Volvamos a hablar de Patria. Desde que les conté en estas mismas líneas mis impresiones favorables de la novela de Fernando Aramburu, han ocurrido media docena de cosas. La más importante, que se ha confirmado como fenómeno del recopón de la baraja. ¿Literario o extraliterario? He ahí la cuestión. Sospecho que más lo segundo que lo primero. De hecho, me cuesta imaginar que alguien con paladar fino pueda encontrar grandes virtudes en sus casi 650 páginas. Es indudable que hay mucho oficio y, desde luego, eficacia narrativa. Quien busque algo más que eso compra boletos para la decepción. Quien haya encontrado algo más que eso se tira un largo o es que realmente ha leído muy poco.
Insisto. A mi me sigue pareciendo recomendable como apunte del natural de lo que (nos) ocurrió prácticamente anteayer. También como antídoto frente a la amnesia autoinducida, la contemporización, y no digamos contra el relato glorificador que nos cuelan entre bote y bote en el tramposo suelo ético. Como no soy tonto, o no del todo, sé que se trata de una visión de parte y que, por más que se niegue, el autor tiene mucho que ver con el narrador. Aun así, como ya anoté aquí, me resultan perfectamente reconocibles esos personajes que los críticos que se dan por aludidos —reitero que no hablo de los que buscan valores literarios— califican como estereotipos forzados o directamente caricaturas. Comprendo que nos joda, pero parte de nuestro drama reside justamente en que la mayoría de los protagonistas reales responden a toscos clichés. ¿Que hay quien aprovecha el viaje para chupar de la piragua? Seguro. Con todo, merece la pena.