No solo Catalunya

El portazo del martes en el Congreso español no fue solamente a las aspiraciones de la mayoría social y política catalana o, por analogía, de la vasca. Serían muy estrechas las miras si la única conclusión que sacáramos se limitara a lo evidente, es decir, al rechazo por aplastante mayoría de la demanda de un territorio para decidir su futuro. Basta atender a los discursos —en forma y fondo— y a las reacciones para comprender que la cuestión que se dilucidó les atañía por igual a ciudadanos de Vic, Arrasate, Mondoñedo, Chiclana, Paterna o del mismo Madrid, esos a los que con tanta ligereza calzamos la consabida e injusta metonimia.

Una pista de por dónde voy: al terminar la buenrollista intervención de Pérez Rubalcaba, una parte no pequeña de la bancada del PP aplaudió, siquiera, por lo bajini y como al despiste. Fenómeno no habitual pero del todo lógico, puesto que sacarina arriba o abajo, el [todavía] líder del PSOE había venido a decir casi lo mismo que Mariano Rajoy, o sea, que como dueños que son del balón y de la asfixiante mayoría que suman (en proporción de 6 a 1), son ellos los que ponen las reglas. Las del bipartidismo a machamartillo, naturalmente, que implican que en cualquier cuestión que consideren esencial prevalecerá el pacto de hierro. Eso reza para lo territorial e identitario, pero también para el modelo económico y el de Estado en toda la extensión de la palabra, que es una enormidad.

Como piedra angular y non plus ultra, la Constitución, que invitan cínicamente a reformar, en la seguridad de que solo ellos, el bifronte, pueden hacerlo, como en agosto de 2011, a voluntad.

Hispanofobia

Rosa Díez presenta un libro titulado A favor de España. El primer susto es al pensar que la hija escasamente predilecta de Sodupe ha reincidido como autora, después de aquel incalificable Porque tengo hijos que dio a la imprenta cuando todavía se pagaba sus carísimos vicios gracias a la euro-canonjía que le había procurado su antiguo partido para tenerla lejos. La alerta roja pasa a naranja: solo firma uno de los capítulos. Del mal sería el menos, si no fuera porque el resto de los que han perpetrado el volumen son otros vividores y/o enredadores de la banda magenta como Fernando Savater, Carlos Martínez Gorriarán, Francisco Sosa Wagner o Mario Vargas Llosa, que lo mismo escribe páginas sublimes —a ver quién se lo niega— que vomita panfletos de a duro sobre cuestiones de las que lo desconoce todo.

Anoto, como golfería al margen, que el opúsculo lleva rulando cuatro meses con más pena que gloria, pero que la editora (la antigua de Pedrojota) y la secta política que está detrás han pretendido hacerlo pasar por primicia del copón. La ocasión promocional la pintaba calva la visita de la delegación catalana a recibir el previsto portazo en las narices de las cortes españolas.

Todo lo demás comentable se resume en el tono plañidero. ¿Se acuerdan cuando los motejados nacionalistas periféricos éramos lo lloricas, victimistas y paranoides que nos pasábamos la vida de morros porque Madrid nos jodía? Bueno, pues ahora se han invertido las tornas. Son los patriotas españoles sedicentes los que gimen desconsolados por el desafecto y claman por algo que han dado en bautizar, menudo rostro, hispanofobia.

Lamento progresí

La derecha en aumentativo —derechaza, derechona, derechorra— no tiene mejores aliados que los progreguays, palabro que no por casualidad se acuñó en el ultramonte diestro. Hay que ser pardillo o jeta redomado para embutirse por iniciativa propia en el traje de Tonetti que te han cosido los de enfrente con el único propósito de descojonarse de ti. Pero claro, ahí está la gongorada para explicarlo: ándeme yo caliente y ríase la gente. Se saca un capitalito y se ensancha el ego una barbaridad yendo de tertulia en tertulia para fungir de sparring del facherío cañí, que ese sí que va entrenado y ejerce desde pequeñito y con afición. Como la claque que jalea al otro lado de la pantalla cojea de la misma neurona, nadie repara en el fraude, y todos contentos. Los primeros, los dueños del canal requetechachi, que realquilan los rebaños a las agencias de publicidad a una tarifa cada vez más suculenta. Y a los bomberos toreros tampoco les va mal: elevan el caché, les salen bolos o se montan un chiringuito electoral a imagen y semejanza del de Rosa Díez, pero rojete en lugar de magenta.

