Catalunya, ¿qué está pasando?

Aquí sigo desde el final de la columna de ayer, como en las historietas de Mortadelo y Filemón, con la barba blanca creciendo a ojos vista, esperando la explicación fetén de los procesistas de salón sobre lo que ha pasado en Catalunya en estos últimos días. Mi banda sonora, una de las primeras de Fito: Todo está muy claro pero no lo entiendo. ¿Quién está ganando y quién está perdiendo?

Y sí, ya, que lo de la división del soberanismo es un invento de la pérfida propaganda unionista española. Nos hemos imaginado las peticiones de dimisión de Torra a grito pelado en la calle. O la sentencia de la CUP en sede parlamentaria: con ustedes o contra ustedes. O la andanada de Rufián, el de las 155 balas de plata, desmarcándose del ultimátum de plexiglás a Sánchez. O ese mismo desmarque, pero en versión más sangrante, en labios de los propios compañeros de partido del president accidental.

Venga, que sí, que preciosos los selfis, los avatares, las actualizaciones postureras en Instagram de cenitas y birras patrióticas con los amics catalás, los intercambios de sobeteos o las gracietas de los tuitstars de lance (con sueldo a cargo del estado opresor) sobre la foto de Urkullu con González. Ahora toca una descripción razonable de los hechos. Puro minuto de juego y resultado. Sin el recurso del victimismo o la negación de la evidencia. ¿Que hay presos políticos y exiliados? ¡Claro, claro! Por eso mismo, por respeto a ellos, al encabronamiento indisimulado de alguno de los más significados, procedería dejarse de engordar los egos a su cuenta, y aplicarse al diagnóstico sincero de la situación. Pero ya sé que no va a ser.

Otra vez las porras

Los que celebraron de verdad el primer aniversario del 1 de octubre fueron Rivera y Casado. Más el segundo, se diría incluso, dándose el gustazo de acusar al gobierno sanchista de mingafría y, ya sin frenos, de reclamar la ilegalización de los malvados secesionistas. Como poderoso argumento a su favor, las imágenes de las broncas callejeras repetidas y amplificadas cada minuto y medio en los canales de televisión amigos y no tan amigos. Vaya pan con unas hostias que es conseguir que lo que queda de la celebración del gran hito del procés sean las crónicas de las alteraciones del orden público.

Las porras, sí, de nuevo 365 días después, solo que esta vez las blandían, con su reconocida destreza, los Mossos, anteayer héroes y hoy enemigos del pueblo. ¿Y actuaron por iniciativa propia? Va a ser que no. Igual cuando se hicieron a un lado y dejaron el campo libre a la policía española en 2017 que ahora, cuando se han empleado a fondo contra los que reclamaban que se cumpla lo prometido —república ya—, seguían las órdenes del legítimo Govern de Catalunya.

Ahí es donde duele. El soberanismo institucional recibe la factura del soberanismo que pisa el asfalto. No es broma menor que se exija la dimisión del President, aunque sea el interino, ni que se intente tomar al asalto el Parlament. Es verdad que esto no es el suflé subiendo y bajando, pero sí, como poco, un costurón en un bloque que a duras penas llega al famoso 51 por ciento.

Claro que también todo esto que escribo puede ser otro diagnóstico equivocado más. Me falta el bueno, el de nuestros queridos procesistas de salón, que llevan horas silbando a la vía.

Prevaricación y división

Como se decía en los tebeos de mi infancia, que me aspen si lo que está haciendo el juez Llarena no es una prevaricación del tamaño de la catedral de San Nicolás de Kiel, capital del estado de Schleswig-Holstein, cuyo tribunal le ha dejado al togado con las vergüenzas a la intemperie. Hasta donde sabemos, fue el justiciero del Supremo quien se emperró en atribuir a Carles Puigdemont los delitos de rebelión y malversación y quien, en virtud de tal circunstancia, emitió una orden para trincar al escurridizo president y devolverlo a España. Como saben, lo que ha ocurrido es que los magistrados alemanes no han apreciado la tal rebelión pero sí las migajas suficientes de malversación como para empaquetar al prófugo para Madrid. Y claro, eso arruina los planes del recalcitrante Llarena, que ha decidido, olé sus bemoles, retirar la euroorden, lo que pasado a limpio, significa renunciar voluntariamente a perseguir un delito.

