Vicepresidente o nada

El psicodrama de la investidura entre Sánchez e Iglesias va teniendo banda sonora de Pimpinela. El matiz acongojante es que la interpreta la orquesta del Titanic mientras el transatlántico avanza con decisión hacia el iceberg de la repetición electoral. Ninguno de los dos gallos parece dispuesto a apartarse el primero. Al contrario, la paradoja física es que con cada intento de acercamiento acaban un poco más lejos.

Hay una teoría, entre cínica, cándida y voluntarista, que sostiene que todo forma parte de un estudiado guión que concluye con la salvación en el último segundo, un suspiro de alivio y un beso de tornillo con fundido a negro. Aparte de la falta de respeto hacia la ciudadanía que implica un planteamiento así, el riesgo de que el espectáculo se vaya de las manos es demasiado alto. Humildemente les confieso que, pese a mi larga experiencia de espectador de estas pantomimas, ahora mismo soy incapaz de asegurar cuánto hay de sobreactuación y cuánto de cabreo auténtico en las posturas de los protagonistas y sus respectivos séquitos.

Por lo demás, me desconcierta que quien hemos tenido como genio de la comunicación política, Pablo Iglesias, se esté dejando comer la merienda ante la opinión pública. Fuera de los muy forofos, el común de los mortales que atiende a la representación está convencido de que el escollo del acuerdo es la obsesión ególatra del líder de Podemos por hacerse con un puesto en el gobierno al precio que sea. Su contrincante en la negociación, el PSOE, aprovecha este flanco débil. Ayer filtró que en la reunión en el Congreso se llegó a exigir una vicepresidencia. Y sonó muy creíble.

Investidura… o no

¿Una investidura canicular, Don Camilo? ¡Venga! No se diga más. El 22 de julio, día de Magdalenas, cuando por Bermeo, Mundaka y Elantxobe tiren la teja, Pedro Sánchez tirará los tejos a quienes pueden procurarle la renovación de su estancia en La Moncloa. Mal pinta la cosa hasta ahora. Tanto, que a la hora de darnos las fechas, han incluido la de la primera votación —23 de julio—, la de la segunda —25 de julio, Santiago y cierra España— y la de la probable repetición de las elecciones, allá por el 10 de noviembre. Si fuera una peli de serie B, que lo parece, al retorcido gurú de Sánchez, Iván Redondo, le brillaría el colmillo. ¡Tachán!

Como ya anoté por aquí, resulta entre divertido y escandaloso que con la supuesta urgencia que había en buscar la estabilidad, se plantee la cuestión como un juego de estrategia. O más bien, de cachazudez, porque parece que la vaina va de quién se para el último al borde del precipicio. Y a todo esto, la ciudadanía a la que todos invocan y en cuyo nombre aseguran hablar, alucinando en colorines ante la desparpajuda irresponsabilidad de quienes recibieron sus votos. Eso, claro, si no son tan inconscientes como el que suscribe y pasan un kilo de los jueguecitos de tronos que se traen los que lo tienen a huevo para pactar y no lo hacen por un dame acá ese ministerio o por unas cuentas de la lechera que determinarían un notable aumento de respaldo. Menuda ceguera o prepotencia sin matices, no contemplar que las urnas las carga el diablo y que si se soba mucho la entrepierna al personal, los nuevos comicios pueden tener como desenlace inesperado que esta vez sí sumen las tres derechas.

Ping-pong eterno

¿Recuerdan la urgencia con la que se convocaron las elecciones generales? Se nos hizo creer que había una prisa loca en darle un tajo al nudo gordiano del bloqueo para afrontar no sé qué cuestiones inaplazables. Pues mañana se cumplirán dos meses de la cita con las urnas y este es el minuto en que seguimos sin novedad en el Alcázar, o sea, en La Moncloa. Mimetizado en Rajoy —¿seguro que cambió el colchón?—, Pedro Sánchez tira de cachaza y se deja llevar en la placidez de la presidencia en funciones.

