Distraerse en el cine

Me confieso sin rubor un paleto cósmico en doce millones de materias. En la audiovisual, por ejemplo, que ya no sé si es séptimo arte, octavo o ni llega a entresuelo desde que la gran pantalla se ha dejado comer la tostada por las medianas, las pequeñas y las ultracanijas. Fíjense qué ignorancia la mía, que hasta anteayer no tuve conocimiento de la existencia de un astro del firmamento cinematográfico-televisivo-platafórmico que atiende por Luca Guadagnino. “Hombre, Vizcaíno, no me joda que no conoce al insigne autor de esa ambrosía para los sentidos titulada Call me by your name”, se mesarán los cabellos los lectores más puestos. Y servidor contestará que no, y que de hecho, le importa media higa, especialmente después de haber leído en un diario de la acera de enfrente una entrevista al susodicho, que a la sazón es presidente del jurado de la actual edición del Zinemaldia.

Definitivamente, entre ese tipo y yo hay, como cantaba Serrat, algo personal. “El cine debe crear en el público emoción y una necesidad incómoda y permanente de cambiar de ideas, no entiendo a la gente que dice ir al cine para distraerse”, proclama el señorito, tomándonos por escoria a los que más de una y más de quince veces nos repanchingamos en la butaca esperando olvidar por un ratito que casi todo es una mierda. Un respeto.

¿A 30? ¿En serio?

Se ha contado con toda pompa y fanfarria, y me temo que aún nos queda un rato largo de raca-raca autocomplaciente. Los anales de la Historia recogerán que hoy, fecha interestelar 22 de septiembre de 2020, la ciudad en la que curro será la primera población de más de 300.000 habitantes que limita la velocidad en la totalidad (to-ta-li-dad) de sus calles a 30 kilómetros por hora. Se supone que es un inconmensurable avance para la Humanidad —Bilbao, capital del universo— que reducirá en quintales el estrés de los paisanos, amabilizará (ese es el verbo, se lo juro) un huevo el recio carácter de la villa y, en definitiva, provocará felicidad a borbotones a uno y otro lado de la ría.

Todo eso, claro, en futuro. De momento, lo que ha provocado el anuncio es un bullir y rebullir de bilis entre quienes barruntan que en adelante el desempeño de su trabajo será infinitamente más complicado. No arriendo la ganancia, o sea, la pérdida, al gremio del taxi, la mensajería, el reparto o el manejo de autobuses… incluyendo en este caso a los sufridos viajeros, que verán multiplicar por equis la duración de los trayectos, frenazos aparte. Tampoco veo yo los beneficios para el medio ambiente, con todo quisque ahumando en segunda y quemando gasofa que es un primor. Pero quizá el tiempo me demuestre mi error. Ojalá.

Ahí te dejo Madrid

No queda claro si se pretende matar moscas a cañonazos o rinocerontes con perdigones de escopeta de feria. “850.000 personas confinadas en Madrid”, se desgañitan los titulares. Luego, en la letra pequeña se da cuenta de las mil y una excepciones, que básicamente se resumen en lo que dejó escrito alguien en Twitter: “Los vecinos de las zonas confinadas no pueden salir a tomar unas cañas en su barrio pero sí pueden ir a otros a servirlas”. ¿Y cómo hacen el trayecto? Pues apiñados como sardinas en el metro o en los autobuses públicos. Estuvo rápido Gabriel Rufián al difundir sendas fotografías de una estación del suburbano atestada y de un vagón hasta los topes bajo la anotación: “Se limitan las reuniones en Madrid a un máximo de 6 personas”. Por si faltaba algo en el esperpento dirigido y coprotagonizado por la alucinógena presidenta Díaz Ayuso, su número dos, el chisgarabís Ignacio Aguado, se marcaba un Churchill de cuarta regional: “En la lucha frente a esta pandemia los ciudadanos vais a poder elegir qué ser, si virus o vacuna”.

Esas tenemos en la Comunidad que acoge la villa y corte y, por ende, las principales instituciones del reino de España. No diré que nosotros, aquí arriba, no tenemos lo nuestro. Solo espero que no lo dejemos crecer hasta semejantes niveles. El cuantopeormejorismo acecha.

Nuevos negacionistas

No teníamos bastante con los que farfullan que las vacunas provocan todo tipo de males o, en lo más reciente, con los que cacarean que la pandemia del covid-19 es un montaje de los poderes oscuros. A la legión de iluminados se le acaban de unir los negacionistas de la ocupación (me da igual si lo ponen con k) de viviendas. Lo tremendo es que si los anteriores son fácilmente identificables como patanes del nueve largo, los que se han lanzado en tromba a proclamar que la usurpación de domicilios es un invento de Securitas Direct forman parte de la crema y nata progresí. De hecho, el último que se ha puesto a la cabeza de la manifestación de denunciadores de la presunta falsedad es el mismísimo vicepresidente del gobierno español Pablo Iglesias Turrión.

