Dependientes

Me han dicho que mi columna de ayer era muy dura. Hay incluso quien no pudo terminar de leerla. Aunque no escribo con la intención de remover estómagos —ni siquiera conciencias—, debo decir que me alegro de haber provocado esa incomodidad que, por lo demás, fue seguramente pasajera. Ahí está el problema: hemos desarrollado anticuerpos para borrar de nuestra mente lo que no nos gusta. En cuanto los radares detectan cualquier trozo de la realidad que nos puede hacer daño, activamos las defensas. Pero al cambiar de página, de acera o de canal, además de no solucionar nada, nos convertimos en colaboradores necesarios de una injusticia.

Es lo que ocurre no sólo con el Alzheimer, del que hablaba en el áspero segundo párrafo de hace 24 horas, sino con todas las cabronas enfermedades que se ceban con quienes están en tiempo de descuento. ¿La tercera edad? No, ese es un eufemismo sacaroso que sólo incluye a los que, respetados por la biología y medianamente por la cartera, están en disposición física de ser pastoreados a Benidorm o los destinos más exóticos que últimamente oferta el catálogo de Adineko o el Imserso. Me refiero a los que son pura y crudamente viejos o viejas, como tal vez nosotros mismos el día menos pensado, y ya no pueden hacer prácticamente nada por sus propios medios. En nuestra manía de buscar etiquetas que no arañen, los llamamos “dependientes”.

Una vez bautizados así, apenas son un epígrafe, generalmente con presupuesto simbólico o nulo, en el papel mojado de las políticas sociales. A los responsables de administrar esos escuálidos dineros públicos no les dan ninguna guerra. No andan por ahí navaja en mano, ni están ya para cortar el tráfico u ocupar una residencia con una patada en la puerta. Para colmo —esto sí que me pudre— no resultan una causa nada fotogénica, nada chachi, nada guay, para los solidarios de pitiminí. Sólo les queda aguardar la muerte. Y no llega.

La memoria es el camino

Guillermo Nagore, aguerrido ex-redactor jefe de Noticias de Gipuzkoa y, por encima de todo, querido y admirado compañero, acaba de dar el primero de los diez millones de pasos que lo llevarán desde Finisterre hasta Jerusalén. Tras la maravillosa chaladura hay un tanto así de aventura, seguro que otro de búsqueda de sí mismo (los periodistas nos perdemos mucho en nuestro interior), bastante de ansia de encontrar cosas poco trilladas que contar y, además de todo eso, una buena causa. Bajo el sugestivo nombre “La memoria es el camino”, el proyecto pretende abrirnos los ojos a la realidad del Alzheimer. Sí, también valdrían como sinónimos los manoseados verbos “concienciar” o “sensibilizar”, pero antes de llegar a lo que implican, hay que ser capaces de mirar de frente la incomodísima realidad.

¿Viejos que ya no recuerdan ni quiénes son? Quita, quita; qué mal rollo. Huelen a muerte en vida, a humores corporales sin control, a las mil boticas casi inútiles en que se les albarda, a los infames purés que les llenan de lamparones el camisón o el pijama tras la batalla campal que es darles de comer. Qué daño hace, además, que sean quienes te parieron, te frotaron el pecho con alcohol de romero o te secaron las lágrimas el día de la primera vacuna. Tú te acuerdas, pero ellos ya no. Probablemente, en su abismal nebulosa, ni siquiera acaban de comprender qué haces ahí durante horas y horas, por qué te empeñas en hablarles, en acariciarles, en besarles. Qué jodido que tú mismo —tú misma, porque la mayoría de cuidadores son mujeres— te hayas hecho las mismas preguntas en los no pocos momentos de debilidad de esa espera sin esperanza que es, simplemente, estar a su lado.

La respuesta es que lo haces porque nadie lo hará por ti. El Alzheimer no sólo llena de olvido a quien lo padece; también al resto de la sociedad, que lo convierte en invisible. La memoria es el camino. Vamos contigo, Guillermo.

Filtraciones

Ocho de cada diez mercancías que nos cuelan bajo la etiqueta “periodismo de investigación” son más falsas que los Rolex de quince euros que se pueden apañar en el mercadillo de mi barrio. Mola mucho tirarse el moco con lo de “en informaciones a las que ha tenido acceso este medio” o ir de Sherlock Holmes, pero quien conoce un poco el percal sabe que tras buena parte de las super-mega-maxi exclusivas no hay más que un sobre con unas fotocopias —ahora también se llevan los pendrives— o una llamadita telefónica en confianza. A buenas horas iba a llegar donde llegó el Watergate si no es porque había una garganta profunda con ganas de largar.

