¡Viva el vino! (Otra vez)

El gobierno español tiene una prodigiosa habilidad para meterse en jardines embarrados. O para provocar estériles grescas de diseño a las que la derecha política, mediática y sociológica entra con indisimulada delectación. Y miren, esta vez no ha sido Alberto Garzón, que andaba el hombre firmando un convenio con la industria juguetera para que se evitara identificar el rosa con los productos destinados a las niñas y se ha librado de los coscorrones correspondientes porque el ministerio de Sanidad había pisado un charco más goloso. Con la torpeza comunicativa habitual, o quizá con intención de globo sonda, que todo es posible, el negociado de Carolina Darias se encaramó a los titulares anteayer no queda muy claro si por haber prohibido o solo recomendado a los hosteleros que eliminaran el vino y la cerveza de los menús del día.

Dirán ustedes, y yo lo suscribo, que la diferencia de matiz entre prohibir y recomendar es decisiva en el caso que nos ocupa. Pero es que, como esto es un juego de pillos en el que todas las partes quieren pescar, no hay modo de saber cuál fue la intención original. Conociendo un poco el paño del gabinete de trileros de la comunicación, sospecho que se trataba de ninguna de las dos cosas y todo al mismo tiempo. Si colaba prohibir, prohibían. Si, como ha sido el caso (y era del todo previsible), se montaba una zapatiesta del quince, entonces se ponía cara de yonofui y se agarraba el comodín de la recomendación al tiempo que se denunciaba no sé qué tergiversación. Todo, como viene pasando desde siempre, por no ser capaz de tomar por los cuernos el toro del alcohol en nuestra sociedad.

¿Gripalizar o no gripalizar?

No ganamos para nuevos palabros. Sin asimilar todavía lo de flurona, que presuntamente alude a una infección simultánea de gripe y coronavirus que la OMS asegura que todavía no ha ocurrido, nos llega el verbo gripalizar. Pasando por alto que juraría que está mal construido de acuerdo a los parámetros lexicológicos (joder, qué fino me pongo a veces), la pura intuición nos señala que se refiere, de nuevo, a la gripe común. Se trataría, pues, de abordar el covid como si fuera una gripe común.

De entrada, el planteamiento acongoja porque recuerda a los inicios de la peste, hace ahora dos años, cuando los más sabios del lugar nos aseguraban que el virus entonces recién censado no nos daría más quebraderos de cabeza que el que nos visitaba, convenientemente mutado, una vez al año. Poco tardamos en comprobar que su capacidad mortífera era muchas veces más alta. Seis olas después, y en medio de una explosión incontrolable de contagios con predominio de casos no excesivamente graves, se nos dice que ha llegado el momento de dejar de contar y rastrear cada positivo, salvo que afecte a los colectivos vulnerables. Puede que tenga su lógica científica (ahí no voy a entrar), pero suena más a lo que ya apunté por aquí: a asunción del principio de realismo. Dado que, pese a las ensoñaciones lúbricas de los que no van a verse en el marrón de gestionar el cataclismo, es imposible que haya una docena de sanitarios por barba, se tira por la calle de en medio. Se priorizan los casos más graves, se vigila el resto en la medida de lo posible y se acepta el imponderable: en seis semanas uno de cada dos habremos pillado el bicho.

Mascarillas, una aclaración

Compruebo por ciertas reacciones que mis letrajos de ayer iban pasados de vitriolo. Personas por las que siento gran estima se las han tomado como una colección de insultos gratuitos y me lo han hecho saber. En general, además, la mayoría de las respuestas venían envueltas en una formulación respetuosa. Eso hace que mi sentimiento de culpa sea mayor. Me parecería una excusa pobre decir que mi pretensión no era ofender puesto que parece evidente que lo he hecho. Y no exactamente a los principales destinatarios de mi diatriba que no eran los que no se ponen la mascarilla en exteriores sino quienes presumen públicamente de no hacerlo como si fuera una heroicidad.

Es con esas tipas y esos tipos en concreto con quien tengo algo personal. Lo que intentaba decir en mi columna de ayer es que a estas alturas de la pandemia me la bufa bastante ver rostros sin mascarilla en la calle. Salvo que se acerquen a mí en la parada del autobús o en una cualquier situación de concentración para echarme el aliento, de los suyo gastan. Lo único que les pido es que no me den la murga con sus chorradas contra el tapabocas y, vuelvo a repetir, que no me presenten su morro a cielo abierto como una muestra de rebelión del carajo contra el sistema. Añado también que me sobran las lecciones presuntamente científicas con citas a expertos que sostienen que la mascarilla en exteriores sirve de bien poco. Solo por pura intuición, ya comprendo que no es la panacea. Pero ocurre que también hay otros expertos con (por lo menos) la misma autoridad que creen que sí ayuda para frenar el virus. Por si resultara que esa teoría es cierta, yo la llevo. Sin más.

