Autocríticas o así

Después de cada baño de urnas, a los partidos les conviene pararse a pensar por qué las cosas han ido como han ido. Y no solo en caso de derrota. También cuando la cosecha de votos ha sido generosa, resulta un ejercicio de provecho hacer inventario de cómos y por qués. Siempre que se haga, claro, desde la sinceridad y no desde el subidón soberbio de trazo grueso que tiende a parir explicaciones como que se es el puto amo y/o que el pueblo esta vez ha sido muy listo y ha sabido escoger. Errores de diagnóstico de ese pelo suelen engendrar futuros y no lejanos batacazos. Vuelvo a escribir como ayer que cuatro años son un visto y no visto. Ahí tienen empacando sus efectos personales en este o aquel despacho a los que hace casi nada no había quien tosiera.

Centrémonos en estos y en los muchos otros que, llevando en el machito varios quinquenios, acaban de descubrir que su culo también es desalojable de una patada popular. Son excepción ínfima los que son capaces de reconocer que la han pifiado pero bien. Lo más que llegan a admitir, provocando una pereza infinita, es que “quizá no hemos sabido comunicar nuestro mensaje”, o en una formulación directamente insultante, que “tal vez la gente no ha sabido entendernos”. Y luego están los que cierran los ojos a su monumental trompazo y rebuscan en acera de enfrente algo que dé apariencia de triunfo a su fracaso. Casi me caigo de la silla el domingo por la noche, cuando miembros de unas siglas abofeteadas por el escrutinio retuiteaban aleluyas por la pérdida de la mayoría absoluta de un partido que les había triplicado largamente en votos y representación.

Los que nunca fallan

Me pongo cárdeno de la vergüenza al recordar la cantidad de veces que hasta el mismo jueves por la noche repetí que Gran Bretaña afrontaba las elecciones más reñidas en 70 años. Con qué convicción, oigan, lo fui diciendo en cada entrega de la portada informativa de Gabon de Onda Vasca, apuntalándolo con comentarios sobre el casi seguro panorama de desgobierno que se cernía sobre las islas y bla, bla, bla. Total, para que a las once de la noche llegara la encuesta a pie de urna de la BBC que descuajeringaba la cantinela, y en las horas sucesivas —que hay que ver lo que duran los recuentos por allá, oh my God!—, la confirmación de la mayoría absoluta del Partido Conservador de David Cameron. De lo que iba a ser, como mucho, un empate raspado a la victoria aplastante e incontestable, dejando por el camino los cadáveres políticos de sus tres principales rivales, ahí queda eso.

Tras un patinazo de tal medida, lo siguiente que uno imagina es una disculpa pública de quienes llevaban semanas vendiendo como cierto exactamente lo opuesto a lo que ocurrió. Porque no crean que la profecía fue solo cosa de plumillas sin pedigrí como el que suscribe. La habían echado a correr los analistas más sabiondos, los que beben en las mismísimas fuentes originales, los que están al cabo de la calle de cada secreto y de cada matiz. Comprobada la inmensidad de la pifia, ni siquiera  se han dado por aludidos. Al revés, han aprovechado el viaje para currarse floridos teoremas sobre por qué han fallado las encuestas, mientras alumbran nuevas martingalas como que a Cameron le va a ir peor que si hubiera perdido. Qué hachas.

La casta gana

Como a veces ocurre con el sexo, lo mejor de las elecciones es el cigarrillo de después. En cuanto se cierran las urnas y van llegando primero los sondeos israelitas y luego, los resultados reales, se despliega un gran espectáculo de prestidigitación donde a la vista de todo el mundo se dan la vuelta los discursos y los hechos incontrovertibles de un minuto antes. Y no me refiero solo a las encuestas, que esta vez, ni tan mal, sino a los principios grouchomarxianos e mobili qual piume al vento de los protagonistas de la berrea electoral.