Por tanto, menos ponerse estupendos y exquisitos. Filtraciones, las hay, las ha habido y las habrá. Y sí, casi todas son interesadas, que para eso somos humanos llenos de carencias y bajezas. Por el vil metal, en devolución o a la espera de un favor, para hacerle la cusqui a un prójimo o por puro vicio, que hay mucho cotilla. Unas pocas, justo es reconocerlo, pueden incluso atender a un fin no necesariamente innoble, como desvelarle al mundo desde el obligado anonimato que alguien ordenó torturas sistemáticas. O que uno de los que va de campeón mundial de la integridad y la lucha contra el fraude fiscal trató de despistar cien mil euros a Hacienda y se compró un casuplón billete sobre billete, ¿les suena?

Es gracioso que en este último caso, en lugar de preguntarse de dónde saca para tanto como destaca el aludido, las plumas amigas no sólo carguen contra el desconocido mensajero, sino que, además, le pongan nombre, apellido y el logotipo de una hoja de roble. Abundando en lo que escribí el viernes, se ve que hay presuntos y presuntos. Mañana o pasado, cuando les llegue por el conducto habitual el sobre correspondiente —probablemente, un contraataque—, no se andarán con tantos remilgos y mohines. Lo publicarán jurando que es un pedazo de scoop.

Los presuntos

No hay malhechor que, pillado en delito flagrante y estentóreo, no invoque a grito pelado su derecho a la presunción de inocencia. Algunos lo hacen aún cuchillo en mano y con la ropa perdida de sangre. Otros, los que se dedican al mangoneo de cuello blanco con carné de partido adosado, tienen el cuajo montar el cirio correspondiente a la vista pública de toneladas de evidencias de sus sirlas y desfalcos. Suelen añadir como teatral coletilla que son víctimas de conspiraciones y/o persecuciones políticas. Viene en el manual.

Lo jodido para los que nos dedicamos a contar estas andanzas —periodistas, creo que nos siguen llamando— es que estamos técnica y legalmente obligados a subrayar con fosforito la dichosa condición de “presuntos” de tipos que sabemos a ciencia cierta que no lo son. No tengo, Belcebú me libre, alma de juez, pero cada vez me cuesta más cumplir con esa formalidad y hacer el paripé. Hablo, obviamente, de los casos en los que la culpabilidad es clamorosa. Cuando pueden caber dudas, por pequeñas que sean, soy el primero que las remarca, incluso con insistencia y reiteración. Como su propio nombre indica, el objetivo original de la presunción de inocencia es garantizar que no se cometerá una injusticia sobre quien no ha hecho nada. Al convertir la figura en martingala medio legalista, medio buenrollista, lo único que hemos hecho es pervertirla de modo que en la inmensa mayoría de las ocasiones sirve únicamente de cobertura y burladero —en el sentido más literal de la palabra— para choros y forajidos de la peor calaña. Sentados en el carrito del helado donde les acaban de dar el alto, se descojonan del mundo y no queda otra que morderse la lengua. Pues no. Una cosa es ser garantista y extremar la prudencia para no dar lugar a arbitrariedades y otra, chuparse el dedo. En portugués “presunto” significa “jamón”. En castellano, muchas veces es sinónimo de chorizo. O algo peor.

Ilícito, pero menos

Quienes van peinando canas o abrillantando calvas recordarán lo que en su día —principios de los noventa— se llamó Caso Naseiro. Se trataba de una trama para la financiación irregular del Partido Popular. El fallecido Juan Mari Bandrés se dejó la piel para que el pestilente asunto llegara al Tribunal Supremo, lo que finalmente ocurrió… aunque no sirvió de nada. Se habían reunido decenas de evidencias, a cada cual más escandalosa. Entre ellas, por ejemplo, la célebre conversación telefónica en la que el entonces presidente de la Diputación de Valencia, Vicente Sanz, le decía a Eduardo Zaplana que estaba en política para forrarse y el otro le reía la gracia. Quedó palmariamente claro que hubo una riada de actos ilícitos. Sin embargo, los de la toga decretaron que algunas de las pruebas se habían obtenido irregularmente y archivaron el asunto. Lo más indignante fue que los acusados, que habían quedado retratados sin lugar a dudas, vendieron la moto de que la Justicia les había dado la razón.

He traído aquí este asunto un tanto viejuno porque con su desenlace aprendí el mecanismo de este sonajero llamado Estado de Derecho para las cuestiones de corrupción política. El resumen de la lección es que da absolutamente igual el tamaño de la tropelía que se cometa. Aunque cante y huela en estéreo, siempre habrá un apartado del código penal, de la ley de tal o del reglamento de cual al que puedan acogerse los trapisondistas, que no sólo se van de rositas, sino que de propina, se hacen los ofendidos. Con la venia, o sea, la anuencia de jueces y fiscales, claro.

