¿Qué pinta el PP?

Les hablaba ayer aquí mismo del dilema del soberanismo catalán, y particularmente de ERC, compelida a elegir entre lo malo y lo peor o, como poco, entre dos opciones escasamente gratas. No son los republicanos, sin embargo, los únicos que tras las elecciones del domingo se han encontrado en una encrucijada de difícil salida. Miren, por ejemplo, al otro lado del espectro ideológico, la papeleta que tiene el Partido Popular.

Es verdad que a primera vista los 89 escaños —contando ya el de la propina de los caprichosos restos de Bizkaia que voló del zurrón jeltzale— parecen un resultado razonablemente satisfactorio. Implican, desde luego, una mejoría significativa (aunque tampoco para echar cohetes) respecto a la bofetada de abril y, junto al desguace autoinfligido de Ciudadanos, le sitúan con nitidez al frente de la oposición. Y ahí se acaba lo positivo, que es todo meramente ornamental.

Si nos fijamos en lo que importa, tenemos ahora mismo una formación a la que los números no le dan para nada. De saque, no suma ni de lejos para ser alternativa, y tras el pacto del insomnio superado entre Sánchez e Iglesias, ni siquiera le queda amagar con la Gran Coalición, aunque fuera en la versión light que les describí en estas líneas. Claro que la cuita mayor para Pablo Casado es la que le viene —¡Quién se lo iba a decir!— por su diestra. En dos vueltas de tuerca electoral, Vox ha pasado de molesto pero llevadero golondrino a tumor con todas las de la ley. Está en juego la hegemonía de la derecha española. El PP debe decidir si luchar por ella distanciándose de los Abascálidos o compitiendo en tosquedad. Témanse lo peor.

Pánico a Vox

Cuando se anunció la repetición de las elecciones generales, muchos pensamos que lo único bueno de la vuelta a las urnas era el previsible trompazo de Ciudadanos y la bajada de humos de Vox. En lo primero, salvo sorpresa morrocotuda, parece que vamos a andar atinados; ojalá. Lo segundo, sin embargo, tiene toda la pinta de que no va a ser así. Aunque me cuesta creer —quizá es solo que no quiero hacerlo— que los neotrogloditas vayan a acercarse a la sesentena de escaños que les vaticinan algunas encuestas, no me sorprendería que tras el 10-N nos los encontremos como tercera fuerza en el Congreso de los Diputados. Bien es cierto que podemos aferrarnos al recuerdo del 28 de abril, cuando las predicciones fatídicas de hasta 40 asientos se quedaron en 24 reales, que siguen siendo un congo, pero asustan menos.

Ocurra lo que ocurra, merece la pena gastar unas neuronas discurriendo por qué los abascálidos han remontado lo que la intuición y la lógica señalaban. En el primer bote, habrá que mirar a quienes los han vuelto a poner en el centro de los focos porque necesitan un monstruo peludo que acongoje otra vez al personal hastiado y asqueado que barrunta pasar de acercarse al colegio electoral el domingo. Y si somos intelectualmente honrados, por repugnancia y miedo que nos provoquen los ultramontanos, habrá que reconocer que la parte de la campaña que no les regalan los demás la han ejecutado con gran habilidad. Sus mensajes son directos y eficaces. Lo inquietante es que esos lemas a quemarropa no han salido de un grupo de luminarias de la comunicación política. Se han tomado directamente de la calle. Ojo con eso.

Vox, nada que perder

Santiago Abascal no se define tanto en sus bravatas conscientes como en los patinazos inconscientes. “Si me ponen entre la espada y la pared, sin duda, cojo la espada”, soltó el remedo amurriotarra de Don Pelayo con su cada vez más marcado soniquete de Torrente. Cualquiera le explica a un tipo tan duro de mollera y refractario a las correcciones que el dicho no va exactamente de elecciones como si fuera la subasta del antiguo 1, 2, 3, responda otra vez. Donde no hay mata, es inútil buscar el fruto.

