Morcillo… y los demás

Debe de ser una epidemia. Los fantasmas del pasado salen del zulo en tropel. No habíamos superado el retortijón por la vuelta a los titulares del criminal Hellín Moro —el que ejecutó vilmente a Yolanda González y luego fue tratado a cuerpo de sultán por el aparataje del Estado—, cuando nos sale al encuentro el matón de barrio bajo Luis Morcillo. “Yo asesiné a Santiago Brouard”, nos escupe el tipejo desde una portada de las que antes se enmarcaban en los despachos de los directores de los periódicos. Y efectivamente, en las páginas de dentro lo cuenta como quien describe cómo se limpian las tripas del pescado: “Cuando salió de su consulta le pegué dos tiros y después lo rematé en el suelo. Salí corriendo, con Rafael López Ocaña, y dejé la pistola en un hueco de la escalera”.

¿A santo de qué esta confesión que llega 29 años tarde? El beatífico cronista que nos lo pinta como un vejete enfermo atado a diez pastillas diarias para sus mil achaques deja entrever que es un alicatado de conciencia en la proximidad de su última hora. Y una mierda. La chusma de esta estofa no tiene nada que se parezca a un remordimiento. Si hay alguna cuenta que ajustar, no es consigo mismo, sino con la piara de hijos de mala madre que frecuentó y bajo cuyas órdenes cometió sus fechorías. Había pasta por medio y, a lo que se ve, bastante se quedó en el trasiego de cloacas.

Métase dónde le quepa el apiolador Morcillo su escuchimizado simulacro de arrepentimiento. Si algún valor tiene esta farfulla tardía que no lo redime es la confirmación de que las cosas fueron como la mayoría pensamos y a la Justicia no le salió de la entrepierna ver. De propina, es el recordatorio incómodo pero clamoroso de la existencia de otra violencia por la que tampoco se ha pedido perdón. Es más, buena parte de quienes la ejercieron y la alentaron —de la equis para abajo— pasan por probos ciudadanos. Y son tan canallas o más que este rufián.

Humanidad ausente

Rodolfo Ares, hace un año y seis días: “Este consejero que les habla tiene el firme compromiso de esclarecer los graves incidentes producidos el [día] 5 en Bilbao, llegando hasta el fondo, cueste lo que cueste”. Palabras pronunciadas, por supuesto, con la debida solemnidad y el gesto adusto de rigor. Pura cháchara oficialoide y desalmada al extremo de referirse a una muerte como “graves incidentes”, tal que si se tratara de media docena de cajeros reventados o un puñado de lunas rotas. Más allá del infame eufemismo, en la misma comparecencia, y cuando ya era un clamor incontestable que lo que acabó con la vida de Iñigo Cabacas fue una pelota de goma, no evitó la tentación de adornarse con el mendaz despeje a córner: “Todas las hipótesis permanecen abiertas”.

Estaba mintiendo y era plenamente consciente de ello. Si en aquel instante era una intuición apoyada en lo que ya se sabía y en los abundantes antecedentes del personaje, hoy es un hecho constatable por tierra, mar y aire. Para cuando se puso ante los focos ya debía de hacer tiempo que conocía el contenido de las grabaciones que nos han helado la sangre. Me pregunto, en primer lugar, si en él provocaron el mismo eclipse emocional que en cualquiera con dos gramos de sensibilidad o si todo lo que se le pasó por la cabeza fue que aquello había que taparlo como fuera. Sé que más adelante declaró que aquellos fueron los peores días de su paso por Interior, pero sus hechos contantes y sonantes hacen pensar que en la disyuntiva entre lo humano o lo político, optó sin dudarlo por aparcar los sentimientos y dar único curso a la epidermis de hormigón.

Ayer mismo, un Rodolfo Ares por el que sí pasan los años y seguramente también las circunstancias vitales, tuvo la oportunidad de reconocer que no obró del modo adecuado y, tal vez, de decir que lo sentía. Prefirió seguir en una huida hacia adelante que ha de terminar antes o después.

Una moción ¿fracasada?

La moción de censura contra Yolanda Barcina que se sustanciará el próximo jueves en el Parlamento navarro está condenada al fracaso. Un momento… ¿Fracaso? ¿Es esa la palabra más adecuada para nombrar lo que ocurrirá en virtud de la inflexible aritmética y del tembleque de piernas del PSN? Se me antoja excesiva. De hecho, aunque técnicamente lo sea, ni siquiera hablaría de derrota. Simplemente diría —o diré cuando ocurra— que no ha prosperado o que ha sido rechazada. Incluso, que no ha visto cumplido su objetivo, si por tal entendemos el relevo de la presidenta, pero en ningún caso que ha resultado inútil.

