Bendita corrupción

Venga, quitémonos la careta y soltémonos el refajo ético. Si la corrupción no existiera desde el principio de los tiempos (o como poco, desde la primera ventosidad que soltó un Neanderthal), sería un imperativo moral inventarla y cultivarla a todo trapo. De acuerdo, muy bien, pongan cara de qué se habrá fumado el juntaletras este, pero luego denle media vuelta a los mil y un prodigios que le debemos a la existencia y difusión masiva de las prácticas trapicheras. Ojo, o presuntas, porque parte de lo bueno es que lo de menos es que haya habido o no mangoneo testado y tasado. Con la duda (ni siquiera razonable), basta y sobra para montarle al de enfrente —corruptos siempre son los otros; anoten el catón— un psicodrama del recopón y medio. Y como en la tarea, casi arte, de darle candela al ventilador te eche una mano un fiscal con ganas de su cuarto de hora de Warhol o un suseñoría que guarde cuentas pendientes con el señalado, te llevas el premio gordo de calle. A la hora del archivo o la absolución los focos no suelen estar ahí.

Siendo esto así, como han sufrido en carnes propias y disfrutado en las ajenas miembros de todas las siglas, ¿qué más dará montar el pifostio con o sin motivo? ¿Qué importancia tiene que el pufo sea de cien millones de euros, de unos miles o de cero patatero? Ninguna. Insisto en que lo que marca la diferencia no es el qué ni el cuánto, sino quién está envuelto en el marrón, sea este real o inventado. Sé que la mayoría de los que juegan a esto conocen el mecanismo del sonajero. No les tendré en cuenta que leyendo estas líneas hagan aspavientos y renieguen… como Judas.

Investigados e imputados

La historia, siempre injusta, no guarda memoria del nombre del alto funcionario del ministerio franquista de Obras Públicas que, a la vista de que los efectos más graves de los accidentes ferroviarios se registraban en el vagón de cola, propuso suprimir el último coche de cada convoy. Ha debido de ser un nieto espiritual de aquella luminaria anónima el que —esta vez con acogida favorable por parte de sus superiores— ha parido la fórmula para acabar de un plumazo con la plaga de imputados que tan feo lucen en las poltronas y no digamos en las listas electorales. Tan sencillo, oigan, como eliminar la antiestética palabra y sustituirla por otra de ecos menos desagradables.

Investigados ha sido, concretamente, el vocablo elegido por los ingenieros semánticos —Orwell no pierde su vigencia— del ministerio español de Justicia. Su titular, Rafael Catalá, explicaba que el término tiene los taninos exactos como para no sonar a inocente del todo pero tampoco a casi culpable, como ocurría con el participio desechado. Una vez publicado el birlibirloque en el BOE, Mariano Rajoy podrá proclamar sin mentir que ha conseguido acabar con los imputados en las filas del PP y, en un acto de generosidad encomiable, en las del resto de formaciones.

¿Colará? Mucho me temo que, incluso en un lugar cuyos paisanos se meten en vena masivamente Grandes hermanos VIP y Sálvame Deluxes a tutiplén, el truco del almendruco va a dar el cante. En lo sucesivo, cuando el personal escuche que tal o cual trapisondista con carné “está siendo investigado”, traducirá mentalmente: “Vamos, lo que viene siendo imputado de toda la vida”.

Imputados

Atención, pregunta: ¿Qué implica que a alguien le citen en calidad de imputado en una causa judicial abierta? Si tiene que contestar un profano como el que garrapatea estas líneas, diría que a primera vista, no es algo que suene especialmente apetecible ni deseable. Como poco, es un marrón de regulares dimensiones. Da a entender que se ha estado lo suficientemente cerca de la materia oscura que se investiga como para que quien lleva la toga y las puñetas considere necesario pedir un puñado de explicaciones. Dado que también existe la posibilidad de ser llamado como testigo, se desprendería que la imputación conlleva un grado mayor de sospecha. Pero, insistiendo en que este es el razonamiento de un lego que ha leído algo y ha visto unas cuantas series de tribunales, añado que en ese momento procesal —nótese mi dominio de la jerga— todavía se es inocente. O, volteando la frase, aún no se es culpable.