El cuajo alcanza tal nivel que en este tiempo apenas hemos oído de sus labios nada que tenga que ver con su investidura. De eso se encargan sus fieles escuderos, la vicepresidenta interina, Carmen Calvo, y el chico para todo, José Luis Ábalos, que va camino de batir el récord sideral de comparecencias públicas inútiles. Según salen de su boca, las palabras caducan. Ahora está todo muy avanzado para un gobierno de cooperación, ahora las posturas están a siglos, ahora, ya si eso, hasta se le tiran a los tejos a Ciudadanos, a ver si en su zozobra muerde el anzuelo y caen unas abstenciones del cielo.

Para nota también, lo del presunto socio preferente. El inquilino del chalé de Galapagar amenaza una noche con hacer morder el polvo a Sánchez para jurar a la mañana siguiente que el acuerdo está más cerca de lo que parece. Y apostilla el mendicante de ministerios, con cinismo insuperable: “aunque tengan que pasar dos meses y medio”. Efectivamente, es lo que parece. Nos toman a los ciudadanos por el pito de un sereno. Sus vidas no van a cambiar salga el sol por donde salga. El ping-pong que dijo Iglesias puede ser eterno.

Ciudadanos, en barrena

La banda sonora de esta columna la pone Carolina Durante. “Todos mis amigos se llaman Cayetano; no votan al PP, votan a Ciudadanos”. Veremos si en el futuro hay que modificar el ripio. No corren los mejores tiempos para la cuadrilla del chaval del Ibex. ¿O será ya ex-chaval? Llámenme conspiranoico, pero empieza a darme a la nariz que las sonoras deserciones que estamos viendo no son fruto de la casualidad. Igual que un día asistimos a una evidente operación de montaje a golpe de talonario de una fuerza que sustituyera al PP en caso de colapso gaviotil, se diría que ahora los financiadores tratan de frenar el invento.

Es verdad que suena un poco raro, pero vamos a ver si me explico. Fallado el objetivo original de hacerse con el gobierno de España —el poder territorial es importante pero secundario— con la suma de las tres derechas, el plan de contingencia consiste en evitar que Sánchez repita en Moncloa apoyado por Unidas Podemos y/o el resto de partidos disolventes que ustedes saben. Y eso pasa inevitablemente por que los naranjas se traguen sus bravuconadas del cordón sanitario contra el PSOE y acaben facilitando la investidura de su presunto archienemigo a través de la abstención. En nombre, ya saben, de la sacrosanta estabilidad. No es la primera vez que se ha hecho; recuerden cómo consiguió Rajoy su segundo mandato.

¿Funcionará la presión? Para ese fin, estaría por apostar que no. Es tarde para que Rivera, convertido ya en un Napoleón de lance, recule. De hecho, da la impresión de que Sánchez lo ha asumido y su dilema actual es pactar con Iglesias o jugársela a otras elecciones. Pura elucubración, conste.

Catalunya, sobre la bocina

Si no hay Llarenazo que lo impida —no descartable, ojo—, todo apunta a que mañana habrá un president investido en Catalunya, e inmediatamente después, un govern. Todo, a apenas una semana para que la carroza se volviera calabaza, es decir, para la convocatoria automática de otras elecciones. La primera pregunta es si para este viaje han sido necesarias semejantes alforjas como las que llevamos coleccionadas en los últimos seis meses. Ocurre, me temo, que la respuesta no va a salir de la reflexión, sino del corazón, o sea, de las tripas, que son desde hace mucho los motores del soberanismo y del antisoberanismo.

Empezando por los segundos, a ellos plín, pues duermen en el cómodo Pikolín que supone dejar a los otros cocerse en su propio jugo, cárceles, expatriaciones y procesos judiciales incluidos, mientras crecen el encabronamiento y/o la apatía de la sociedad. Qué más quieren las huestes de Naranjito que seguir medrando en la encuestas a costa de aparentar que son el freno y el látigo del separatismo. En cuanto a Rajoy, si algo le incomoda, es lo mencionado: que el pastel se lo está comiendo otro. Más allá de esa faena, el catalán no es su problema.