Casi da igual el partido que tomen. Si vamos por el lado del ganador, que hablando de los comicios andaluces, ha sido indudablemente el PSOE, nos encontramos con que la victoria le deja en una situación objetivamente peor que la que tenía antes de la convocatoria anticipada. Si la disolución se justificó por la búsqueda de la estabilidad, Susana Díaz ha hecho un pan con unas hostias. Pero vayan ustedes, cuélense en los fastos celebratorios, y traten de explicárselo a dirigentes, militantes y simpatizantes del partido de Pedro Sánchez.

¿Y qué me dicen de los que antes de contar las papeletas proclamaban que el 22-M marcaría el principio del fin del régimen-del-78? Jodida digestión tienen ante la evidencia de que los partidos de tal régimen —incluyendo el de nuevo cuño, con sus 9 escañazos— les vapulean por cuatro a uno en la cámara. Tremenda paradoja la de Podemos, cuyos 15 parlamentarios deberían suponer un éxito del recopón y medio, si no fuera porque habían elevado las expectativas al doble y porque ahora solo sirven para hacer pinza con el PP. La casta gana.

Operación Ciudadanos

Llevo unos días, no sabría precisar cuántos, que a la vuelta de cada esquina mediática no paro de darme de morros con ese tipo con aspecto de yerno perfecto que atiende por Albert Rivera. En cualquiera de los formatos que se les ocurra. Si no es en el moribundo papel, es en versión digital, en magazines de radio de variado pelaje, o en cualquiera de las cien mil tertulias televisivas, igual en las progresís que en las fachunas. Cual si hubiera accedido al don de la ubicuidad, ahí está el cansino fulano vendiendo su moto ante obsequiosos compañeros de mi gremio que le despliegan la alfombra y se las ponen como a Fernando VII.

Palabra que no soy dado en absoluto a las teorías de la conspiración, pero ante tal bombardeo y tan contumaz, empiezo a sospechar que hay en marcha una Operación Ciudadanos. ¿Con qué objetivo? Eso ya no lo tengo tan claro. A primera vista, se diría que se trata de construir un antídoto contra la emergencia imparable de Podemos. Plagiando descaradamente, por cierto, la fórmula que ha llevado al éxito fulgurante a la formación de los círculos.

Según las encuestas, que a saber si son cebos o estudios medianamente creíbles, la cosa está funcionando bastante bien; cuarta o quinta fuerza, y subiendo. Donde me pierdo es en si los potenciales votantes de la cosa se los arramplarían a Pablo Iglesias, como parece la intención de los que nos meten a Rivera hasta en la sopa, o saldrían de otros caladeros. Estaría por apostar que, aparte del mordisco al chiringuito infecto de Rosa de Sodupe, no pocos vendrían del PP o de lo que le reste al PSOE. O sea, un pan como unas hostias.

Grecia, patria querida

A ver cómo contamos en Twitter, esa gran corrala, que en las elecciones griegas del día 25 solo podrán votar las ciudadanas y los ciudadanos del país heleno. Menudo bajón para el ejército de insurgentes empijamados que se han tomado los comicios como un ensayo general de lo que habrá de venir por aquí —eso se vaticina— antes de que finiquite este año de prodigios que apenas hemos estrenado. Si en el fondo no hubiera un grandioso drama, sería para descogorciarse de la risa la brutal exhibición de cuñadismo hispanistaní que se desató en cuanto se anunció el adelanto electoral.

Como gracia menor, la infantil disputa entre las formaciones de izquierda o asimiladas sobre a cuál le corresponde el honor de ser la versión local de Syriza. Al final, empate múltiple, porque el vivo Tsipras tiene fotos con un amplio surtido de pegatinas y en variedad de compañías. Pero la verdadera enjundia está en el atrevimiento con el que a cuatro mil kilómetros de distancia los sabios analistas cañís aleccionan a los griegos sobre lo que deben votar. Lo entretenido es que, al mismo tiempo que practican esa suerte de inútil proselitismo —nadie les va a hacer ni puto caso—, echan las muelas ante idéntica actitud, solo que a la inversa, por parte de la derechuna, el FMI y la señorita Rotten-Merkel.

