Ayuso espera piedras en Gasteiz

No pierde su vigencia el clásico acción-reacción-acción. Con indisimulada alegría, la inefable presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, proclamó ayer en un sarao montado por Pedro Jota que por supuestísimo vendrá mañana a Gasteiz. “Van a intentar que no vaya y eso es imposible. El País Vasco es España. Flaco favor le haría a la libertad si me dejo imponer por los totalitarios”, se adornó la emperatriz de Sol. Se refería, como saben o imaginan, a la convocatoria de actos de protesta (también saben o imaginan a cargo de quién) contra la presencia de la simpar lideresa en la capital de la demarcación autonómica vasca.

Al final, todos contentos. Ella sentirá acrecentada su leyenda épica ante la gresca callejera en la que, con altísima probabilidad, no faltarán cargas de la Ertzaintza, lanzamiento de todo tipo de objetos contundentes y abundantes destrozos del mobiliario urbano. En la contraparte, los partisanos de aluvión creerán haber protagonizado una nueva acción de resistencia contra el ultraliberalismo fascista opresor que representa la individua. Como banda sonora del cansino psicodrama, propongo al añorado Aute pidiendo que se casen los troyanos y los tirios porque son tal para cual. Bien es verdad que, en el caso que nos ocupa, cabe un matiz. Ayuso es perfectamente consciente de que sus odiadores (y mejor cuanto más violentos sean) van a trabajar por su causa y no lo disimula. Los de enfrente, sin embargo, ni son capaces de caer en la cuenta de que la supuesta extrema derecha que ellos pretenden combatir (o dicen que pretenden combatir) saldrá reforzada del envite.

Comprar bebés es inmoral… e ilegal

Esta vez no tengo nada que oponer al Tribunal Supremo. Lo triste es que haya tenido que dictaminar que hoy es miércoles y revestirlo de fundamentos jurídicos. O sea, que se haya visto obligado a bucear entre leyes para poder sostener en una sentencia lo que sabe cualquiera que tenga medio gramo de sentido común y otro medio de humanidad: que la compraventa de bebés a medida es una práctica nauseabunda. O, de acuerdo con las palabras literales de la sentencia, que la eufemísticamente llamada gestación subrogada o (todavía peor) maternidad de sustitución, vulnera los derechos fundamentales de la mujer gestante y los del bebé gestado, que pasa a ser una puñetera mercancía para satisfacción de frustraciones de señoritingos de cartera abultada, principios evanescentes y, no pocas veces, militancia de lo molón.

En su demoledor fallo, el alto tribunal niega la condición de progenitores a los compradores de carne humana al peso y señala como víctimas del mercadeo a la auténtica madre y al fruto de su vientre: “Ambos son tratados como meros objetos, no como personas dotadas de la dignidad propia de su condición de seres humanos y de los derechos fundamentales inherentes a esa dignidad”, se afirma en el fallo. Es tan obvio, tan básico, tan de cajón, que abochorna e indigna al mismo tiempo certificar que un presunto vacío legal entreverado de permisividad ante las élites pudientes y (no pocas veces) megaprogres haya permitido el mercadeo de bebés gestados, criados y alumbrados en cautividad con derecho a devolución en caso de que el producto no resultara lo suficientemente satisfactorio.

La falsa leyenda de «Antonio Sánchez»

Ahora que vamos despacio, vamos a contar cómo se crean las mentiras. Tengo un millón para elegir, pero me quedo con una relativamente reciente que ha prendido con una rapidez y una robustez que asustan. Aunque empezó a difundirse hace dos semanas, el origen se remonta al 18 de febrero. Ese día, los jefes de gobierno de España, Italia, Portugal y Grecia celebraron un encuentro para fijar una posición común de cara a rebajar el recibo energético. La noticia apenas tuvo relieve hasta que el 24 de marzo se viralizó un momento de la rueda de prensa de los cuatro mandatarios. En las imágenes, el primer ministro italiano, Mario Draghi, parecía dirigirse al presidente español, que acababa de terminar su intervención, con un “Gracias, Antonio”. Las rechiflas desde el flanco diestro llegaron en tropel. La supuesta equivocación (que enseguida veremos que no lo fue) fue tomada como prueba aplastante de la irrelevancia internacional del inquilino de Moncloa, cuyo nombre de pila ni siquiera conocían los interlocutores europeos con los que se ve prácticamente cada semana.

Una versión íntegra del vídeo demostró que la gracieta era, como poco, discutible. Todo hace indicar que las palabras de Draghi no iban dirigidas a Sánchez, sino al primer ministro portugués, Antonio Costa. Ahí debería haberse acabado todo, ¿verdad? Pues no. Hoy es el día en que no queda un columnero cavernario sin adornarse con el chiste y refiriéndose en sus piezas a Sánchez (jijí-jajá) como Antonio. Una vez más se ha cumplido la máxima que sostiene que no hay que permitir que los hechos echen a perder (en este caso) un buen un buen motivo de burla.

No es picaresca; es una estafa

Los veinte céntimos de rebaja por litro de carburante se tradujeron en su estreno en colas ansiosas y pifostios informáticos varios en las gasolineras. Nada que no cupiera esperarse, salvo, por lo visto, por los ingenuos conductores que se abalanzaron sobre los surtidores como si no hubiera un mañana o el voluntarista gobierno español que pretendía que todo fuera como la seda tras aprobar una medida chapucera en fondo y forma. Empezando por esto último, es de puñetero sonrojo (o sea, lo sería si no conociéramos el paño) que se ponga en marcha una norma populachera como la que nos ocupa sin haberse parado a pensar en la logística mínima imprescindible para llevarla a cabo. Como tantas veces, su sanchidad se hizo la foto pasando un kilo de la parte práctica. Ya se comerían otros ese marrón.