No descarto que parte de mi argumentación sea técnicamente incorrecta. Sin embargo, sobre la conclusión estoy absolutamente seguro, porque esto es algo que en mi gremio lo tenemos (o en una época lo tuvimos) muy mamado. Hasta que no hay sentencia condenatoria firme no hay culpabilidad.

¿Cómo habría que proceder, entonces, cuando se imputa a una persona con responsabilidad política? Salvo en caso de flagrante e innegable delito o renuncio, personalmente yo abogaría por esperar a la resolución judicial. Entiendo que haya quien sostenga que se debe exigir la dimisión inmediata o forzar la expulsión. Lo que no parece de recibo es defender lo uno o lo otro en función de si el imputado es conmilitón o no.

Trompazo magenta

Qué tarde la de aquel lunes en Sol, sancta sanctorum de las protestas en la villa y corte. No llegaban a trescientas almas las convocadas por la charanga de Rosa de Sodupe (no iniciados, lean UPyD) para exigir a Mariano Rajoy que fuera desalojando Moncloa y entregando los trastos de mandar a la reina de la regeneración. #SoloTeQuedaDimitir era el belicoso lema de la procesión que se quedó en patético ridículo de asistencia. Para empeorar lo que ya pintaba fatal, el miembro de la cosa que atiende por Carlos Martínez Gorriarán, sobresaliente bocazas de trayectoria probada, se dedicó a aventar por Twitter que en el remedo magenta de toma de la Bastilla estaban participando “miles de personas”. Por escupir al cielo en estos tiempos en que hay cámaras a la vuelta de cada esquina, la respuesta llegó en forma de imágenes en tiempo real que mostraban la escuálida reunión, provocando una mezcla de pena, vergüenza ajena y risa. Una brillante y malvada tuitera sentenció: “Hay más hijos de Juan Carlos de Borbón que gente en la manifestación UPyD”. Con un par, el tal Gorriarán todavía tuvo el cuajo de porfiar que las fotos eran falsas, pero se cuidó mucho de publicar las de las masas desbordantes. Quedó como lo que es, un m…ilitante de UPyD.

Quizá sea mejor no celebrar por anticipado, pero este estrepitoso fiasco parece apuntar a la cuesta abajo en la rodada, ya irreversible, de este grupúsculo de chupones de la piragua, nulidades (re)venidas a más, tocados del ala y/o exudadores de odio y venganza. Sí, también un puñado de personas muy decentes, pero esas fueron las primeras que salieron por pies.

El caso Errejón

Al lado de las chorizadas que vemos cada día, el contrato-flete que le agenció a Iñigo Errejón un amiguete y conmilitón podemista de la Universidad de Málaga parece pecata minuta, más chanchullo que corrupción reglamentaria. Es obvio que apañarse un bisnes de mil ochocientos pavos para ir tirando hasta que se tome el palacio de invierno no tiene la misma gravedad que embolsarse chopecientas veces esa cantidad al tiempo que se está hundiendo un banco al que luego habrá que rescatar con una millonada pública. Quiero decir que me parece exagerado pedir que por ese trapicheo se pase por la quilla al tercero de abordo de Iglesias Turrión. Personalmente, me habría bastado con un reconocimiento público de que la cosa estuvo un poco fea, la devolución de la pasta y un propósito de enmienda pronunciado en ese tono tan convincente que el gachó gasta en las tertulias de teleprogre uno y dos.

