin duda, el gran protagonista de la pieza —aparte de las ausencias clamorosas, digo— fue el concejal del PP, Chema Herzog, que soltó a pelo a cámara: “Si tienes una empresa de seguridad te interesa vender que en el País Vasco no hay seguridad”. No fue necesario citar a Mayor Oreja. Le caerá un rapapolvo en su partido. Al otro lado, mañana o pasado volverán a tildarlo de fascista. Pero esto Évole ya no lo contará.

Ni lo uno ni lo otro

Cuando murió Pieter Botha, el asesino sin matices que gobernó Sudáfrica en los años más duros de la segregación y la represión contra la población negra, Nelson Mandela no dudó en mostrar sus condolencias. Podía haberse quedado en un “Descanse en paz, que Dios le perdone”, pero el hombre que pasó entre rejas todo el mandato del bautizado como Gran Cocodrilo dejó escrito lo siguiente: “Mientras para muchos Botha será recordado como un símbolo del apartheid, también le recordamos por los pasos que dio para preparar el camino hacia el pacto que fue negociado pacíficamente en nuestro país”. El gobierno de entonces —finales de 2006—, compuesto en su totalidad por víctimas del matarife, no escatimó en mensajes conciliatorios ni gestos de duelo.

Confieso que, en mi pequeñez de espíritu, soy el primero en no comprender tamaña consideración a un hijoputa de marca mayor. La registro, sin embargo, como término (extremo) de comparación con algunos de los comportamientos artificiosamente displicentes que ha provocado la muerte de Adolfo Suárez. Mientras los adoradores tardíos se salían de madre con las natillas fúnebres, otros han sentido la necesidad de aparecer como los más malotes de la cuadrilla y de marcar paquete iconoclasta. Lo revelador es que ambas reacciones tienen su origen en un desconocimiento sideral —fingido o no— del personaje y de los hechos. Al mito del Prometeo que regaló a los celtíberos el fuego democrático se ha opuesto el contramito del franquista contumaz que prolongó la vida del régimen anterior con un birlibirloque. Y la cosa es que Suárez no fue exactamente ni lo uno ni lo otro.

Alerta parda

Suma y sigue con la martingala recurrente. Unas elecciones en Francia, municipales en este caso, y de nuevo, los titulares se ponen en Def Con Dos: “Históricos resultados de la extrema derecha”. En páginas interiores, redes sociales y tertulias fetén, rasgado ritual de vestiduras. Los sesudos argumentos no salen del a dónde vamos a parar, esto no puede ser, pero en qué mundo vivimos y otras trescientas formas de no decir absolutamente nada. Y peor cuando se saca a paseo la indiscutible superioridad moral para reducir a los votantes de esas opciones a escoria inculta e insolidaria, haciendo tabla rasa entre quien echa la papeleta y quien la cosecha. Lo único que se consigue así es que de elección en elección aumente el respaldo a las formaciones populistas, y en un bucle infinito, el tono de los gruñidos que emiten los bienpensantes. Así, hasta que el lobo pardo aseste un zarpazo de verdad y no las dentelladas más o menos dolorosas que ha soltado hasta ahora.

Obviamente, lo cómodo, lo detergente y suavizante de conciencias, es sobrevolar el fenómeno y simplificarlo como una cuestión de unos muy buenos y muy listos frente a otros muy malos y muy tontos. Por supuesto, alineándose con los primeros.

Eso podría funcionar si estuviéramos ante un debate dialéctico donde ganarían los que mejor manejen la retórica. Ocurre, por desgracia, que el asunto se dilucida en la puñetera realidad. Da igual lo bonitos que sean los discursos o la finura de los razonamientos. Mientras discutimos si son galgos o podencos, el curso de los acontecimientos seguirá su avance. Luego quedará lamentarse, como de costumbre.

Reventadores

Las marchas de la Dignidad estaban inspiradas exactamente por lo que enuncia su nombre. Los miles de hombres y mujeres que participaron en ellas no merecían que su titánico esfuerzo fuera vilmente pisoteado y reducido a una cuestión de orden público. Lo que iba a ser —¡y en buena medida fue!— la toma pacífica de Madrid para abrir ojos y despertar conciencias ha quedado en los medios como una (otra más) batalla campal, un suceso sujeto a las leyes implacables de la intoxicación. Y como ahí gana quien tiene los repetidores más potentes, la partida se la están llevando de calle la Delegación del Gobierno y el Ministerio del Interior, que llevan días suministrando material de casquería a granel. Material de primera, además. No hay redacción que se resista a difundir gañanadas como la del cenutrio que presumía, “todo de subidón”, de haber apedreado a un policía en el suelo o vídeos como los que mostraban a unos sulfurados gritando “¡Matad a esos hijos de puta!”. Por supuesto, imágenes de antidisturbios pateando cabezas, ni una; esas hay que buscarlas en Twitter, donde el ruido real supera de largo a las nueces.

Me pregunto si entre los organizadores, participantes y, sobre todo, jaleadores de sofá de las marchas, habrá una reflexión sobre cómo y por qué lo que podría y debería haber sido un hito de la protesta ciudadana ha acabado siendo vendido —y comprado, que es mucho peor— como una acción vandálica premeditada. Que siempre van a mentir los poderes del Estado, va de suyo. Ponérselo tan fácil consintiendo y justificando a los reventadores violentos es lo que me resulta incomprensible.

