De nuevo, la misma coreografía tan macabra como reveladora del paisaje y el paisanaje. Un crimen abominable se convierte en sangriento río revuelto para ganancia de pescadores sin escrúpulos. Y ahí se van todos en tropel, a hacer caja de pasta, de ego, o de lo uno y lo otro. No faltan, ojo, quienes dicen hacerlo en nombre de las más nobles causas y los principios más sagrados. Iba a decir que no cuela, pero, por desgracia, no tengo más remedio que admitir el triunfo de los trasegadores de morbo al por mayor. Basta ver los índices de audiencia y, en proporción directa, el tiempo y el espacio dedicados a retozar en el fango.
¿Es que hay que ocultar o minimizar unos hechos que objetivamente constituyen una noticia de relieve enmarcada, además, en una cuestión fundamental de nuestra época, como es la violencia machista? Ni se me ocurre insinuarlo. Podemos y debemos hablar de este asesinato y de lo que implica, pero me atrevo a pedir una vez mas, aunque sea prédica en el desierto, que tratemos de evitar incidir en lo que está de más.
Intencionadamente, lo he anotado de ese modo tan ambiguo, porque tengo la convicción de que no hace falta ser más explícito. Si somos honestos, no será difícil hacer la lista de lo que no viene a cuento remover ni en este ni en los mil y un casos prácticamente calcados que se han ido sucediendo con una frecuencia que parte el alma. Esas imágenes en bucle, esos testimonios de quien no es capaz de articular palabra o de quien pasaba por allí. Esos comentarios de jurista de barra de bar, esas pontificaciones sobre cómos y porqués que se ignoran del todo. Y lo demás que ustedes saben.