Claro que eso es casi un detalle al lado de la verdadera cuestión que se dirime. Cualquiera que haya estado pendiente de los precios sabe que a la hora de la verdad los prometidos veinte céntimos han sido seis o siete. Como estaba radiotelegrafiado desde que se anunció la demagógica ocurrencia, los suministradores han ido aumentando el precio de la gasolina (no digamos del gasoil) de modo que la rebaja para el consumidor final ha quedado menguada. Con dos agravantes. Primero: Las compañías cobrarán (¡de nuestros impuestos!) las cantidades de la subvención. Segundo: En los últimos diez días, el barril de petróleo ha ido bajando, lo cual debería haber implicado una rebaja añadida. Así que somos generosos cuando llamamos picaresca a lo que es una estafa del quince. Amparada, eso sí, por la supuesta autoridad competente.

Poner coto a los acaparadores

Al gobierno español no le llegan los dedos de los pies y de las manos para tapar las vías de agua. Una de las más pequeñas que parece haber cubierto es la que provocan los acaparadores compulsivos. En el trolebús de las últimas medidas a la desesperada se cuenta permitir a los comercios que, en circunstancias excepcionales, limiten el número de unidades de un determinado producto que los clientes pueden adquirir en una misma compra. Si se paran a pensarlo, es de una lógica apabullante y, en caso de que algo resultara sorprendente, sería el hecho de que tal cuestión de cajón de madera de pino no estuviera legislada hasta la fecha. Por lo visto, ni las lisérgicas escenas de carros hasta las cartolas de papel higiénico, cervezas o natillas de bote que vimos en los primeros meses de la pandemia habían puesto sobre la pista a las autoridades.

Así las cosas, cuando la invasión de Ucrania hizo volver a las andadas a los arrampladores de estantes, tuvieron que ser las propias cadenas de distribución las que intentasen pararles los pies restringiendo las ventas de las mercancías que eran objeto de codicia desmedida. No se me va a olvidar que las primeras que saltaron contra esta decisión fueron las autoproclamadas organizaciones de defensa de los derechos de los consumidores. Según las beatíficas instituciones, el acopio de los egoístas que dejan a dos velas a sus congéneres y hace que se multipliquen los precios es un derecho inalienable, toquémonos las narices. Pero bien está lo que bien acaba, y esta vez procede aplaudir al gobierno que ha tenido que regular por ley uno de los principios más básicos de la solidaridad.

Filosofía, sí; Valores cívicos, no

Si les soy sincero, tengo mis dudas de que la asignatura de Filosofía obre los milagros que se le atribuyen. Me da que para conformar un espíritu crítico hace falta bastante más que obligar a la chavalería a pegarse unos chutes liofilizados de Platón, Descartes, Hegel o Nietzsche. Incluso con docentes desbordantes de entusiasmo como la mayoría de las y los que imparten actualmente la materia, no está garantizado el éxito de la empresa. Pretender lo contrario es, paradójicamente, más magia que conocimiento científico, amén de una idea con un tufillo uniformizador que echa para atrás. Cada alumno responde de un modo diferente a las enseñanzas que contiene el programa escolar, según la terminología de mi época.

Hecha la salvedad, me declaro radicalmente en contra de la eliminación ya casi definitiva de la Filosofía que plantea el gobierno español en su enésima reforma de lo ya reformado. De entrada, porque si bien no es la repanocha que pretenden algunos, considero que los contenidos pueden ser de mayor provecho que las asignaturas que se plantean como alternativa. Lo de Digitalización, pase. Lo de Emprendimiento, permítanme que me ría. Pero ya lo de Valores cívicos y éticos me pone directamente las rodillas temblonas. Conoce uno suficientemente el paño para imaginar que esos tales valores que se pretenden instilar en vena a nuestros churumbeles son, en realidad, dogmas de a duro establecidos por la superioridad moral rampante que nos asola. Mi única esperanza es que a la mayoría de los alevines de la tribu lo que les cuenten les va a entrar por una oreja y les va a salir por la otra, como ocurre con casi todo lo demás.

Otra vez los límites del humor

Uno de los mil afluentes del ya archicomentado soplamocos que le atizó Will Smith a Chris Rock en la ceremonia de los Oscar desemboca en el proceloso mar de los límites del humor. Una parte de los justificadores a medias de la galleta sostiene que, por feo que esté arrearle un mandoble a un congénere, hay que consignar como eximente el hecho de que el agredido hubiera hecho méritos para que le untaran el morro. Méritos que aluden, claro, a la indignidad de hacer un chiste sobre una enfermedad (en este caso, la alopecia) ante decenas de millones de espectadores. La argumentación de este sector es que lo menos que se merece alguien que se casca una gracieta tan miserable es un galleta. Y luego están los que llaman al boicot, la cancelación o la denuncia en el juzgado de guardia.

Como esto va de banderías extremas e irreconciliables, enfrente se sitúan quienes sostienen que no hay ningún asunto sobre el que no se puedan hacer chanzas. Según ellos, no hay nada que objetar a las bromas sobre el cáncer, las violaciones, los atentados terroristas mortales, el holocausto, la discapacidad o las patologías mentales. Incluso, como hemos visto no hace demasiado, se defiende a un tipo (de nombre, David Suárez) cuya especialidad son las chacotas sexuales sobre mujeres con síndrome de Down. Lo tristemente gracioso, valga la paradoja, es que al tiempo que se defienden estas demasías en nombre de la sagrada libertad de creación y expresión, se pretende cerrar la boca a los que, justamente en uso de esa libertad de expresión, y sin ánimo censor alguno, nos ciscamos en la puñetera calavera de los despojos humanos que se ríen de la desgracia ajena.