Por supuesto que está muy feo sacar la cacharrería chantajista y amenazar con el sinnúmero de plagas que llevaría adosada la victoria de la coalición radical. Sin embargo, no está demás recordar que la decisión última está en manos de quienes deberán padecer o disfrutar las consecuencias de lo que voten. Los demás, chitón.

Mas, ¿órdago o trágala?

Igual que el legendario plan Ponds prometía belleza en siete días, el (nuevo) plan Mas ofrece la independencia de Catalunya en año y medio. Al primer bote, no suena mal, y menos, mirando la cosa desde esta parte del mapa, donde todavía no nos hemos puesto a la tarea y está por ver si lo haremos seriamente. Otra cosa es que lo que propone el President, que huele a trágala que es un primor, sea medianamente factible. ¿Que por qué no va a serlo? Pues, si me dejan que me ponga metafísico, porque no lo ha sido. Quienes conserven copia de la hoja de ruta original comprobarán que en ella se preveía que a estas alturas del calendario la soberanía plena estaría a falta del penúltimo hervor. Sin quitar importancia a lo muchisímo que ha ocurrido hasta ahora, únicamente haciéndose trampas al solitario o pésimamente aconsejados por la autocomplaciecia, se puede concluir que el proceso está donde se esperaba.

Se diría que todo el camino anterior, incluyendo la consulta tan emotiva como descafeinada, formaban parte del ensayo general y que esta, la que anunció Mas el martes, es la buena. Sin entrar en las dificultades para concretar la lista única ni en el riesgo de que el planteamiento acabe favoreciendo al unionismo español —en política dos y dos pueden ser tres—, cabe preguntarse qué garantía hay de que el referéndum que convoque el gobierno de emergencia no vaya a correr la misma suerte que el 9-N. Probablemente, el cálculo se base en la creencia de que para el momento de su celebración habrá cambiado la mayoría en Madrid. Francamente, aunque tal vuelco se produzca, yo no las tendría todas conmigo.

Ojalá gane Podemos (2)

Arrastro una maldición que, de alguna manera, yo mismo me he labrado. Como soy pródigo en ironías, cuando hablo en serio, (casi) todo el mundo me toma a chunga. Ayer, sin ir más lejos, me hinché a recibir codazos cómplices, guiños, pescozones cariñosos y pulgares hacia arriba en Facebook que, seguramente, no me correspondían. También puyas y puñetazos dirigidos al plexo solar por hacer gracias de cuestiones solemnes. Palabrita del niño Jesús que no bromeaba cuando expresaba mi deseo —diría mi anhelo— de que Podemos arrase en las próximas elecciones generales ni cuando rogaba encarecidamente que se adelante a ya pero ya la cita con las urnas. Léanme los labios: no siendo ni de lejos pablista (y menos, monederista), he llegado al convencimiento de que lo mejor que puede pasar —o si quieren, lo menos malo— es que los morados alcancen el poder cuanto antes.

Para empezar, mucho peor que el PP no parece que lo puedan hacer. Y si la otra alternativa es la gran coalición, que apenas llegaría a mediana, para volver a colarnos la jugada de 1978, qué quieren que les diga: me arriesgo con lo malo por conocer. ¿Cuánto de malo? Pues ahí estará la gracia y/o la desgracia. En los diez meses de fulgurante subida, Podemos se ha comportado como ese cuñado instalado en la certeza de que los demás no tienen ni puta idea. Cualquiera que haya padecido esta peste familiar sabe que la vaina se acaba en cuanto al pavo en cuestión le pones el destornillador en la mano y le dices: “Hala, majo, ahora lo haces tú, a ver qué tal”. Es urgente cederles la caja de herramientas y observar cómo se les da pasar de las musas al teatro.