Compruebo por ciertas reacciones que mis letrajos de ayer iban pasados de vitriolo. Personas por las que siento gran estima se las han tomado como una colección de insultos gratuitos y me lo han hecho saber. En general, además, la mayoría de las respuestas venían envueltas en una formulación respetuosa. Eso hace que mi sentimiento de culpa sea mayor. Me parecería una excusa pobre decir que mi pretensión no era ofender puesto que parece evidente que lo he hecho. Y no exactamente a los principales destinatarios de mi diatriba que no eran los que no se ponen la mascarilla en exteriores sino quienes presumen públicamente de no hacerlo como si fuera una heroicidad.
Es con esas tipas y esos tipos en concreto con quien tengo algo personal. Lo que intentaba decir en mi columna de ayer es que a estas alturas de la pandemia me la bufa bastante ver rostros sin mascarilla en la calle. Salvo que se acerquen a mí en la parada del autobús o en una cualquier situación de concentración para echarme el aliento, de los suyo gastan. Lo único que les pido es que no me den la murga con sus chorradas contra el tapabocas y, vuelvo a repetir, que no me presenten su morro a cielo abierto como una muestra de rebelión del carajo contra el sistema. Añado también que me sobran las lecciones presuntamente científicas con citas a expertos que sostienen que la mascarilla en exteriores sirve de bien poco. Solo por pura intuición, ya comprendo que no es la panacea. Pero ocurre que también hay otros expertos con (por lo menos) la misma autoridad que creen que sí ayuda para frenar el virus. Por si resultara que esa teoría es cierta, yo la llevo. Sin más.