Opinar según de qué

Zapatero a tus zapatos. Me conmina a ello con prosa altiva un anónimo —qué raro— que sostiene que mi columna sobre la rebaja de pena al maltratador del portal es producto de mi inmenso desconocimiento sobre los procesos judiciales. Como primera providencia, en lo que es casi un puro acto reflejo, me sonrío al pensar cuántas veces me espetan últimamente tal martingala. Los compradores de bebés, sin ir más lejos, que porfían que solo si te has pulido de 100.000 pavos para arriba en los mercados semiblancos estás en condiciones de opinar sobre sus transacciones con vidas de por medio.

Cosas del pelo me han soltado los partidarios del toro de la Vega, los conspiranoicos del 11-M, los defensores de la invasión de Irak o, por no hacer interminable la lista, esa parte de la afición del Betis que tiene como ídolo intocable al presunto maltratador Rubén Castro. Si su argumentación fuera medio solvente, debería yo afearles que, sin tener ni la titulación ni los rudimentos mínimos, metan su hocico en los insondables andurriales del periodismo.

No desdeño, sino al contrario, la importancia de la documentación antes de ponerse a aporrear las teclas. Ahora bien, una vez recopilados y contrastados los datos mínimos, y aun dejando lugar al posible error, el resto es cuestión de honestidad y sentido común. En el caso que ha dado lugar a estas líneas, no parece necesario haberse esnifado el Aranzadi al completo para criticar, incluso en términos duros, que se le imponga una pena de risa a un tipo al que todo el mundo ha visto golpear con saña a una mujer. Más sorprende y desazona que se defienda tal proceder.

Catalá enseña el camino

Como la Justicia es igual para todos y al duque empalmado le faltan abogados, el ministro español de la Cosa, Rafael Catalá, se ha puesto en primera línea de defensa del sujeto. Y no crean que para soltar la soplagaitez de la confianza debida en el Estado de Derecho y sus mariachis con toga y puñetas, qué va. Es gracioso que manifestarse ante un tribunal sea una intolerable coacción a los jueces, mientras que el titular gubernamental del negociado jurídico se puede permitir el lujo de señalar el buen camino a los encargados de tomar, en este caso, la decisión sobre si el marido de la infanta (graciosamente) absuelta debe entrar o no en el trullo.

Traguen saliva antes de leer, que corren el riesgo de ahogamiento ante la desfachatez supina del gachó: “La prisión preventiva es una medida extraordinaria en nuestro Derecho. Privar de libertad a una persona cuando todavía no ha finalizado definitivamente una causa es una medida absolutamente extraordinaria. Por lo tanto, [en el ingreso en prisión de Iñaki Urdangarín] tiene que estar muy justificado por qué es necesario anticipar una pena privativa cuando todavía no hay sentencia definitiva”. Tracatrá.

Por supuesto, tal lección de retorcimiento de la legalidad hasta el corvejón solo es de aplicación con reos de alcurnia, aunque sea adquirida por vía inguinal, como ocurre con el tipo del que hablamos. Cualquier otro pelagatos, y especialmente algunos, se va al talego de cráneo a esperar, no ya la sentencia firme, sino la mera apertura del juicio oral. Hay ejemplos sangrantes. Piensen, sin ir más lejos, en los jóvenes de Altsasu. Y no son los únicos.

Menos da una piedra

Quién me lo iba a decir, los años me van haciendo un tipo eminentemente pragmático. Nada para evitarse berrinches ulcerosos como practicar la limitación preventiva de daños. Imaginemos, por ejemplo, que por una serie de carambolas insospechadas, llega a juzgarse a una infanta de España —hija y hermana de sendos reyes ejercientes—, a su jacarandoso marido y a una patulea de cortesanos sinvergonzones que (presuntamente, vale) se lo llevaron crudo traficando con pasta del común de los mortales. Lo último que me da por pensar es que la monarquía española se va a ir al guano en el mismo viaje. Y lo penúltimo, que a los procesados les va a caer la pena que se merecen. Qué va. Tiro de realismo liofilizado en mi propia bilis, y al escuchar la impepinable sentencia aguachirlada, me digo que menos da una piedra y que no arriendo la multimillonaria ganancia a la señora de sangre azul, su consorte y el resto de jetas que han pasado el tragazo del banquillo, acaben o no en la trena.