Que sí, que fue una zafiedad machista del quince que el vividor Alfonso Rojo le llamara gordita a Ada Colau en presencia de las cámaras. Pero más que eso, fue un incidente perfectamente evitable. Si saltas el vallado en Estafeta, no vale lamentarse cuando el Cebada Gago te ha hecho un agujero de repuesto en el tafanario. Al aceptar formato y compañía —esto lo aprendí del gran Fernando Poblet—, por muy digno que te pretendas, dejas de pertenecerte. Pasas a ser pimpampum sin más derecho que recibir un cheque tras la brea.

Golpista, pero poco

Exageraba un tanto cuando el otro día les contaba que en el bestseller de moda el rey quedaba retratado como un golpista del carajo de la vela. Me dejé engañar por el dominio de las artes promocionales de su autora, devota dama cuya membresía de la Obra de San Josemaría no le impide faltar al octavo mandamiento cada vez que habla o teclea. Por algo ya en su lejana mocedad, los colegas del gremio plumífero le customizaron el apellido para dejárselo en Suburbano, en consonancia con su afición a la espeleología deontológica y las fantasías animadas de las que ha hecho santo, seña y pingüe medio de vida. Una vez puesto el mamotreto en la calle al rumboso precio de 25 leureles y tras conseguir, según lo previsto, que entraran al trapo como Miuras Zarzuela, el huérfano corto de luces de Suárez y algún que otro Cebrián, la tribulete numeraria ha aguado el recio licor inicial.

En la segunda tanda de entrevistas de propaganda, Juan Carlos pasa de sedicioso mayor de su propio reino a conspirador accidental y, de propina, bienintencionado. Deseando lo mejor para sus súbditos, se puso a jugar a los espadones con lo más bruto de la milicia de la época y, a lo tonto, a lo tonto, se vio metido en un jariguay que estuvo a un pelo de acabar en baño de sangre. Pero como es de sabios y de Borbones rectificar, después de ocho horas de carnavalada caqui y verde oliva, el pirómano se vistió las galas de bombero, o sea las de Capitán General de todos los ejércitos, y mandó parar la fiesta. Vamos, que fue golpista pero solo un poco, apenas la puntita. Una versión más asumible que la anterior… pero que no cuela.

Yo creo en Donostia 2016

Es ahora cuando empiezo a pensar, y creo que no soy el único, que Donostia 2016 se saldará con un éxito sin precedentes en la historia de los euro-saraos. La monumental bronca en el seno de su (des)organización, a la que estamos asistiendo en tiempo real, solo puede ser un buen augurio. ¿No dicen que la hora más oscura es la que precede al alba, que parirás con dolor o que cuanto más dura es la subida más gozosa es la llegada? Pues preparémonos para deslumbrar no ya al continente sino al Universo todo en cuanto llegue el momento de la verdad. Los quintales de bilis de estos tortuosos meses previos se demostrarán catarsis necesaria y las malas hostias se sublimarán en el más delicado de los espectáculos para asombro de propios y extraños. Y si no es así, bueno, qué se le va a hacer, otra vez será, anda que no hay capitalidades de lo que sea a las que aspirar. De la ecología, del diseño, de la gastronomía, del macramé, del tute… Todo es cuestión de presentar la candidatura, camelarse al jurado por el método habitual, convencer a los locales de que el evento supondrá el impulso que el terruño necesita como el comer y dejarse llevar plácidamente hacia la inauguración. De acuerdo, en este caso, no tan plácidamente.

