Contra todas las impunidades

No se me escapa que en la trastienda hay un impulso político, o sea, politiquero. O, hablando más en plata, incluso el eterno uso a beneficio de obra de la violencia terrorista. Pero es muy justo y muy necesario que por una mayoría considerable la Comisión de Peticiones del Parlamento Europeo se haya pronunciado a favor de solicitar a “las instituciones competentes” (expresión literal) que busquen el modo de considerar los asesinatos de ETA como crímenes contra la humanidad. Lo que se pretende es algo muy simple: que no prescriban, de modo que el paso del tiempo no sea obstáculo para que vayan al olvido los 379 atentados mortales de la banda todavía por esclarecer.

Frente a un enunciado tan básico, quedamos retratados todos. Se está reclamando exactamente lo mismo que reclamamos para los crímenes del franquismo y del postfranquismo, igual la matanza del 3 de marzo en Gasteiz que las ejecuciones de Jose Arregi o Lasa y Zabala, entre muchísimas otras. Si estamos de acuerdo con lo uno, no podemos arrugar el morro ante lo otro. Y viceversa. La impunidad no debería ir por parciales. Así que, o nos acogemos a la mandanga del “hay que pasar página” o demostramos que creemos siempre en la verdad, la reparación y la justicia.

Escribo esto, no se lo niego, con una melancolía infinita porque es de sobra conocida la bibliografía presentada por nuestros tirios y nuestros troyanos, incapacitados voluntariamente para distinguir vigas de pajas, según el ojo. Duele pensar que en la inmensa mayoría de los crímenes sin esclarecer, los de ETA y los otros, sería extraordinariamente fácil determinar las responsabilidades.

La no confesión de Martín Villa

Grandes titulares que acaban en pellizco de monja: “Martín Villa reconoce que pudo ser responsable político y penal de homicidios y torturas”. Son, presuntamente, palabras del exministro postfranquista de Gobernación en un desayuno informativo a mayor gloria de sí mismo. Al descender a la letra pequeña, lo que resulta que ha dicho el individuo es que “es posible que en un rapto de locura hubiera podido ser el autor material” de los crímenes que le atribuía la juez argentina María Servini y de los que finalmente quedó exonerado por puras cuestiones de forma. Es decir, que el tipo se estaba cachondeando vilmente de la gravísima acusación que pendía sobre él, una vez que tiene claro que se va a ir de rositas. Y aún tuvo el cuajo de añadir que la querella no le quitó ni un minuto de sueño. No deja de ser una prueba más, por si no teníamos suficientes, de su ínfima catadura moral.

Lo tremendo es que en las enciclopedias y en las historietas oficiales, Rodolfo Martín Villa aparecerá como uno de los autores del milagro democrático español. Habrá que aceptarlo apretando los dientes. Quizá fuimos muy ilusos al creer que iba a quedar acreditada y señalada judicialmente su responsabilidad por acción (más que por omisión) en la masacre de Gasteiz del 3 de marzo de 1976, en el asesinato de Germán Rodríguez a manos de la Policía Armada en los sanfermines de 1978 o en otros episodios de aquella Transición sangrienta. A quienes vivimos todo aquello, incluso siendo apenas unos chiquillos, nos queda la convicción indeleble de que esos hechos siniestros de los que ahora hace chistes llevan en todo o en parte su firma.

Difícil de entender

El único condenado por la muerte de Iñigo Cabacas no irá a la cárcel. Como ya sabrán, y seguro que les ha sorprendido tanto como a mi, la Audiencia de Bizkaia ha suspendido su pena en atención a dos circunstancias, una jurídica y otra personal. La primera es que fue condenado por un homicidio imprudente, por omisión y no doloso. Dicen los autores de la decisión que eso relativiza la intensidad del comportamiento criminal de cara a una hipotética reincidencia. En cuanto a lo personal, se indica que su estancia en prisión sería especialmente gravosa debido al reciente fallecimiento de su esposa y a que tiene un hijo. Como profano, desconozco si es habitual que se actúe con la misma comprensión con otros condenados. Estaría por jurar que no. Hay algunos casos que parecen indicar justamente lo contrario.

No entraré en si el agente debería pasar en una celda el tiempo que estipula la condena de la propia Audiencia de Bizkaia refrendada por el Supremo. Pero sí trato de buscar un porqué a una resolución que refuerza la idea de la impunidad que ha rodeado todo el proceso. Mi opinión absolutamente personal e intransferible es que tanto el fiscal como sus señorías han podido pensar, junto a otras personas entre las que me encuentro, que el ertzaina acabó cargando con un mochuelo que no era solamente suyo.