Lo único que lamento y de verdad me produce una notable quemazón es saber que el parné no será devuelto y que se seguirán repitiendo todas estas mangancias avaladas por el timbre y lacre de la borbonidad. A partir de ahí, me sitúo en modo junco hueco, abro la espita del cinismo, y me aplico a contemplar el espectáculo que acarrean los episodios así. Este en concreto tiene su puntito de circo romano, con la plebe enfebrecida mostrando el pulgar hacia abajo. Es para tesis, oigan, lo de esos que suelen dar teóricas sobre la inutilidad de la cárcel pidiendo ahora que encierren en una mazmorra oscura a los otrora duques empalmados.

3 de marzo, no tocar

Para una juez de Gasteiz, la matanza del 3 de marzo de 1976 es una cuita del pasado que no hay que remover. A instancias, cómo no, de la peculiar fiscalía de Araba, su señoría ha desestimado la querella de las Juntas Generales del territorio bajo una de esas argumentaciones entre la perogrullada y el encaje de bolillos que tan queridas le son al gremio de las togas y las puñetas.

En la versión corta, y aunque cupiera tipificarlos como asesinatos u homicidios, la cosa se resume en que los hechos está prescritos. Nos ha jorobado, diríamos los legos. Ya imaginábamos que era así, y es de cajón que por eso mismo, lo que se pide en la denuncia es que se califiquen los sucesos como delitos de lesa humanidad, que son los no sujetos a caducidad. Pero ahí es donde viene el jeribeque judicioso. Como quiera que la ley que introduce la figura de delito de lesa humanidad en el derecho penal español es de 2003, se concluye que no cabe aplicársela a acontecimientos anteriores a su promulgación.

Seguramente, es un razonamiento técnicamente irrefutable. Tanto como moralmente injusto y hasta mezquino. Mucho más, si tenemos en cuenta que lo que buscan esta y otras querellas no es llevar a la cárcel a los culpables de la masacre que siguen con vida, sino determinar su responsabilidad criminal en lo que el tristemente célebre policía de la grabación denominó “la paliza más grande de la Historia”. No tiene ni medio pase que 41 años después de aquella actuación policial a sangre y fuego, la versión oficial, amén de dejar marchar de rositas a quienes la ordenaron y ejecutaron, siga convirtiendo a las víctimas en verdugos.

Renta… ¿universal?

Se amplía el repertorio de los grandes debates vacíos para burguesotes sin reparos, progres de pitiminí y algunos incautos que nos pillan en medio. Uno de ida y vuelta. Viejo como el hilo negro o, mejor aun, como la idea de la piedra filosofal. ¿Qué otra cosa sería sino convertir el plomo en oro la erradicación definitiva de la pobreza mediante algo tan simple como entregar a todos y cada uno de los seres humanos una cantidad de dinero suficiente como para cubrir las necesidades básicas? Bueno, o las no tan básicas, que en algunas de las versiones se habla de cifras de café, copa y puro.

Oiga usted, socuñao, que detrás de este prodigio hay economistas de la más reconocida solvencia. No lo negaré, como no se podrá negar tampoco que hasta la fecha ganan por macrogoleada los expertos, incluidos los teóricos de izquierda, que ni se plantean perder un segundo con algo que no llega ni a utopía. ¿Que hay experiencias de larga tradición? Sí, esos casos difusos como el diminuto experimento finlandés recién iniciado o el reparto de unas migajas procedentes de la ¿malvada? explotación petrolífera en Alaska.