Lo que no me vale es que ante la indiscutible pillada con el carrito del helado, el tipo se atrinchere tras la colección de disculpas de tres al cuarto que farfullan los que él llama casta cuando los agarran en flagrante renuncio. Me subleva especialmente el “todo es legal”, que es exactamente lo que dijeron, uno detrás de otro, los que cobraron dietas dobles y triples de Caja Navarra o los de las tarjetas milagrosas de Bankia. E igual con lo de “el trabajo está hecho”, que es en lo que se emperran los que reciben un pastizal de la administración por un informe de media docena de folios sobre cualquier chorrada. Claro que lo peor es el victimismo ramplón del “nos atacan porque vamos ganando”. Y la cosa es que cuela.

Corruptos son los otros

Rajoy en el Congreso de los diputados clamando contra la corrupción y anunciando un ramillete de medidas para —¡a estas alturas!— erradicarla. Es Hannibal Lecter promoviendo la dieta vegana, Simeone abogando por el juego limpio o el director general de Mediaset despotricando sobre la telebasura. Otro récord sideral de la hipocresía pulverizado, sí, pero cuidado, que el presidente español y la santa compaña de la gaviota no son los únicos participantes en estas nauseabundas olimpiadas de las jetas de alabastro y los morros que se arrastran por el suelo.

Bien sé que esta columna me quedaría de cine y sería jaleada con entusiasmo si la dedicara en su totalidad a sacudir al Tancredo de Pontevedra, espolvoreando una gracieta sobre la laminada Ana Mato por aquí y una carga de profundidad sobre cualquier otro zascandil pepero por allí. Mil contra uno a que la mayoría de escritos que verán sobre la cuestión en la prensa no adicta serán del género atizador. No digo que no procedan ni que carezcan de sentido, pero sí que estos textos de carril no van más allá del desfogue momentáneo. Cuando se pasa el efecto balsámico de los adjetivos punzantes contra el pimpampum oficial, todo sigue exactamente igual que antes. Y ahí incluyo lo muchísimo que no se quiere ver ni decir sobre determinados chanchullos, trapicheos y pillajes cuyos perpetradores resultan cercanos. O, peor todavía, la defensa a muerte de esos comportamientos impresentables negando evidencias estruendosas y refugiándose en patéticas soflamas victimistas. Como decía Sartre sobre el infierno, los corruptos y las corruptas son siempre los otros.

Más paleto que corrupto

Lloriquea el bellotari de vía estrecha, José Antonio Monago, que no es un corrupto, sino la víctima de un terrible complot para quitárselo de en medio. Riámonos de lo segundo, y concedámosle la razón en lo primero. No es un corrupto por un motivo ciertamente simple: no da la talla para serlo. Llega, y justito, a chisgarabís del mangoneo cutre, con el agravante de que cuando lo pillan, en lugar de reconocerlo gallardamente, se hace el ofendido y pretende tomarnos por idiotas. Más incluso que el puñado de euros que el lazarillo de Quintana de la Serena sisó a las arcas públicas, debería rebelarnos que piense que somos tan cortos de mente como para tragarnos que en poco más de un año, un senador por Badajoz viajó 16 veces a Tenerife en comisión de servicio oficial.

No cuela, Monago. Absolutamente nada de oficial tiene ir a contentarse el mango a las que llaman, para disgusto de muchos de sus moradores, islas afortunadas. Qué poco cuesta, por cierto, imaginárselo embarcando con la bragueta alegre, rumbo al desfogue más bien patético de ciertos cuarentones que  se enredan entre el corazón y la ingle.
Desconozco cuánto le queda a su carrera política. Debería ser nada, pero si es más que eso, ya jamás podré verlo como el dirigente de un partido o de una comunidad. Ni siquiera, como decía al principio, como un detestable pero hábil ladrón de guante blanco. Para mi será en adelante el paleto con ínfulas de Casanova que se financiaba sus excursiones lúbrico-sentimentales con cargo al presupuesto del Senado y —lo peor—, que una vez descubierto con el carrito del helado, no tuvo arrestos para reconocerlo.