El Alzheimer de Suárez

El Suárez al que me siento más próximo no es el de los tardíos cantares de gesta compuestos y entonados, como les decía ayer, por los mismos que lo laminaron. Tampoco, valorando la notable valentía del acto, el que se negó a ponerse en decúbito prono el 23-F. Ni siquiera, con la fascinación que ejercen en mi los perdedores, el que tras haberlo sido todo pasó una pila de años haciendo bulto en un escaño remoto del gallinero del Congreso. La única versión del personaje ahora llorado y ensalzado hasta el ditirambo que me dice algo profundo es, curiosamente —o no—, aquella en la que solo se repara como metáfora para barnizar de lirismo dramático las loas, la del hombre al que la enfermedad le despojó cruelmente de la conciencia de sí mismo. Es con ese Suárez con el que me quedo, no la figura histórica, sino la persona que, como tantas otras miles que jamás ocuparán un segundo en los medios de comunicación ni una línea en las enciclopedias, pasó sus últimos años —¡nada menos que once!— en la nebulosa infranqueable del Alzheimer.

Si quisiéramos ver más allá de la pompa y la circunstancia, el infierno que han atravesado el expresidente y los suyos podría servirnos como llamada de atención sobre el día a día de quienes se enfrentan a algo igual de terrible… pero generalmente, con muchísimos menos recursos. Fue reconfortante escuchar a la doctora que lo ha atendido que, dentro de lo terrible de su situación, jamás le faltó calidad de vida. Por desgracia, o más bien porque este estado del bienestar solo lo es de nombre, la inmensa mayoría de los enfermos y sus familias no pueden decir lo mismo.

Farsantes

El relato es mucho más importante que los propios hechos. Lo estamos viendo de nuevo en estas horas de desvergonzada e incesante orgía laudatoria a Adolfo Suárez. En la mejor biografía del personaje que se ha escrito, Gregorio Morán clava este peculiar fenómeno de la memoria deconstruida a lo Adriá: “Quizá nos hicimos mayores cuando descubrimos que era el pasado el que cambiaba siempre, y que el presente seguía en general inmutable”. Manda pelotas que, teniendo edad y meninges para acordarnos de cómo discurrieron los acontecimientos, estemos dispuestos a dar por buenas las versiones trampeadas del ayer que nos están colando.

A Suárez, hoy loado a todo loar, lo dejaron tirado como a un perro después de haberle hecho pasar las de Caín. ¿Quiénes? Eso tiene gracia: los mismos que ahora se dan golpes de pecho y lo elevan a los altares. Su martirio fue obra —literalmente— de todos del rey abajo. No por nada fue el Borbón, ayer gimiente, el que dio la orden de acoso y derribo sin reparar en gastos. Sencillamente, se les había ido de las manos y había que quitarlo de en medio antes de que les jodiese el invento.

Eso también se cuenta poco: no lo habían escogido por ser el más brillante sino el que, gracias a su ambición y a su ego, parecía el más manejable. Las otras dos alternativas, Fraga y Areilza, le daban mil vueltas en talento (también para hacer el mal) y no era cuestión de arriesgarse. No contaban con que aquel chisgarabís se metería tanto en su papel y acabaría creyendo que era el elegido para devolver las libertades. Cuando le vieron las intenciones, lo fumigaron. Hoy lo lloran. Farsantes.

Respeto

De entre todas las formas de comunicar una muerte, me quedo con una de la cultura anglosajona. Tan escueta como impactante. Simplemente, al nombre de la persona fallecida se le añade una palabra: Respect, es decir, respeto. No diré que a partir de ahí sobra todo lo demás, pero sí que es optativo. Hay quien derrota por el panegírico porque es lo que le sale de dentro, quien no es capaz de expresar lo que siente, y quien lisa y llanamente no tiene demasiado que decir… o comprende que no es el momento de hacerlo.

El elogio fúnebre —ahí iba yo— no es obligatorio. Añado incluso que si es forzado o desmiente clamorosamente lo que se sostenía sobre el difunto cuando todavía respiraba, puede resultar un insulto póstumo, además de un ejercicio de fariseísmo que canta la Traviata. Tuve muy presente esta idea en las tres horas y media vibrantes del programa especial que le dedicamos en Onda Vasca a Iñaki Azkuna en cuanto tuvimos constancia de su fallecimiento. Aunque la ocasión parecía propicia y hasta por una ley no escrita de la profesión se hubiera disculpado, mi obsesión era que no se nos fuera la mano con el almíbar. Por sentido de la contención, sí, pero sobre todo, porque no me cuadraba con el protagonista real de ese tiempo de radio, que era el primero que sabía —me lo dijo un día de viva voz— que en su (inmensa) personalidad también iban de serie un puñado de imperfecciones. Naturalmente, en los muchísimos testimonios que recogimos primó lo laudatorio, lo emotivo, lo entrañable, lo sentido, que además lo era sinceramente. Pero no obviamos lo menos amable. Lo hicimos por y con respeto.