Imaginemos, con todo, que los números dieran. ¿Sería un sistema justo? Si la respuesta es sí, tendremos que revisar la defensa de la bondad de la progresividad fiscal o las críticas a los impuestos lineales como el IVA. Ni entro en la delicada cuestión de si sería una invitación a no buscarse las alubias. Me quedo sin dudar con una renta mínima lo más digna y mejor gestionada en su distribución que sea posible para aquellas personas que lo necesiten. Perfeccionar lo que ya hay debería centrar el debate.

Santa Teresa de Calcuta

Como el ser imperfecto que soy, me resulta imposible vencer la tentación de recurrir al clásico, casi topicazo sobado, del Quijote. Con la Iglesia topamos, amigas y amigos lectores. Unas palabras — quizá un tanto desabridas, puedo admitirlo— sobre la ya oficialmente santa Teresa de Calcuta han hecho caer sobre mi la ira de los justos. También de media docena de injustos que me han dado hasta en el cielo de la boca y han llegado a bromear, jijí jajá, con mandarme un pistolero. Ahí les den a estos últimos. Me interesan los primeros, entre los que se cuentan personas a las que aprecio, admiro y, por encima de todo, respeto. Lamento sinceramente haberlos irritado con mi prosa de alto octanaje, y si hace falta, retiro los epítetos que les encorajinaron —lo de “lunática con velo”, singularmente—, pero me reafirmo en el mensaje de fondo.

Insisto en que entre mis muchos defectos no está el anticlericalismo trasnochado. No me cuesta nada reconocer que la solidaridad y la justicia más genuinas las practican desde hace mucho y sin presumir religiosas y religiosos. No puedo incluir ahí a quien, como la madre Teresa, una y otra vez hablaba de la pobreza, no como algo que hay que combatir y erradicar, sino como una especie de don de Dios. Sus citas sobre la belleza y la alegría de la miseria son incontables. Y respecto al funcionamiento de sus centros, abundan los testimonios críticos de gentes fuera de toda sospecha. Algunos los he recogido de primera mano a lo largo de años y otros, perfectamente documentados, están al alcance de quien los busque en internet. Tal cual lo pienso lo escribí y lo escribo.

Justicia, ¿para quién?

Sanfermines 2014, concretamente, 8.37 de la mañana del 13 de julio en la calle Estafeta. Un baboso se abalanza sobre una joven que le ha dejado bien claro que no quiere nada con él. La sobetea por todo el cuerpo e intenta besarla, mientras ella tiembla, llora, le suplica que la deje en paz y grita el nombre de su novio. Cuando llega este, que venía de correr el encierro, le larga al agresor sexual un puñetazo en la cara que le hace caer al suelo, chocando con la cabeza en el adoquinado. A consecuencia del golpe, el tipo es operado, pasa 28 días hospitalizado y más de 200 de baja.

Dos años más tarde, y cuando aún duran los ecos de otras fiestas de Iruña empañadas por numerosos ataques a mujeres, llega la llamada Justicia a dictar sentencia y, en el mismo viaje, a mostrarnos el mecanismo del sonajero. Para el agresor sexual, al que deja en simple abusador, y le aplica la atenuante de embriaguez, una condena de un año —que seguramente no llegará a cumplir— y una ridícula indemnización a la víctima de 3.000 euros. Pero eso es solo la avanzadilla de la ola de estupor, rabia y asco que provoca la otra parte de la decisión judicial. Al novio de la joven le caen nueve meses de prisión, y se le obliga a indemnizar con 91.500 euros al que estaba forzando a la mujer y con otros 60.430 a la Sanidad navarra por los gastos de atención al tipejo. Como fulero argumento, los de la toga sostienen que había otras alternativas al puñetazo. Ténganlo en cuenta por si se ven en la tesitura de la joven o de su novio. La Audiencia Provincial de Navarra les viene a decir que impedir la agresión les puede salir muy caro.