Me imagino a los forajidos vestidos de Armani celebrando con Dom Pérignon y beluga que han vuelto a quedar exentos por excedente de cupo del enésimo endurecimiento del código penal español. Los reformadores acelerados, que para algo son amiguetes o directamente subordinados, solo han tenido ojos para los sacamantecas que matan a granel y lo ponen todo perdido de sangre. Todavía quedan clases, también en el crimen. A ver si ahora vamos a querer comparar el primitivo y tosco vaciado de entrañas a hierro con los sofisticados, casi sublimes, métodos que utilizan los que tiran de ingeniería financiera para cometer sus despiadadas fechorías.
¿Despiadadas? Oiga, señor columnista, pero si los del cuello blanco y la manicura impoluta se limitan a llevarse la pasta cruda y no suelen dejar cadáveres a su paso. Cierto, cadáveres no dejan, pero sí algo mucho peor: muertos en vida. Me ha tocado la desgracia de conocer personalmente unos cuantos casos y de otros muchos he sabido por los papeles, aunque la inmensa mayoría son zombis anónimos que se arrastran por el asfalto, ocultándose de sus amigos y su vecinos porque no quieren que nadie los vea reducidos a un espectro. Algunos, cada vez más, no lo resisten y abrevian la agonía desde lo alto de un puente o un barranco. Estas cosas se publican con sordina, pero quien busque el dato descubrirá que en España la primera causa de muerte externa es ya el suicidio. Por delante de los accidentes de tráfico, que como se empieza a documentar, en no pocas ocasiones camuflan también suicidios.
Ya, siguen sin ver la relación con los desfalcos y las trapisondas que engordan cuentas en Suiza o las Caimán. Pues piensen un poco. Lo que ha provocado la angustia infinita que les he descrito no es un fenómeno meteorológico ni un imponderable del destino. Han sido los que van armados con una Mont Blanc de oro, mucho más letal que una motosierra o una 9 mm Parabellum.