Muertos en vida

Me imagino a los forajidos vestidos de Armani celebrando con Dom Pérignon y beluga que han vuelto a quedar exentos por excedente de cupo del enésimo endurecimiento del código penal español. Los reformadores acelerados, que para algo son amiguetes o directamente subordinados, solo han tenido ojos para los sacamantecas que matan a granel y lo ponen todo perdido de sangre. Todavía quedan clases, también en el crimen. A ver si ahora vamos a querer comparar el primitivo y tosco vaciado de entrañas a hierro con los sofisticados, casi sublimes, métodos que utilizan los que tiran de ingeniería financiera para cometer sus despiadadas fechorías.

¿Despiadadas? Oiga, señor columnista, pero si los del cuello blanco y la manicura impoluta se limitan a llevarse la pasta cruda y no suelen dejar cadáveres a su paso. Cierto, cadáveres no dejan, pero sí algo mucho peor: muertos en vida. Me ha tocado la desgracia de conocer personalmente unos cuantos casos y de otros muchos he sabido por los papeles, aunque la inmensa mayoría son zombis anónimos que se arrastran por el asfalto, ocultándose de sus amigos y su vecinos porque no quieren que nadie los vea reducidos a un espectro. Algunos, cada vez más, no lo resisten y abrevian la agonía desde lo alto de un puente o un barranco. Estas cosas se publican con sordina, pero quien busque el dato descubrirá que en España la primera causa de muerte externa es ya el suicidio. Por delante de los accidentes de tráfico, que como se empieza a documentar, en no pocas ocasiones camuflan también suicidios.

Ya, siguen sin ver la relación con los desfalcos y las trapisondas que engordan cuentas en Suiza o las Caimán. Pues piensen un poco. Lo que ha provocado la angustia infinita que les he descrito no es un fenómeno meteorológico ni un imponderable del destino. Han sido los que van armados con una Mont Blanc de oro, mucho más letal que una motosierra o una 9 mm Parabellum.

47 kilos

Ahora Grande-Marlaska, al que piropeaban Enorme-Marlaska y le cantaban mañanitas llenas miel y baba, se ha convertido en otro enanito cabrón del jardín filoetarra. Quién iba a esperar hombría de este, jo, jo, jo, se ríen la gracia unos trogloditas a otros en lo más profundo de la caverna. Ídem de lienzo, el mediano imitador de José Luis López Vázquez que atiende por Alfonso Guevara. Cómo le aplaudían con las orejas cuando elevaba su voz de flauta travesera desde el estrado para que los malosos supieran quién mandaba en la sala. Un tipo con las puñetas bien puestas, lo lisonjeaban. Desde anteayer, es un mingafría que se va de vareta por los pasillos de la Audiencia Nacional.

Porque claro, de los otros dos togados —Martínez Lázaro y Sáez-Valcárcel—, progres de cuna y agentes dobles al servicio del Satán rojoseparatista, ya se sabía que se iban a alinear con la traición. Ese escozor estaba amortizado. Pero, ¿y ellos? ¿Por qué un par de campeones de la tolerancia cero se ablandan como una galleta María en un baño de natillas y mandan a agonizar a su albedrío (condicional, pero albedrío al fin) al carcelero-de-Ortega-Lara? ¿Qué tenían en la cabeza para birlarle al Estado de Derecho y a los demócratas de toda la vida el excelso placer de monitorizar cómo se consume hasta el último estertor? ¿Cómo se les ha podido olvidar de un día para otro que la justicia no sabe a nada si no se le añaden encima unas buenas lonchas de venganza? ¿Es que ya no se ponen verracos ante la perspectiva de ver hecha realidad la deliciosa expresión “que se pudran en la cárcel”?

Si quienes se plantean estas preguntas disfrazándolas de exhortos a la dignidad no fueran tan pero tan cerriles, tendrían la respuesta. Marlaska y Guevara no han traicionado nada. Su decisión no ha sido sobre un despiadado terrorista, sino sobre 47 kilos de piel y huesos que ya no podrían ser una amenaza… salvo convertidos en símbolo.

Otro récord, ¿y…?

Es humano. Vas perdiendo por trece a cero y en un arranque de coraje, sacas fuerzas de donde no sabías que te quedaban, te plantas en el borde del área contraria y tu rabia concentrada impulsa un zapatazo que se cuela por toda la escuadra rival. Es un gol de pañuelos, de grada puesta en pie aplaudiendo con los pelos como escarpias, de póster desplegable. Te mereces, por supuesto que sí, celebrarlo comiéndote la hierba, saltando, aullando y, qué narices, hasta con un buen corte de mangas dedicado al árbitro comprado, a esa prensa que te hace la vida imposible o a los autores de un reglamento redactado expresamente contra ti. En esas condiciones, es una tremenda hazaña conseguir franquear los tres palos. Pero no dejes que el subidón de adrenalina te engañe: mira al marcador, resta, y comprobarás que aún te faltan doce chicharros para empatar. Uno más para la remontada.