En esta línea, a cuenta de las primeras entregas del Cuñado-Gate, nos acabamos de enterar de que si se pufea a Hacienda menos de 120.000 euros anuales (a ver quién puede), no se incurre en fraude fiscal. Si te pillan —sólo si te pillan—, pagas la sanción, pero podrás gritarle al mundo que no has cometido ningún delito. Tan ricamente.

Qué vida más diferente

Seguramente será porque soy un sieso y un vinagre, pero a mi no me hizo ni pajolera gracia la presuntamente simpática foto en la que el baranda del Eurogrupo, Jean-Claude Juncker, simulaba estrangular al ministro español De Guindos. ¿A qué narices venía ese jijí-jajá en medio de un encuentro donde se iba a decidir si nos metían la tijera hasta el corvejón o se quedaban dos centímetros más acá? ¿Qué es lo que encuentran divertido de la situación? A esto último no hace falta que contesten, ya lo sé: que tomaran la resolución que tomaran, a ninguno de los dos bromistas les iba a afectar en absoluto. Al día siguiente, y al siguiente del siguiente, y dentro de veinte años si les aguanta lo biológico, sus existencias transcurrirán en la más plena placidez.

Sé, porque no es la primera vez que derroto por aquí, que bordeo los lindes de la demagogia. Asumo el riesgo, convencido de que entre los mil análisis o las dos mil reflexiones sobre por qué y cómo pasan las cosas, casi siempre se olvida citar algo tan primario como que los llamados a resolver nuestros problemas no pueden ni remotamente ponerse en la piel de quienes sufrirán sus consecuencias. Lo explicaba perfectamente el desaparecido cantautor uruguayo Quintín Cabrera: “Qué vida más diferente, la mía y la suya, señor presidente, usted maneja mi suerte chupando importado en Punta del Este”.

Recordé el estribillo viendo el colegueo despreocupado de Guindos y su compadre luxemburgués inmediatamente antes de emprender un regateo que se saldaría con un aumento del recorte de cinco mil millones de euros. No me puedo imaginar un desenfado similar entre los currelas citados a las fatídicas reuniones en las que esa fría cifra se traducirá en cartas de despido con veinte días por año trabajado y, en el mejor de los casos, una palmadita en la espalda. Qué vida más diferente, lo asumimos. ¿Sería demasiado pedir que, por lo menos, no se rieran?

Una fecha secuestrada

Nada que no conozcamos por aquí arriba. El dolor se ejerce en régimen de monopolio. Como mucho, se puede aspirar a una franquicia si juras y pruebas adhesión inquebrantable a los principios fundamentales de la secta. Para los que no tragan, escarnio público. Que se lo pregunten, por ejemplo, a Pilar Manjón, que tuvo que leer ayer en el editorial de El Mundo que ha demostrado que le puede más el odio a quienes no comparten sus ideas que el dolor por la muerte de su hijo. Así las gastan los acaparadores y especuladores del sufrimiento. ¿Se atrevería alguien siquiera a imaginar unas palabras similares sobre personas cuyo nombre no pienso escribir pero que sé que están en la mente de cualquiera?

Igual que han hecho con prácticamente todo lo demás, quieren quedarse con el 11-M en propiedad. Dicen que es por los muertos, por la sangre derramada y, qué cara, por la búsqueda de la verdad. Si hubiera algo de cierto, no les habríamos visto echando paletadas de mentiras infames a lo que ocurrió. En el minuto uno, cuando a casi todos nos cupo una duda razonable, pero también en el dos, en el tres, en el cuatro y en el cinco, cuando ya la patraña era insostenible pero había que ganar las elecciones a toda costa y, conscientemente, se dejó que la máquina de intoxicar siguiera en marcha. Lo que no alcánzabamos a sospechar es que aquello que ya nos resultaba imposible de concebir con los cuerpos aún calientes se vería corregido y aumentado durante ocho años consecutivos. Más los que vendrán, me temo.

Eso es quizá lo peor, que no tienen la menor intención de dejar que las personas asesinadas en los atentados de Madrid descansen en paz. Ni ellas ni, por supuesto, sus familias. Las han tomado como rehenes, como fetiches, como mascotas. En realidad, bien lo sabemos, les importan una higa. Sólo las quieren para enarbolarlas a modo de espantajo o de ariete contra los que no bajan la testuz a su paso.