La rocambolesca paradoja tiene su correlato en el pifostio creciente entre las fuerzas mayoritarias del soberanismo catalán, que ya no les soy capaz ni de identificar. No hace tanto, estaba claro que eran Esquerra y Convergencia (o viceversa), pero tras el alumbramiento del PDECat y la posterior creación de JxCat como marca electoral a mayor gloria de Puigdemont, las costuras del antiguo partido-guía se han difuminado. O, mejor dicho, acaban de reventar al mismo tiempo que a ERC se le terminaban de hinchar las narices por el clamoroso ninguneo que viene sufriendo la formación en general y su encarcelado líder, Oriol Junqueras, en particular. De nuevo no hay nada tan letal como el fuego amigo.

¿Y los del ‘No’?

El gran argumento contra el procés, el comodín que resume todo el discurso de quienes niegan el derecho a decidir o incluso a preguntar, es que supuestamente divide a la sociedad catalana. “La parte en dos mitades”, se suele pontificar a ojo de regular cubero. Pasando por alto el hecho obvio de que mantener las cosas como están provocaría exactamente la misma división, hay una evidencia cada vez más clamorosa: esa pretendida mitad de catalanas y catalanes que quieren mantener la actual relación con España o que rehúsan siquiera ser consultados no se deja notar.

Ojo, que no afirmo que no exista. Aunque la traducción de los resultados electorales no sea tan matemática como la interpretación tramposuela nos vende (eso de “en votos son más los no soberanistas que los soberanistas”), sí se puede intuir que una parte considerable del censo está en radical desacuerdo con el camino emprendido hace ahora cinco años. Resulta muy llamativo que esa postura, que se entiende que deriva de unos principios o de unas convicciones firmes, solo se manifieste en las citas convencionales con las urnas. Se diría que el resto del tiempo estas personas se hacen a un lado, rumian su malestar en privado o desde el anonimato en las redes sociales, y delegan en sus airados y sobreactuados representantes políticos, amén de en las numerosas terminales mediáticas que vocean la unidad inquebrantable de la patria española. Incluso cuando los hechos tozudos van mostrando que al otro lado el movimiento es imparable y que no dejan de crecer las adhesiones, siguen sin ser capaces de llenar una plaza. Desconozco los motivos.

Vistatriste

Nada envejece tan rápido como la nueva política. La que se autodenomina como tal, quiero decir. Qué tiempos, aquellos de todo el poder para los círculos, cuando bastaba cerrar los ojos y apretar los puños muy fuerte para que se cumpliera cualquier deseo. ¡Sí se puede!, gritaban las gargantas y llovían del cielo las soluciones a todos los problemas, envueltas en ajonjolí, fraternidad y buen rollito sin fin. Organización, aparato, estructura, burocracia. ¿Quién necesitaba todas esas rémoras facciosas en el paraíso de la horizontalidad infusa y el liderazgo socializado? Panda de rancios reaccionarios casposos y castosos, los que venían a pinchar el globo con sus vainas sobre los mínimos andamiajes para sostener un partido político.

Apenas se han cumplido tres años del nacimiento de lo que la realidad ha demostrado, no sin impiedad, la quimera que veía cualquiera con medio gramo de conocimiento sobre el mecanismo del sonajero. En la víspera de su enésima refundación, la que dicen definitiva, Podemos es el partido más vertical de los que cotizan en el CIS. Muchos de los más entusiastas fundadores huyen con el alma en los zapatos ante el bochornoso espectáculo de banderías enfrentadas a muerte. Se les gastó el amor de tanto usarlo, o de usarlo tan mal. Y ya no cuela el viejo truco de culpar de lo que sea a Inda, Marhuenda y demás fachundia habitual. Los navajazos, los esputos y los exabruptos rebozados en bilis se transmiten en tiempo real para gozo y alivio inmensos de quienes se van sintiendo menos amenazados por el fenómeno morado. Solo aspiran a su trocito del pastel. Vistalegre es Vistatriste.