Siento presentarme otra vez en el nada agradable papel de pinchaglobos. Cuánto más fácil para mi sería encaramarme hasta la cresta de la ola de entusiasmo provocada por la apabullante manifestación del martes en Barcelona y proclamar, como están haciendo algunos con esa urgencia que engendra futuras decepciones, que ya está todo el pescado vendido. Sólo por haberlo gritado como nunca se ha hecho, el lema que llevaban las pancartas se convertirá en realidad: Catalunya, nuevo estado de Europa. Ojalá fuera tan sencillo, pero mucho me temo que queda un buen trecho para vislumbrar siquiera el punto de destino.

Algo debería enseñarnos lo vivido. Guardo memoria de media docena de movilizaciones de las que se hicieron —a favor y en contra— glosas muy parecidas. Todas batieron el récord de la anterior. Todas marcaron un hito. Todas aparentaron ser la gota que colmaba el vaso. Todas, ay, se fueron al álbum de fotos de momentos épicos. ¿Qué motivo hay para creer que esta vez será diferente? Aunque me esfuerce, no lo veo.

Bravo, Martínez

Dirán, seguramente con razón, que es un derroche innecesario pulirme los mil novecientos caracteres de esta columna en la enésima tontuna de un imberbe multimillonario falto de un hervor. Un colega cuyo criterio siempre he estimado sostiene que es una chiquillada que no debería pasar de chascarrillo y que si algo tiene de grave es que haya habido alguien lo suficientemente imprudente como para airearlo. Tal vez sería mi postura en otros casos similares, pero este ha reventado mis diques contemporizadores. La gañanada del niñato Martínez saltando de madrugada la valla de Lezama para vaciar su taquilla clandestinamente no es una anécdota sino una categoría.

De entrada, nos completa el tristísimo autorretrato que se ha ido componiendo el muete en tiempo récord a base de melonadas sucesivas que se iban superando. Como traté de explicar cuando hablé de esa engañifa que llaman “amor a los colores”, lo que menos me importa es que aceptara una oferta que, con todo el derecho, consideraba apetecible. Eso solo puede molestar a los que se enroscan la txapela hasta la nariz y carecen de la mínima tolerancia a la frustración. Otro cantar es el silencio cagón, las negaciones a lo Judas de regional cuando todo estaba hecho, el patético viaje para firmar disfrazado de Lagarterana o que su novia —primorosamente ataviada con la elástica de la selección nacional española— se erigiese en portavoz del muchacho a ver si de rebote le ofrecían presentar el Telecupón. Fuera de concurso, esa despedida que por no ser a tiempo ya no será nunca.

Y como postre, la escena de Pajares y Esteso del cuele furtivo. Ni un gramo de valor para dar la cara ni medio de cerebro para pedirle a cualquiera que le mandase sus bultos por Seur. Será que me acabo de hacer más mayor y me ha subido el almíbar, pero si lo siento es por esas criaturas que tienen la camiseta con el nombre del sujeto y no saben qué hacer con ella.

Dos por ciento

Otro gran éxito de las luminarias marianas: en los seis meses que lleva en vigor, la amnistía fiscal ha conseguido rascar —tachán, tachán— poco más de cincuenta millones de euros. Eso es el 2 por ciento de lo que los contables pardos de Moncloa habían previsto recaudar en todo 2012 con esta medida que más que de gracia, es de descojono. Cierto que los peninsulares somos gentes de último minuto, pero no parece que en los cuatro meses que quedan hasta las uvas se produzca una montonera de arrepentidos que apoquinen los 2.450 millones que restan para cumplir el objetivo. Adivinen de dónde saldrá el pastonazo que falte.

Seguramente quienes parieron esta idea y echaron las fantasiosas cuentas poseen un potosí de MBAs y postgrados en Economía por los chiringuitos académicos de mayor pedigrí planetario. Ahora, en lo que andan en sexta convocatoria es en conocimiento del alma humana. Hace falta ser primaveras cum laude para creer que la apelación al patriotismo ablandaría el bolsillo de los defraudadores a granel. Para estos tipos, su españolidad está cubierta con el reborde rojigualdo de los cuellos y las mangas de sus polos Lacoste. Igual que no les gusta mezclar el Chivas de 20 años con nada, tampoco les gusta contaminar su cartera con sentimientos nacionales. Aquí hay que citar a Marx: el capital no tiene patria.