Más allá de la enésima demostración de su ignorancia enciclopédica, la anécdota da pie a la reflexión: a lo mejor resulta que no hay que dar por hechos los pactos a tres del extremo centro. Lo que venía ladrar el mengano es que está “mu loco” y que se la refanfinfla si tiene que llevarse por delante la posibilidad de arrebatar a los malditos comunistas Madrid comunidad y/o capital y las otras de instituciones en que alcanza la suma ultramontana.

Como lo cortés no quita lo atrevido, concedámosle al caudillo de Vox que algo de razón lleva en su mosqueo. Efectivamente, PP y Ciudadanos están tratando a su formación como si fuera una mierda pinchada en un palo. Quieren sus votos, es decir, los necesitan desesperadamente, pero gaviotiles y anaranjados compiten por ver quién exhibe el mayor desdén hacia el socio imprescindible. Quizá todo sea una sobreactuación de las habituales en la berrea postelectoral y, llegado el momento, se impondrá la comunión ideológica. Aun así, si yo fuera Casado y Rivera —Belcebú me libre—, me tentaría las ropas antes de tocar la entrepierna a un partido gamberro que no tiene nada que perder.

Vox ya está ahí

Se nos quedan los análisis a medias. Antes de las elecciones del 28 de abril, el gran acojone era la irrupción estrepitosa de Vox en el Congreso de los Diputados. Con los ojos fuera de las órbitas, los agoreros cifraban la catástrofe aumentando el pronóstico de diez en diez: 25, 35, 45, 55… Hasta 70 llegué a ver en algún vaticinio. Ninguno de los visionarios, por cierto, ha recibido ni medio tirón de orejas por sus subidas a la parra que a la postre se han demostrado fallidas. Al contrario, tras pifiarla escandalosamente, están en primera línea de tertulia, tuit y/o columna haciendo predicciones sobre con quién pactará o dejará de pactar Sánchez o sobre los navajeos en el PP tras su batacazo. Y aquí vuelvo al principio: esas cábalas respecto a los acuerdos de gobierno o al futuro de los genoveses, sin duda pertinentes, han relegado a tercera fila las reflexiones sobre el resultado de los cavernarios de Abascal.

Hablamos, ojo, de 24 escaños y la friolera de 2.677.173 votos, o sea, el 10,26 por ciento de los sufragios emitidos. Es verdad que en comparación con las expectativas hiperventiladas que mencionaba en las líneas de arriba, los números reales han podido crear la ilusión de que tampoco ha sido para tanto. También contribuye al alivio la certeza aritmética de que el grupúsculo ultramontano no solo no sirve para sumar la mayoría reaccionaria, sino que tampoco alcanza para ser determinante en ninguna votación. Su papel será —y verán cómo lo cumplen a rajatabla— montar un número tras otro en el hemiciclo, a la entrada de las Cortes o en los pasillos. Sin embargo, el hecho indiscutible es que ya están ahí.

Eterno viaje al centro

Desde el mismo día en que se fundó para disimular sus orígenes netamente franquistas —Fraga, Arias Navarro, el blanqueado Areilza y un porrón de ministros del dictador—, el PP ha estado viajando al centro. Con más o menos brío, las cantinelas de la huida de los extremos, la moderación, y/o el liberalismo civilizado no han dejado de acompañar la trayectoria zigzagueante del partido hoy liderado (es un decir) por esa menudencia intelectual llamada Pablo Casado. Otra cosa es que los hechos contantes y sonantes desmintieran esas proclamas que, por lo demás, no se tragaban ni los más incautos.

Solo en los momentos de máxima necesidad, los genoveses han abandonado el búnker y han sido capaces de llegar a acuerdos con los que tildaban de rompepatrias. Ocurrió prácticamente anteayer, en la segunda legislatura de Rajoy, pero también en 1996, en la primera de Aznar. Sí, el mismo Aznar que luego abanderó la facción más ultramontana y que, como les anuncié en estas líneas que haría, se ha quitado de en medio tras el fiasco que él ayudó a cimentar.