Recurro al cinismo porque no se me ocurre otra actitud ante algo que escapa a mi comprensión. Y a mi capacidad de empatía, en realidad. El único instante en que me sentí cercano al proyecto fue el día de su elección, y más por el rebote que se agarraron los munícipes de las ciudades perdedoras que por otra cosa. Ahora, al ver que hay quien desea que salga mal, vuelvo a estar a favor.

¿Estación Adolfo qué?

Javier Maroto se sueña una mezcla de Cuerda, Azkuna y Giuliani, pero lo que ha demostrado desde que tomó la vara de mando en Gasteiz es que sus habilidades son las de un mediano concejal de parques y jardines. Por lo que le gusta meterse en estos últimos, digo. La más reciente incursión, la del bautismo por sus narices de la futura estación de autobuses, sobrepasa la anécdota para instalarse en la categoría. Concretamente, en la de alcaldada de manual, subsección gran cantada de muy difícil salida.

Y seguro que en su cabeza era una magnífica idea. Sin decir una palabra a nadie —probablemente ni a los representantes de su partido—, le suelta el chauchau al periódico amigo y acto seguido, lo larga en Twitter. Donde el regidor esperaba una ola de admiración y entusiasmo, hubo un torrente de cagüentales, incredulidad y despiporre. De propina, el favor que pretendía hacerle a la memoria de Adolfo Suárez (por la vía de hacérselo a sí mismo) se ha tornado en gran faena. En lugar de dejarlo descansar en paz, que ya va siendo hora tras el maratón de loas de a duro, lo sitúa en el centro de una bronca en la que tiene todos los boletos para salir mal parado. Porque, efectivamente, aunque no fue, ni mucho menos, quien ordenó la matanza del 3 de marzo de 1976, tampoco fue ajeno a ella. Es un dato histórico que, en ausencia de Fraga, le encalomaron la gestión de la sangre que ya había corrido. Se cuenta que su decisión de no decretar el estado de excepción evitó una tragedia mayor. Pero eso no le libra de haber formado parte de un atropello que los vitorianos no olvidan. Salvo, Maroto, por lo visto.

Un rey golpista

Por lo visto, ya nos van considerando lo suficientemente maduros para dispensarnos una parte de la verdad sobre el 23-F. Con el cuerpo aún caliente de uno de los que no solo lo sabía todo sino que lo padeció en sus ambiciosas carnes, esta semana aparecerá un libro en el que Juan Carlos de Borbón queda retratado como un golpista de tomo y lomo. Se me dirá, con razón, que eso está contado y requetecontado en un sinfín de títulos de la torrencial literatura sobre la asonada de febrero de 1981. La diferencia, para algunos sustancial, reside en que esta vez el tocho —990 páginas de vellón— lo firma una de las cronistas de cámara del personaje coronado, su familia y su época, es decir, la sacrosanta (y falaz) Transición española. Quien dice cronista dice testigo o incluso protagonista de primera mano de muchos de los hechos narrados, tanto en esta obra como en el resto de su bibliografía. Se sorprende uno de la capacidad de la mujer para estar siempre en los meollos y para que no la larguen de ahí a patadas los que saben que acabará piando, siquiera, un par de inconveniencias.

Les resumo la idea principal del seguro bestseller: una vez comprobado que Suárez se había desmandado, Juan Carlos se montó al carro de un golpe de estado —en realidad, varios en uno— que acabó implicando al ejército, la patronal, la iglesia, los partidos de la oposición (AP y ¡PSOE!) y la mitad de la propia UCD. No fue un hacer la vista gorda, no; se metió hasta las trancas en el operativo, que no se detuvo ni ante la dimisión del que era su objetivo. Y luego pasó a la Historia como el que abortó el golpe… que dio él mismo.