Y luego hay una cuestión que va más allá de las banderas. ¿Por qué motivo iban a hacer un donativo voluntario del diez por ciento de sus fortunas cuando pueden tener hasta el último céntimo a salvo en el lugar y durante el tiempo que quieran? Cuesta mucho robarlo para ir por ahí regalándolo al primer pedigüeño gubernamental que extienda la mano y ponga ojitos suplicantes. Si lo quieren —así pensaría yo si fuera uno de ellos—, que vengan a por ello con las mismas armas con que ordeñan a la chusma que repta hasta fin de mes. Pero como eso no lo van a hacer, allá cuidados.

Chismosos globales

El visionario Marshall McLuhan, primero de los cromos de la breve y descangallada colección que hacen los alumnos de periodismo, palmó en 1980 sin sospechar hasta qué punto llegaría a hacerse realidad su celebérrima aldea global. Aldea, eso sí, no en el sentido más noble del termino, cuando se refiere a una comunidad de prójimos que, con sus defectos y virtudes, son capaces de deslomarse en la era del vecino o compartir una bota de peleón a la fresca. Lo que han creado los cachivaches tecnológicos que conoció él y los que han venido después es, más bien, un gigantesco villorrio superpoblado de garrulos cuya diversión más sofisticada es encontrar víctimas propiciatorias que tirar al pilón. Ello, cuando no se dan —es decir, nos damos— a linchamientos y lapidaciones de adúlteras, ovejas descarriadas, sospechosos de tener tratos con Satán o, simplemente, pobres desgraciados señalados por un dedo rematado por una uña llena de mugre.

Lo peor es que ejercemos esta catetería gañana creyéndonos que estamos en todo nuestro derecho, simplemente por el hecho de ser dueños de un televisor, pagar una tarifa plana de internet o disponer de cuenta en Twitter o Facebook. Pues no. No teníamos ningún derecho, pero absolutamente ninguno, a saber que una mujer de un pueblo de Toledo que jamás pisaremos había grabado un video subido de tono. No, ni aunque fuera concejal. Nada nos facultaba para conocer su nombre, su aspecto físico, su edad, su profesión y mucho menos su situación familiar o sentimental. Para qué hablar de las dichosas imágenes robadas de su móvil. Seguramente era inevitable que eso  fuese por un tiempo comidilla de comadres y compadres locales o material para los pajilleros de las pedanías limítrofes. Pero jamás debió salir de la comarca.

Ahí es donde McLuhan patinó. Ingenuamente, bautizó la nueva era como Sociedad de la información. Debió decir, en todo caso, del chismorreo.

Con mano izquierda

Ahora que, previsiblemente, Gemma Zabaleta va a disponer de más tiempo, me permito el atrevimiento de recomendarle un libro. Se titula Con mano izquierda y lo escribió, oh sorpresa, ella misma junto a su compañero de filas e idealismos Denis Itxaso. Palabra que no pretendo ser irónico ni hacer una guasa. A los que vamos por la vida dejando el pensamiento impreso nos ocurre con frecuencia que olvidamos lo que alguna vez salió de nuestra pluma o nuestro teclado. De pronto, un día vuelve a caer en tus manos por cualquier azar o, tal vez siguiendo las leyes del caos ordenado, y te sientes Proust delante de la madalena. Ahí sale, a veces con extrema crueldad, quien fuiste y ya no eres. Puede ser un trago muy duro, pero si vences la tentación de apartar la vista, el premio es recordar de golpe muchos cuándos, varios cómos y, allá al fondo, un porqué. Con cierta probabilidad, tu porqué, ese que se ha ido diluyendo por el paso de los calendarios, las pequeñas claudicaciones que engendran otras cada vez mayores, los sobreentendidos, la obediencia debida, la inercia o el puntito de pereza y apuro que te da ser siempre la nota discordante.

Han pasado diez años desde la publicación de aquellas páginas. Un mundo o un suspiro, según se mire. Eran en su partido los tiempos del post-redondismo más cerril, para colmo, enrabietado por la dolorosa derrota del mayo anterior. Como siempre, Ares era el dueño del botón nuclear. López —mi memoria no falla— también atendía por Patxi-sí-señor. Por sorpresa, una minoría ínfima con Zabaleta a la cabeza dio un paso al frente y presentó su candidatura a la secretaría general con un discurso que entonces sonaba a herejía. Perdió con estrépito ante el aparato, pero no fue en vano del todo. Parte de sus ideas, convenientemente descafeinadas, pasaron a ser bandera de un PSE que empezó a virar el rumbo. De lo que sobrevino después, seguro que se acuerda ella mejor.