¿Hasta cuándo, Errejón?

En mala hora Iñigo Errejón quedó a dos puntos y medio del líder supremo en la votación interna de la semana pasada. Lo suyo era palmar por goleada, siguiendo el pronóstico general, por mucho que ahora salgan Nostradamus retrospectivos a proclamar que lo veían venir. El severo correctivo previsto habría dejado al número dos de Podemos como el Pepito Grillo de tamaño pin o llavero que Pablo quiere. Siempre que esté claro que el macho alfa es él —a Vistalegre I nos remitimos; la terminología es suya—, Iglesias está dispuesto a permitir una disidencia de bolsillo que le sirva a un tiempo para vender la imagen de la deseable pluralidad y como escupidera. Insisto en pedirles que repasen los presuntos “debates en abierto” para comprobar el reparto de papeles: el de la coleta da, el de las gafas recibe.

Pero de pronto, cuando las propuestas —que en realidad, son los nombres— se someten al escrutinio anónimo de los militantes (o como se llamen), David está a punto de dejar grogui a Goliath. De hecho, a efectos prácticos, lo hace. Casi todos leemos la derrota por la mínima como una victoria. También parece verosímil pensar que muchos de los votos no vienen solo de errejonistas sino de antipablistas. Se revela la toxicidad del kaiser morado y sus adláteres: producen damnificados a un ritmo endiablado.

Ahí es donde cobra sentido lo de la mala hora que anotaba al principio. El jijíjajá se va tornando en purga inminente. Los palmeros de Pablo, empezando por Echenique, se lanzan a Twitter bajo el lema #AsíNoIñigo. El pelo de la dehesa estalinista. ¿Hasta cuándo seguirá bajando la testuz el señalado como traidor?

Los no tan dignos

Leo, y no puedo decir que con disgusto, que se descascarilla COVITE. Doscientos afiliados —treinta, según los medios afines— de la asociación oficialista de víctimas del terrorismo han devuelto el carné, disconformes con los manejos de la dirección, y amagan con montar un nuevo tinglado. Uno que, en sus propias palabras, “responda al espíritu original”, expresión que mueve a la sonrisa a los que contemplamos desde la grada el fenómeno de la partenogénesis sucesiva de las diversas franquicias que mercan con el dolor genuino. Solo en la izquierda verdadera, como comentábamos hace unos días, se da tan frenético ritmo de escisión y refundación, siempre en nombre de los valores esenciales. Resulta imposible llevar la cuenta de la cantidad de grupúsculos desgajados en espiral que dicen atender a idéntico objeto social, que en sí mismo es muy noble. Y eso sí que es llamativo: la pureza de los fines que se afirma defender no casa con la inclinación a fragmentarse a cada rato, y menos, con las trifulcas tabernarias que suelen envolver a las desmembraciones. Tengo para no olvidar el escocido lamento de Iñaki Ezkerra al ser descabalgado por las bravas del Foro de Ermua por sus compañeros de pancartas, sinecuras y subvenciones. “Me han hecho más daño que ETA y todos los nacionalistas juntos”. Qué cabrón es el fuego amigo…

…Y qué revelador. Esos espectáculos de antiguos camaradas sacándose los higadillos sañudamente cuentan lo que hasta no hace demasiado era tabú siquiera sugerir. Bajo la capa de magnanimidad e integridad de muchas de estas cofradías —no diré que de todas— tenía asiento la condición humana en su versión menos amable. Fulanismos, envidias, antipatías sublimadas o viscerales, dedos que se alargaban hasta la caja, picaresca, tentaciones difíciles de vencer, sospechas de ser tomado por tonto o hecho de menos… Tarde o temprano, eso sale a la luz, como acabamos de ver una vez más.