Lo hace, claro, con la absoluta y ventajista certeza de que nadie se le va a colar en su choza de Galapagar. Y exactamente lo mismo les ocurre a los jueces de alta alcurnia que iniciaron el movimiento negacionista: viven muy lejos de los barrios humildes donde se producen los latrocinios. Porque como me harto de explicar a tanto guay, las víctimas de los expolios no son ricachos sino currelas que, en el mejor de los casos, llegan justos a fin de mes. Sigan negándoles la realidad que padecen cada día, y luego quéjense del ascenso del populismo ultra.

Memoria para la galería

Celebro hasta el atragantamiento de risa la mala sangre que gasta el facherío patrio tras la presentación del anteproyecto de la ley de Memoria Democrática. Sus lacrimógenos graznidos me suenan a música celestial, al tiempo que me confirman (como si lo necesitase) que padecemos una plaga de cabras que tiran al ultramonte, por más que vayan disfrazadas de constitucionalistas fetén. En cuanto rascas con una moneda de cinco céntimos, los aleccionadores de la tribu en materia de libertades fundamentales se revelan como jaleadores del bajito de Ferrol y sus mil y una villanías. Ahí se jodan.

Anotado lo anterior, dejo constancia aquí de mi estratosférico escepticismo ante la enésima cortina de humo parida por el siniestro gabinete de engaños y embelecos del (falso) doctor Sánchez. Siento decirlo, pero el tufo a brindis al sol es insoportable. De entrada, ese nombre gilipollas que le han puesto a la cosa nos pone sobre aviso de la intención de enseñarnos un pajarito para tenernos distraídos a tirios y troyanos, es decir, a partidarios de la revisión crítica del pasado y a los que echan las muelas ante eso mismo. Lo que se nos promete ya estaba contemplado hace un decenio en otra ley, la de Rodríguez Zapatero, cuyos primeros incumplidores fueron los que la promulgaron. En dos palabras, menos lobos.

¿Y una huelga indefinida?

Leo y releo el titular de la edición digital de una de las cabeceras en las que escribo: “Miles de personas piden un retorno seguro a las aulas en Euskadi”. Mi estupor no es menos que si se contara que el objeto de la movilización era la felicidad universal. Se diría que exactamente seis meses después del (tardío) Decreto de alarma que nos tuvo nueve semanas en casa y de 50.000 muertos en el Estado, hay quien sigue sin darse por enterado de la gravedad de la situación. Por más que a los eternos infantes que son algunos no les entre en la cabeza, absolutamente nadie está en condiciones de garantizar que el puñetero virus no hará presa en nosotros en un pupitre, en la caja del súper, en la barra del bar, en el andamio, en un estudio de radio o en la butaca de un cine.

Y sí, faltaría más, el derecho a la huelga es indiscutible… sobre todo, si se pertenece a un colectivo que puede permitírselo, pero una vez pasada la primera jornada, cabe preguntarse por el siguiente paso. Si ayer los centros educativos eran peligrosísimos focos de contagio, deduciremos que hoy lo siguen siendo. En pura lógica, procedería haber extendido los paros hasta tener la certeza de que ni nuestros churumbeles ni sus desasnadores van a pillar el bicho en cumplimiento del deber educativo. Ya puestos, ¿por qué no una huelga indefinida?

La placa de Ordóñez

Noticias condenadas a una esquinita perdida de la actualidad durante un abrir y cerrar de ojos. O en lo que se tarda en expeler un bostezo, que es la reacción única de parte de mis conciudadanos cuando se nos aparecen en una curva los fantasmas del pasado. Qué tremendo aburrimiento, ¿verdad?, que a estas alturas del calendario nos vengan con la matraca del segundo ataque a la placa que recuerda el asesinato de Gregorio Ordóñez en la Parte Vieja de Donostia. ¿Es que no pueden cambiar de canción? Pues miren, no. Yo no solo no puedo, sino además, es que no quiero.

Ya sé que las versiones al uso son que no hay que montar tanta bulla por algo que se quita con acetona (en este caso, bastante más que eso), que se trata de la gamberrada de unos críos o, faltaría más, que es peor la política penitenciaria que empuja a suicidarse a nuestros gudaris… incluso a uno que fue tirado como una colilla por los que ahora lo han convertido en mártir de la causa. Allá quien compre esa mercancía averiada, que para más inri, viene acompañada de susurros que dan a entender que en este caso la víctima se buscó acabar en el cementerio de Polloe antes de cumplir los cuarenta. Por mi parte, levantaré la voz en cada ocasión en que ese trozo doloroso de nuestra memoria vuelva a ser mancillado. Espero que seamos muchos.