Y en cuanto a quienes van a investir al president número 131, es de probable que argumenten que la culpa de esperar al último minuto ha sido de los villanos del otro lado. Puede que no sea incierto, pero el solo hecho de señalarlo implica reconocer quién llevaba la manija… y quién la va a seguir llevando. Por lo demás, desde el 21 de diciembre, ha habido unas cuantas oportunidades de encontrar una solución como la que ha acabado cayendo por su propio peso.

El traidor traicionado

Caray con las 155 monedas de plata de Rufián. Han resultado de ida y vuelta. Ahora el que se siente vendido es el que fue acusado de vendedor. La sospecha de traición es un clásico en cualquier grupo. Pura condición humana. O condiciones, en plural, porque lo habitual es que se junten la desconfianza hacia los otros y la inseguridad respecto a uno mismo. Siempre es más fácil echar la culpa a los demás, y no es improbable que la tengan. Solía decir Leopoldo María Panero que el problema de los paranoicos como él era que al final había alguien que los perseguía de verdad.

En el caso que nos ocupa, el de Carles Puigdemont, la sentencia es cierta en varios sentidos. En el literal, porque hay una justicia injusta que va tras él por tierra, mar y aire (Zoido dixit), pero, además, en otros metafóricos. También tiene el aliento en su nuca de la propia leyenda que se ha forjado, impeliéndole a ser el héroe que seguramente nunca sospechó que sería. Y para empeorar la situación, termina de acorralarlo el mismo peso de sus actos. Era cuestión de tiempo, y no de mucho, que llegara al final de la escapada.

Diría que la conciencia —¿o consciencia?— de todo eso es lo que le llevó a escribir los ya celebérrimos mensajes a su (descuidado) amigo Comín. Tal y como se disculpó, un humano momento de debilidad de alguien sometido a enorme presión, pero de igual modo, un arranque de lucidez y de sinceridad. Si no pusimos pegas a la difusión del “Luis, sé fuerte” de Rajoy ni al “Compi-yogui” de Letizia Ortiz, no cabe desviar el debate para evitar lo sustancial del episodio. En cuatro palabras: “Esto se ha terminado”.

Investidura o así

Venga, va. Marchando el enésimo día histórico para Catalunya. Esta vez se trata de la investidura del President que ha de comandar la nueva etapa. No les digo de qué porque hasta eso ha quedado en difusa nebulosa. Y ahí tenemos ya una pista sobre quién maneja esta barca. Como todas las anteriores jornadas para la posteridad que se han dado desde el 27 de octubre de 2017, el ritmo y las normas de juego las marca el Estado español. Comprendo la jodienda que implica recordarlo, pero es que lo contrario nos llevaría al autoengaño.

Allá quien quiera timarse a sí mismo en el solitario. Lo contante y sonante es que, cuando de acuerdo a aquella hoja de ruta que se nos dijo estaba grabada en mármol y meditada al milímetro, deberíamos haber cumplido el primer trimestre de independencia, sigue habiendo un gobierno intervenido. Con menos capacidad de decisión que el de Murcia, para expresarlo de un modo claro y, supongo, doloroso.

Más allá de la épica, cada capítulo que ha sucedido desde la promulgación del 155 hasta hoy mismo ha respondido a la voluntad de Madrid. Eso incluye las elecciones del 21 de diciembre, los encarcelamientos y las libertades condicionales, las mil actuaciones judiciales, las expatriaciones, y lo que de momento es lo último, esta investidura que puede acabar no siendo tal cosa. Por de pronto, varios consellers desplazados han tenido que renunciar a su acta, conscientes de que caminan por el lado más débil de la cuerda. Recuerdo las palabras de Girauta: “Se aplicará el 155 las veces que haga falta, hasta que tengamos el Gobierno que sea el que nos merecemos los catalanes”. Pues eso.