Todo bien, ¿seguro?

Las adhesiones inquebrantables acaban jodiendo las mejores causas. Se comprende que, bajo determinadas circunstancias y en pro de un bien superior, se rebaje el nivel autocrítico o se tienda a contemporizar con ciertos comportamientos. Pero si hablamos del soberanismo catalán, tal vez hayamos pasado esa marca hace rato y vaya siendo hora de decir lo que, por otra parte, cualquiera con dos ojos y un gramo de sustancia gris es capaz de ver y comprender. No puede ser que para no pasar por renegado y/o traidor haya que aplaudir la sucesión de jaimitadas que llevamos coleccionadas solo en los últimos cinco días. La más reciente, el rule a Bruselas vía Marsella, vale quizá para una road-movie tragicómica, pero no para la Historia y me temo que tampoco para el noble fin que se persigue.

¿Se da cuenta alguien de cuál es ahora mismo el global de la eliminatoria? Catalunya, teórica república independiente —Ni eso se han atrevido a aclarar; si sí o si no— es en estos momentos aun menos libre que hace una semana. El pretendido estado extranjero administra, guste o no, lo que no administraba el jueves pasado. Pongo ese día como referencia porque es la jornada de la yenka de Puigdemont, el de las 155 monedas de plata que escupió Rufián en Twitter. Algún día nos explicarán qué le impidió convocar —como ya había aceptado; no echemos siempre la culpa al ogro español— las mismas elecciones que 24 horas después impuso Rajoy por sus bemoles. Sí, esas a las que se van a presentar las formaciones que acaban de dar por liberados a los catalanes del yugo opresor. Y los de las rojigualdas choteándose al grito de “Votarem!”.

Ya veremos

Pateo algunas calles de Barcelona el sábado por la mañana, apenas unas horas después del nacimiento de la República Independiente de Catalunya, ustedes y la RAE me perdonen si he escrito alguna mayúscula inicial de más; la falta de costumbre. El tiempo soleado es idéntico al de ayer. De amanecida ha amagado con una gotita más de aliviante fresco, pero pronto se ha restituido la normalidad meteorológica. Anoto en mi libreta de periodista a lo Camba o Chaves Nogales —más quisiera, sí, ya lo digo yo— que eso no ha cambiado respecto al día anterior. Tampoco la moneda. Pago el vermú y la tapa de butifarra en euros, y me devuelven en euros. La clavada, que es de escándalo, es la habitual de los tiempos de la pertenencia a España.

¿Qué más puedo observar? ¡Ah, sí, los quehaceres cotidianos, las caras y las actitudes! Pues menudo chasco, porque la gente sigue haciendo las mismas cosas de cualquier día libre de veroño. Unos desayunan en las terrazas, otros se echan carreritas sudorosas embutidos en prendas multicolores de licra —running le siguen llamando— y hay quien entra en las prohibitivas tiendas de ropa o complementos a pagar un pastizal por algo que no vale ni la mitad de la mitad.

En cuanto a los rostros, ni alegría desbordante ni tristeza incontenible. Como mucho, si fuerzo mi observación para ver lo que yo quiero ver, que es lo que hacen todos los cronistas, intuyo curiosidad. Apurando, una migaja de incertidumbre, que infiero de una pregunta que he captado en cuatro o cinco conversaciones a las que he puesto antena: ¿Y qué pasará ahora? La respuesta no puede ser más obvia y a la vez cabal: ya veremos.

Huir hacia adelante

La política del tú lo has querido, menudo soy yo. Sobre todo, cuando presiona la parroquia, y a uno le toca batir el récord mundial de dar marcha atrás. Qué gran paradoja: se diría que en cada extremo de la cuerda imaginaria se desea exactamente lo contrario de lo que se cacarea en público. Qué bien me vendría una DUI para justificar un 155 del tamaño de la catedral de Burgos. Igualico que a mi, pero a la inversa: tu 155 es la mejor coartada para una DUI de la talla de la Sagrada Familia. ¿Vértigo? Para parar un camión. Incluso, vértigo al vértigo mismo, pero de perdidos, al río. Cuando llegue el momento de escribir la Historia, ya vendrán los montadores a cortar los planos chuscos y dejar solo los épicos.