También les anoté y vuelvo a reiterar que no nos apresuremos a firmar el certificado de defunción. De la extremaunción también se sale; mejor prueba que Sánchez y el PSOE no hay. Lo que es más complicado es que llegue a consumarse el ahora cacareado viaje al centro. Especialmente, si los capacitados para pilotar la salida de las cavernas no se dejan de piaditas tardías de bienqueda y pasan a la acción. Les doy un nombre: Alfonso Alonso. Una muestra de la voluntad de hacerlo sería rehabilitar a los muchos históricos del PP vasco castigados por la parte más dura de la dirección.

¡Viva Finlandia!

¡Vaya con Finlandia! Moderna, civilizada, feliz, campeona sideral de no sé cuántos índices de desarrollo humano. Las brasas que habremos dado glosando la Ítaca nórdica y, particularmente, su envidiable y envidiado sistema educativo donde no se conocen ni el bullying ni el fracaso escolar. Y oigan, que no les digo que no sea cierto, pero déjenme que me rasque la cabeza con perplejidad a la vista de lo que han votado en las últimas elecciones un buen montón de ciudadanos forjados por ese modelo de enseñanza que se nos exhorta a imitar una y otra vez.

Les supongo tan informados y confusos como yo mismo: la ultraderecha agrupada en una formación llamada Verdaderos Finlandeses —¡glups!— se quedó a dos décimas, o sea, a 6.800 sufragios, de ganar los comicios. Se impuso por ese ínfimo margen el Partido Socialdemócrata, que vuelve a ser la primera fuerza después de dos decenios. Y ahí también se nos rompe un mito o una mentira que creíamos por pura inercia. Resulta que durante ese tiempo los gobiernos han estado encabezados por conservadores o centristas, que han venido constituyendo ejecutivos de coalición de variada coloratura. El más reciente, el que decae con estas elecciones, compuesto por centristas, conservadores y… ¡los propios Verdaderos Finlandeses! Es decir, que desde 2015, un partido al que se tiene por radicalmente xenófobo ha sido puntal de gobierno en el que creíamos paraíso del norte de Europa. Para más inri, su realidad política actual no es muy diferente de la que se vive en los países de su entorno, esos cuyos nombres aún pronunciamos al borde del éxtasis. Quizá debamos revisar ciertos tópicos.

Aznar al rescate

Están las hemerotecas —ahora Google— hasta las cartolas de desplantes de José María Aznar al Partido Popular y, de modo particular, al que él mismo impuso como su sucesor al mando del nido de la gaviota, Mariano Rajoy. Entre las bofetadas a mano abierta, destaca la carta que le escribió en noviembre de 2017 al hoy registrador de la propiedad para comunicarle su renuncia a la presidencia de honor de la formación.

Un gesto de rata abandonando el barco que se consumó hace menos de un año (junio de 2018), cuando en la presentación de un libro de su fiel sirviente, Javier Zarzalejos, se situó en varias ocasiones fuera del partido. “No tengo ningún compromiso partidario, ni me considero militante de nada ni me siento representado por nadie”, llegó a decir, antes de ofrecerse para liderar la reunificación de lo que él denomina sobrepasando el eufemismo “centro-derecha español”, dividido en tres, según su diagnóstico.

Por entonces, Abascal era “un chico lleno de cualidades”. Pero ya no. Ahora su exdíscipulo y Rivera son dispersadores del único voto útil para que en España no vuelva a ponerse el sol, el que vaya al PP de Pablo Casado, el otro niño amamantado con su mala leche. Y tan catastróficos está viendo los sondeos del chisgarabís palentino, que Superjosemari se ha echado la campaña a la chepa. Después de años negándose a poner los pies en un mitin (tampoco queda claro si era porque no le invitaban), Aznar figura como cabeza de cartel en media docena de actos selectos del que ya sin duda vuelve a ser su partido. Si consigue la remontada, será su éxito. Si no evita el fiasco, simplemente se encogerá de hombros.