Hinchas pandémicos

Qué sorpresa, ¿verdad? Centenares de aficionados del Athletic se arracimaron en Lezama para despedir a su equipo, que marcha a Sevilla a disputar la final de Copa contra el eterno rival del otro lado de la A-8. Por activa, por pasiva y por circunfleja se ha rogado encarecidamente a los animosos hinchas que se abstuvieran de cualquier movilización multitudinaria antes, durante y después del partido. Pues la primera, en la frente, como aúllan las tristes imágenes que no dejan de correr en las últimas horas. Mando desde aquí un aplauso rezumante de ironía a esos memos que, siendo plenamente conscientes de que no esta el horno pandémico para bollos promiscuos, se pasaron por la entrepierna el riesgo de contagio en la creencia —es decir, en la superstición— de que ellos y sus colores bien merecen el riesgo de visitar la UCI o provocar la muerte de sus padres. Ya si eso, los enterrarán con una bandera roja y blanca, eup.

Bravo también por el club, que dio pelos y señales para que se produjera la bochornosa concentración. Como escribió ayer el vicelehendakari Erkoreka, espero que la vergüenza de las imágenes de Lezama sirva para evitar que se repitan hoy en Zubieta cuando parta la Real hacia la capital hispalense. Ojalá sean también el antídoto de cualquier intento de celebración mañana. Pero lo dudo.

Patada en la puerta

No hay discusión. Una patada en la puerta es de lo más antiestético. Peor que eso: es abiertamente contraria a las garantías jurídicas más primarias. O directamente un atentado a los derechos básicos. Incluso mentes obtusas como la mía lo entienden y hasta lo defienden. También es verdad que ahí se acaban mis certezas y comienza mi proceloso mar de ignorancias. La primera de ellas es obvia y presumo que compartida con muchos lectores: si lo escrito es así, ¿qué sentido tiene dictar normas de lucha contra la pandemia que atañen a lo que ocurre en el interior de los inexpugnables domicilios, moradas, residencias, aposentos, quelis u hogares?

Quiero decir que parece que sirve de bien poco prohibir reuniones de no convivientes —da igual para jugar al parchís que para correrse un fiestón multitudinario—, si no hay modo práctico de llevar a cabo la disposición. En el mejor de los casos, estamos abocados a imágenes delirantes como la de varias patrullas de la Ertzaintza haciendo vigilia durante horas en un convento de Derio hasta que los participantes de un sarao etílico sin mascarillas ni distancia tuvieron a bien salir. ¿Es lo que cabe hacer ante cada una de las incontables juergas a puerta cerrada que se celebran a diario? Pues asumamos que tenemos un problema muy gordo en la lucha contra el virus.

Desmemorias

El martes pasado, una juez de Iruña mandó al fondo del cajón la querella que pedía que se esclareciera lo que ocurrió en los sangrientos sanfermines de 1978 y, particularmente, la muerte de Germán Rodríguez a consecuencia de un balazo de la policía postfranquista. Sostenía su señoría que el asunto estaba ya dilucidado en tribunales —era cosa juzgada, según la jerga—, en referencia a diversos procedimientos judiciales llenos de trampas y agujeros que habían establecido que no había forma de relacionar a los uniformados señalados con los hechos. En resumen: como los culpables se fueron de rositas una vez, así será para los restos. Impunidad se llama la vaina.

Como es no solo lógico, sino justo y humano, la decisión de la togada nos removió las tripas a los que creemos en una memoria completa. Que hayan transcurrido 42 años de los oprobiosos hechos no puede servir de excusa para echar tierra sobre el asunto. Las heridas de quienes padecieron aquello siguen abiertas. No creo que sea nada difícil de comprender, ¿verdad? Pues si tuviéramos una gotita de honradez personal e intelectual, veríamos que exactamente por el mismo principio, cuando se descubre un zulo con material que sirvió para matar, no es de recibo alegar que el arsenal tiene diez años y que en este caso sí procede pasar página.

Caso Ellacuría: faltan culpables

Nos han puesto fácil el juego de palabras. Al final, Inocente era culpable. Muy pero que muy culpable. Como me consta que hablo de una de esas noticias que, pese a su importancia, pasan desapercibidas para el común de los mortales, me apresuro a aclarar que hablo de una escoria humana llamada Inocente Orlando Montano. La Audiencia Nacional acaba de condenar a este tipejo, excoronel del ejército salvadoreño, por el vil asesinato del jesuita portugalujo Ignacio Ellacuría, junto a otros cuatro religiosos, una cocinera y su hija en la Universidad Católica del país centroamericano en noviembre de 1989. Le han caído 133 años de cárcel como instigador de ese brutal crimen que marcó a los de mi generación y que representa la reproducción a escala de una época terrorífica en toda América Latina.

Se supone que la condena, más de cuatro decenios después, debe aliviarnos o, incluso, alegrarnos. He leído varios testimonios de muy buena gente en este sentido. Sin embargo, reconociendo que es un paso, me temo que no alcanza para reparar ni para aclarar ni en una millonésima parte aquella atrocidad. El tal Montano apenas era un apéndice de un siniestro aparato justiciero montado por los gobiernos salvadoreños y diferentes administraciones estadounidenses… ante el silencio cómplice de, entre otros, Juan Pablo II.