Un curso escolar casi normal

Ahora que ha terminado el curso escolar —para muchos, ya lo hizo en mayo; qué suertudos los zagales de esta época—, conviene echar la vista atrás. Sin ira, claro, pero con el ánimo de poner el punto en cada i y de señalar a la legión de profetas del apocalipsis que han quedado con sus generosas posaderas al aire. Los datos contantes y sonantes nos hablan de una extraordinaria falta de acontecimientos reseñables. Ha habido, por supuesto, algún contagio y no pocos aislamientos preventivos. En el caso de los primeros, los positivos, cabe acotar dos realidades: una, su proporción en el ámbito educativo ha sido menor que en cualquier otro; dos, han afectado más a los adultos que a la chavalería.

Es evidente que no ha sido un curso más, como nada lo ha sido en este año y medio en el sector al que dirijamos la mirada, pero a efectos prácticos se ha desarrollado sin que la pandemia haya determinado de modo crucial lo puramente académico. Ningún alumno ha aprobado o suspendido más de lo que lo hubiera hecho en ausencia del virus. Y en cuanto a lo verdaderamente importante, su salud no se ha expuesto a más riesgo en las aulas que en los bancos del parque en los que se sientan arracimados o que en sus propias casas. Al contrario: en el pupitre, en el patio o en el gimnasio han estado infinitamente más protegidos que en los lugares citados. Espero sentado una petición de disculpas y la admisión de su tremendo error de los que a finales de agosto y principios de septiembre de 2020 nos pintaron un panorama de chiquillos y docentes cayendo como moscas y acusaron a las autoridades educativas vascas de promover poco menos que un genocidio.

Los mismos chupópteros

La UEFA empezó esta semana vomitando fuego contra la ya malograda Superliga porque el invento de Florentino suponía una mercantilización intolerable del fútbol. Si no conociéramos a esa banda que ya hace cuarenta años José María García calificaba como chupópteros, podría sorprendernos que tres días después del rasgado de vestiduras, la sacra institución dejara a Euskadi sin Eurocopa por motivos que solo tienen que ver con el vil metal. Sin público no hay paraíso, dicen los jetas de Nyon, pasándose por el arco del triunfo que estamos en una pandemia que ahora mismo todavía no ha tocado la cima de su cuarta ola. Y eso es así igual en Bilbao que en Sevilla, que ha sido la ciudad agraciada por la cacicada del tal Ceferin y sus mariachis, entre los que se cuenta Luis Rubiales, presidente de la Federación Española de Fútbol.

Desconozco si, como ha denunciado el lehendakari, Iñigo Urkullu, esta trapisonda puede tener un cariz político. Bastante grave me parece su carácter arbitrario o directamente dictatorial y, por encima de todo, que se cisque en la grave situación sanitaria a la que estamos tratando de hacer frente. Un saludo, por cierto, a los que cuando las autoridades vascas anunciaron las estrictas condiciones que ahora rechaza la UEFA aseguraron que se estaba poniendo alfombra roja a la Eurocopa.

Patada en la puerta

No hay discusión. Una patada en la puerta es de lo más antiestético. Peor que eso: es abiertamente contraria a las garantías jurídicas más primarias. O directamente un atentado a los derechos básicos. Incluso mentes obtusas como la mía lo entienden y hasta lo defienden. También es verdad que ahí se acaban mis certezas y comienza mi proceloso mar de ignorancias. La primera de ellas es obvia y presumo que compartida con muchos lectores: si lo escrito es así, ¿qué sentido tiene dictar normas de lucha contra la pandemia que atañen a lo que ocurre en el interior de los inexpugnables domicilios, moradas, residencias, aposentos, quelis u hogares?

Quiero decir que parece que sirve de bien poco prohibir reuniones de no convivientes —da igual para jugar al parchís que para correrse un fiestón multitudinario—, si no hay modo práctico de llevar a cabo la disposición. En el mejor de los casos, estamos abocados a imágenes delirantes como la de varias patrullas de la Ertzaintza haciendo vigilia durante horas en un convento de Derio hasta que los participantes de un sarao etílico sin mascarillas ni distancia tuvieron a bien salir. ¿Es lo que cabe hacer ante cada una de las incontables juergas a puerta cerrada que se celebran a diario? Pues asumamos que tenemos un problema muy gordo en la lucha contra el virus.

Resquicios legales

En la torrentera que siguió a la evacuación del magistrado del TSJPV que despreciaba a los epidemiólogos, leí no sé dónde que el Gobierno vasco busca resquicios legales para zurcir el roto causado en la normativa para luchar contra la pandemia. No me digan que no es para llorar cien ríos que las autoridades democráticamente elegidas por la ciudadanía tengan que andar haciendo espeleología jurídica para encontrar el modo de proteger la salud de sus gobernados. Todo, para evitar que un desahogado con toga se fume un puro con las medidas que tratan de salvar vidas y aligerar la carga de los hospitales.

Es el triste pero desgraciadamente real retrato de una presunta separación de poderes donde la última la palabra la tienen, manda carallo, los que no se han sometido al examen de las urnas. O, dicho en plata, los que no se representan más que a su mismidad. El drama viene, como es el caso del que pasará a la pequeña historia local como “el juez que reabrió los bares de Euskadi”, cuando sus decisiones emanan sin disimulo alguno de sus filias y de sus fobias, expresadas con lenguaje y formas de cuñado acodado —dónde iba a ser— en la barra de una tasca. No sé si somos capaces de ver el problemón que tenemos al quedar en manos de alguien que tiene como tarjeta de visita el himno de los negacionistas.