Cuando el marcador de la cámara certifique, tozudo, la continuidad de Barcina y los medios afines lo vendan como la victoria de San Jorge frente al dragón, tal vez cunda la sensación de que se ha hecho un pan con unas tortas. Se dirá, seguro, que para este viaje no hacían falta alforjas y que la Doña ha recibido un balón de oxígeno cuando más lo necesitaba y, encima, de quienes menos cabía esperarlo. Quizá eso no sea del todo falso, pero aparte de que tal alivio efímero le va a servir de bien poco a la cada vez más cercada escapista, quedarán sobre el tapete, amén del autorretaro de cada formación, un puñado de aprendizajes valiosos de cara a un futuro nuevo intento.

Ojalá el primero de ellos sea que la oposición —dejo en el limbo o en el purgatorio al PSN, que no es ni carne ni pescado— se olvide por un rato de las siglas y de las cuentas pendientes. Eso incluye la renuncia a la tentación, por golosa que sea, de aparecer individualmente como líderes o motores de la demanda de cambio. Ya llegará el momento de pelearse por los votos. Si de verdad la meta común es que eso suceda cuanto antes, si no estamos una vez más frente a poses para ir acumulando puntos, ahora se trata de ir todos a una. Comprenderlo equivale a que, aunque no prospere, la moción del jueves no sea una fracaso.

Barcenitas

Hay un censo que me urge, aunque me temo que las herramientas estadísticas no han avanzado aún lo suficiente como para acometerlo. Hablo del inventario de las buenas personas, las malas y, por supuesto, las categorías intermedias, que ya imagino que serán las más numerosas. Pero solo lo imagino, vuelvo a subrayar, del mismo modo que tengo que tirar de intuición y ojo de regular cubero para sacar mis propias cuentas a la espera de que lleguen las del Ine, el Eustat o quien se atreva a hacerlas. La cuestión es que mis cálculos no pueden ser más desalentadores: ganan de calle los hijoputas cum laude, seguidos por los cabroncetes que entrenan a diario y demás tropa malnacida. En el farolillo rojo y con cuatro o cinco vueltas perdidas, encontramos a las gentes de bien y a las que conservan ciertos escrúpulos morales. Aunque a veces mi pesimismo indómito me lleva a pensar que esta especie se ha extinguido de la faz de la tierra, por fortuna, subsisten unos miles de ejemplares que hacen más soportable la vida en la ciénaga y que permiten que la esperanza moribunda no se rinda. Ya digo, sin embargo, que de acuerdo con mis sumas y mis restas, su número es anecdótico al lado de la ralea que parece estar en plena explosión demográfica: la de los barcenitas.

Tal término, recién acuñado por servidor, puede tomarse como diminutivo o en el sentido de miembros de una secta. Por un lado, serían versiones a escala del tipejo al que deben su nombre y por otro, seguidores fanáticos —incluso sin sospecharlo— del engominado extesorero del PP. Tanto da. Lo terrible es que los hay a patadas. No tienen cuentas en Suiza ni esquían en Canadá; de hecho, los bolsillos de los más están como la mojama. Sin embargo, comparten con su modelo lo fundamental: la convicción total de que les asiste el derecho a hacer lo que les salga de la entrepierna. Y si alguien se lo afea, peineta al canto. ¿A que conocen a más de uno?

Urkullu y el contexto

Maquiavelo nunca pasa de moda: “El príncipe nuevo tiene enemigos en todos aquellos que se aprovechaban del orden antiguo”. Deberían grabar la frase en cada pasillo y cada despacho de Lakua Recobrada junto a su versión castiza del refranero español: arrieros somos y en el camino nos encontraremos. Ciento y pico días son más que suficientes para, siquiera, ir haciéndose una idea de por dónde van a llover las bofetadas y tener un tejado mínimamente consistente bajo el que guarecerse. De lo contrario, se acaba con la badana bien zurrada y, casi peor, con cara de pasmo infinito por haber mordido un polvo que venía anunciado en todos los pronósticos. ¡Leñe! Que era de cajón de madera de pino insignis que a Urkullu, además de atizarle collejas ex-novo con o sin merecimiento, le iban a buscar las mismas cosquillas que le rastrearon a López. Así,venía en letras bien gordas en el manual que aquella foto de la boda gaditana por la que tantos cantares se le sacaron al de Coscojales tendría su correlato o revancha en cuanto se presentase la ocasión.