¡Ah, la épica! Qué pena que, como decía el otro día en Onda Vasca Aitor Esteban, sea tan efímera. Y que se lleve tan mal con lo cotidiano. La independencia no se consigue cerrando los ojos y deseándola muy fuerte, ya vamos viéndolo. Pero a lo hecho, pecho. Como escribí el día en que teóricamente se iba a proclamar pasara-lo-que-pasara y luego fue un fiasco, no caben medias tintas. Andamos tarde para reconocer que no era tan fácil. Hay decenas (o centenares) de miles de personas que se lo creyeron y no están dispuestas aceptar algo que no sea lo que se les prometió firme y solemnemente. Es preferible enfrentarse a los tanques y los jueces de Rajoy que a la frustración de quienes llevan años y años escuchando que ya casi está.

Pero… ¿Y si aparece una salida medianamente honrosa? Desengañémonos, no la hay. Ni siquiera esas elecciones a la desesperada. Solo queda, mucho me temo, huir hacia adelante.

Lo que dice Mayor Oreja

El otro día junté el humor y el estómago suficientes como para aguantar una entrevista a Jaime Mayor Oreja. En Intereconomía Televisión, nada menos, para que la experiencia acabara de ser más sobrecogedora. Y debo decirles que tampoco fue para tanto. De hecho, creo que hubo más momentos de pena y de risa que de indignación o miedo, que era lo que provocaba cuando tenía mando en plaza. Ahora, ya les digo, inspira un confuso sentimiento de vergüenza ajena y, si cabe, de fascinación ante la enormidad de sus obsesiones. Sigue fatal de lo suyo, venga mentar a ETA a todo trapo y con tal convicción, que uno llega a pensar que realmente sus ojos ven la sombra de la serpiente en cada punto donde fijan la mirada. Cómo será la cosa, que también asegura que la cuestión catalana está comandada, allá al final de los hilos, por la banda que el resto sabemos en liquidación por cese de negocio.

Con todo, hay algo que sí me resultó digno de admiración en la cháchara monotemática de quien estuvo a medio pelo de ser lehendakari. Quizá porque se sabe un juguete roto sin nada que perder o por su proverbial pesimismo —por algo en los guiñoles de Canal Plus lo caricaturizaban como la Hiena Tristón—, sus diagnósticos no van envueltos en vítores triunfales como los de la mayoría de sus compañeros ultramontanos. Al contrario, él reconoce abiertamente que el soberanismo catalán es infinitamente más fuerte que el unionismo español —“Nos ganaron por la mano el 1 de octubre, fue una paliza en toda regla”, afirmó sin pudor— y que va a resultar prácticamente imposible derrotarlo con o sin aplicación del 155. Tómese nota.

La memez del contagio

Ilustrativa coincidencia, los líderes de las tres fuerzas —en un par de casos, fuercitas— de la oposición en Navarra farfullando melonadas varias sobre no sé qué posibilidad de contagio del virus catalán en el condominio foral. Por los labios coordinados de Esparza, Beltrán y Chivite hablaban las indisimuladas ganas de mambo o, sin más, el lúbrico deseo de que se revuelvan las aguas para echar la caña. Quien dice revolver las aguas, dice agitar el asustaviejas de costumbre, único programa conocido de quienes carecen de cualquier cosa levemente similar a una propuesta concreta.

Y en la demarcación autonómica, cuarto y mitad del mismo almíbar barato, dispensado a granel por el todavía inconsolable exministro enviado a misiones a su tierra de nacimiento. Es difícil escoger entre el descojono o el cabreo ante la visión del de la triple A onomástica (Alfonso Alonso Aranegui) mentando la bicha ante su media docena de fieles en no sé qué sarao montado para salir 30 segundos en la tele. “Tenemos los mismos ingredientes que en Catalunya; solo hace falta que se unan”, fingió rasgarse las vestiduras, como si no supiera de sobra que aquí la vaina va de otra cosa. Ahí está la última encuesta de Gizaker para EITB, clavando lo que cualquiera con dos ojos, incluido el propio presidente del PP vasco, ve a su alrededor: empatía con el procés, toda; ganas de meterse en un fregado similar, ninguna.

