Finalizaba mis líneas de ayer contándoles que estoy pensando en proponer a la Academia de la lengua española el término IdiETA. Si lo hago, incluiré en el mismo lote el vocablo jETA —exactamente con esa grafía—, que entiendo va como un guante para nombrar a la ingente legión de caraduras que llevan lustros pegándose la vida padre a cuenta de las tres siglas. Como todo no se reduce exactamente a parné, el neologismo sería también de aplicación a la magna patulea de politicastros que reducen su argumentario a sacar a paseo el espantajo para lo que fuere menester. Y ahí entra desde ganar juegos florales de la dignidad a tapar toneladas de corrupción hedionda, pasando, como estamos viendo en los patéticos ejemplos recientes, por enmerdar a los partidos que podrían formar una mayoría de gobierno alternativa. O a cualquiera que no trague con el catecismo obligatorio, lo mismo malvados soberanistas periféricos, que un par de titiriteros anarcoides que se ponen a tiro.
Recuerdo cuando señalar a estos desahogados era motivo de excomunión bienpensante. Parecía demasiado perverso para ser verdad: unos tipos, los más vociferantes del patio, que se habían montado un siniestro bisnes alimentado por la sangre y el dolor. No cabía tal grado de miseria en la mayoría de las bienintencionadas —o ciegas voluntarias, qué caray— mentes del lugar. Por fortuna, los acontecimientos, empezando por la ausencia constatable de violencia firmada por ETA, y siguiendo por la caída del guindo de una parte considerable del cuerpo social español, han puesto al descubierto a estos parásitos del sufrimiento, es decir, a los jETAs.