Y bien poco tardó en presentarse la tal ocasión, calva como la pintan y, de propina, bajo la apariencia de una simetría tan perfecta que coincidía —¿qué tendrá Cádiz?— hasta el escenario. En el mágico sur estaba el lehendakari el mismo día en que se inauguraba la nueva planta de Petronor. Lo demás es un clásico del periodismo de ayer, hoy y siempre: lo que llamamos “crear el contexto”. Primero, una nota dando cuenta de la ausencia prevista, así, como quien no quiere la cosa. Luego, en fila india y en plan enigmático, las tiraditas: ¿Será que se lleva mal con Imaz? ¿Será por hacerle un feo al Borbón? ¿Por ambas cosas? En tres ediciones, la bola crece y cuando se deja caer, se lleva por medio el objetivo. Para entonces, es demasiado tarde. Se cumple la lógica del chiste del labriego que ordeñaba la vaca. Lo expliques como lo expliques, va a dar igual.

Migajas afectivas

Caray con los caprichos necrológicos, que lo llevan a uno del contraelogio bilioso —léase la columna de ayer— a la loa sincera y creo firmemente que merecida a José Luis Sampedro. El riesgo, y pido a las musas y al oficio que no me arrastren por ahí, es caer en el panegírico dulzón y acrítico que a él le habría horrorizado. A ver cómo lo hago, cuando la única sombra que encuentro en su trayectoria luminosa es una novela, El amante lesbiano, que hace ya muchas lunas le hizo un rayón —poca cosa— a mis maniáticos gustos literarios. Ante todo lo demás que escribió, dijo o hizo me quito el cráneo. Incluyo el prólogo al libro de Hessel y su participación en uno de esos manuales de instrucciones para la rebelión dentro de un orden que, como he anotado alguna vez, me ponen instintivamente en guardia. A diferencia de cuatro o cinco de los coautores, Sampedro no iba de boquilla; sus obras eran amores y no poses para la ovación y vuelta al ruedo de una parroquia a la que le da lo mismo arre que so, esencia que sucedáneo. Firmo ahora mismo, no ya por alcanzar los 96 lúcidos años con los que nos ha dejado, sino por que cuando me toque plegar a mi, haya acumulado una millonésima parte de su coherencia y, si puede ser, de su determinación de no transitar los caminos trillados.

Como imagino que los quintales de obituarios que con toda justicia se le harán glosarán lo fundamental de su figura y de su fecundo trabajo, obvio esa tarea, y comparto con los lectores una frase del viejo profesor que llevo grabada desde que la escuché: “Los seres humanos vivimos de migajas afectivas”. No lo decía en tono peyorativo, ni como queja, y menos como boutade. Al contrario, llamaba la atención sobre el inmenso valor de los pequeños gestos de cariño —un abrazo, un guiño, una sonrisa cómplice— que nos ayudan a combatir los inevitables estados carenciales y a no desfallecer. Una hermosa lección para poner en práctica.

Contraelogio de la Dama

Recuerdo, como hice el día en que Manuel Fraga dejó de respirar, que la muerte no nos convierte en buenas personas si no lo fuimos en vida. Creo, basándome en hechos públicos y notorios, que Margaret Thatcher no lo fue en absoluto. Es más, estoy seguro de que mientras conservó el uso de razón no le dedicó ni medio segundo a tal cuestión. Como demostró largamente, su moral era ciento por ciento utilitarista, la de los fines más perversos que justifican los peores medios sin provocar el menor cargo de conciencia. ¿Un terrorista? Dispáresele a matar sin contemplaciones. ¿Una huelga? Muéranse de hambre todos los que la secundan y que vayan escarmentando en carne ajena aquellos a los que les ronde la idea de sacar la uña del redil.

Es curioso y a la vez ilustrativo que alguien que se ha distinguido por su falta de compasión y humanidad llegue a la condición de icono y tenga un lugar asegurado —que nadie le niega— en la Historia. Sonreí por no llorar cuando, unos minutos después del fallecimiento de la llamada Dama de hierro, Esperanza Aguirre tuiteó: “Margaret Thatcher y Winston Churchill han sido los políticos europeos que más han hecho por la libertad en el siglo XX”. Se referiría, digo yo, a la libertad entendida como la ley del más fuerte o la consagración del hijoputismo social.

Si hoy estamos pasando las de Caín es en muy buena medida por culpa de la doctrina venenosa que espolvorearon a ambos lados del Atlántico Thatcher y Ronald Reagan, el otro gran ídolo de Aguirre. Siguiendo el dictado de la talibanada montaraz de Chicago, ambos abrieron el portón de la bestia o, dicho en términos académicos, desregularon los mercados que habían estado medianamente contenidos desde la Gran Depresión de 1929. Resultado, el que sufrimos y continuaremos sufriendo a saber durante cuánto tiempo. Anótese, pues, en el inmenso y letal debe de la finada. Por lo demás, que descanse en paz… si puede.