Cuánta razón vuelve a tener la defenestrada predecesora de Alonso. Sin ETA, el partido se quedó desnudo. Desnudo de discurso, y como se ha ido comprobando de elección en elección, también de votos. Nueve escaños, y bajando.

No podrán con TV3

Mariano Rajoy, devenido en diosecillo del Trueno de ocasión, pretende hacer doblar la cerviz de los díscolos catalanes amenazándoles con una sarta de plagas bíblicas, o sea, constitucionales del 78. El paquete incluye todo el repertorio sádico-satrapil, empezando, como ya enumerábamos el otro día, por la deposición del gobierno legítimamente elegido, siguiendo por el secuestro de la Hacienda del territorio hostil, la neutralización de la fuerza policial propia y, como fin de fiesta, la intervención de los medios de comunicación públicos.

Además de miedo, tengo mis serias dudas sobre si se van a llegar a hacer efectivas y cómo las tres primeras medidas enunciadas. Respecto a la cuarta, la toma al asalto de TV3 y Catalunya Radio para convertirlas en altavoz de la noble causa de la unidad de la nacional española, estoy completamente seguro de que jamás ocurrirá. Y ya no solo porque buena parte de la ciudadanía de Catalunya lo vaya a impedir, sino en primer lugar, porque las trabajadoras y los trabajadores no lo permitirán. Bajo ninguna circunstancia dejarán que uno o varios comisarios políticos les obliguen a participar en un No-Do redivivo.

A partir ahí, los planes de sustitución del presunto veneno separatista por la difusión de la benéfica poción ideológica unionista tendrán que ser modificados. Cabrá, quizá, torpedear las antenas o emprenderla a hachazos con los cables. O quién sabe si hacerle caso al adelantado Federico Jiménez Losantos, que lleva unos días proponiendo dinamitar lo que, según él y otros que tal bailan, es el nido del mal. “Cuando no haya nadie dentro”, matiza con condescendencia.

Rajoy da primero

Empiezo a teclear a las 9 y 7 minutos de la noche del sábado, 21 de octubre, tras la comparecencia del todavía president de la todavía legítima Generalitat, Carles Puigdemont. Un mensaje en el que, como toda respuesta al anuncio del ataque más brutal contra las instituciones propias de Catalunya, apenas se han enhebrado media docena de lamentos y algo parecido a la convocatoria de un pleno del Parlament —amenazado de inminente secuestro— para, ya si eso, ver qué se hace.

Allá quien quiera engañarse. Puigdemont ha dicho exactamente nada. Nada en catalán. Nada en castellano. Nada en inglés. Nada, digo, en comparación con la batería de medidas concretas que, horas antes, había puesto sobre la mesa el Estado español a través del presidente de su gobierno. Destitución del Govern al completo y sustitución de sus miembros por unos administradores de fincas de probada rojigualdez, conversión del Parlament en una cámara de la señorita Pepis, intervención de las cuentas —la pela es la pela, más en Madrid que en Barcelona— y, cómo no, toma al asalto de los medios públicos de comunicación. Un virreinato en toda regla, edulcorado con la promesa de la convocatoria de unas elecciones en las que deben ganar los buenos.

Cabe cualquier reacción menos la sorpresa. Solo desde una ingenuidad estratosférica o desde una ceguera sideral se podía esperar que el primer paso atrás lo diera España. Bastante era que, durante un tiempo que para el ultramonte cañí ha sido una eternidad, Rajoy haya hecho como que hacía de él mismo. Si ha esperado, ha sido para cerciorarse de que le salen las cuentas. Y le salen. ¿Y enfrente?