Mi perplejidad griega

Además de un tanto imbécil, me siento un defraudador cada vez que en Gabon de Onda Vasca me toca informar sobre Grecia, lo que como imaginarán, ocurre prácticamente todos los días. Sin rubor les reconozco que en no pocas de las ocasiones pío de oído a partir, en primer lugar, de lo que nos transmite nuestra corresponsal comunitaria —¡Tres hurras por Silvia Martínez!— y de las noticias u opiniones que he ido recopilando aquí y allá. Lo terrible es que no coinciden. No digo ya entre fuentes o medios diferentes, algo que sería medianamente comprensible, dado que cada cual cuenta las cosas —no les revelo ningún secreto, ¿verdad?— en función de sus propios intereses. O de los del patrón, vamos. Lo verdaderamente despistante en este caso es que la divergencia se da en la misma cabecera y apenas con una distancia de minutos.

Así, este lunes, lo que a las siete de la tarde era un nuevo fracaso negociador, a las siete y media cambió por una luz de esperanza que antes de las nueve estábamos vendiendo ya como un más que probable acuerdo. Sin querer ser prolijo, en las horas que han transcurrido desde entonces hasta el momento de redactar estas líneas, el posible entendimiento entre los supercatacañones y el gobierno griego ha pasado otra docena de veces por la fase Barrio Sésamo: ahora cerca, ahora lejos, y vuelta a empezar.

Es inútil que escriba cómo está ahora el asunto porque para cuando se publique la columna puede haber cambiado otras veinte veces. Sí comparto con ustedes mi sensación de estar siendo perplejo espectador de una realidad que no es posible contar. Imaginen lo que tiene que ser vivirla.

Tantas mordazas…

De nuevo se me pasó el día mundial de la libertad de prensa. Y eso que esta vez coincidió, grotesca casualidad, con el de la madre. Qué oportunidad para hacer la loa cursi con doble tirabuzón. No crean, ya hubo algunos rapsodas tuiteros que se curraron el dos en uno, si bien la mayoría tiró por lo trillado. Que si la ley mordaza, que si los medios secuestrados en unas pocas manos, que si cuánto necesitamos periodistas valientes. No te joroba, como si no necesitáramos camareros o camareras con un par de narices que nos cobraran el cortado por lo que cuesta y no al precio abusivo que le ha puesto el dueño del bar. O mejor, empleados de banca aguerridos que concedieran créditos a quien los necesitara y tacharan impagos para evitar desahucios. Pero no, oigan; nadie reclama ese tipo de héroes. Parece existir un curioso consenso en que los únicos que se tienen que jugar el culo —quizá con los ciclistas— somos los que practicamos, o intentamos hacerlo, este oficio de tinieblas.

Lo tremendo es que una buena parte de los que nos exigen que seamos la hostia en vinagre de independientes lo único que pretenden es que escribamos o digamos exactamente lo que quieren leer u oír. Si lo hacemos, nos sacan bajo palio. Si no, empiezan a llover las tortas como panes. Es de llorar diez ríos que esos lectores y oyentes que reclaman la mayor de las purezas alberguen en su ser a un censor implacable o a un jefe de redacción cabrón de los que dictan cada línea. Claro que también es verdad que peor es cuando no pocos de este gremio, por canguelo o en busca del aplauso de aluvión, hacen piezas a medida de la parroquia.

Periodismo sin alma

Cada vez que hay una tragedia, aborrezco mi profesión. Me ocurre desde que era un tribulete imberbe, y durante un tiempo albergué la esperanza de que los años me harían desarrollar una coraza contra este sentimiento en el que se mezclan, no sé en qué proporciones, la vergüenza ajena, el asco, la rabia, la impotencia… y las dudas sobre mi propia capacidad para ejercer un oficio tan desalmado. Compruebo horrorizado que es al revés: conforme colecciono canas y arrugas, el daño que me provoca ese cóctel es mayor.

Me ha servido para la enésima confirmación el accidente del Airbus Barcelona-Dusseldorf. De nuevo hemos asistido a la cacería inmisericorde de familiares angustiados para arrancarles, a modo de trofeo, unas lágrimas, unos balbuceos, o siquiera un gesto de desesperación para adornar una portada o el directo en la tele. ¿De cuánta inhumanidad hay que estar alicatado para ser capaz de acosar sádicamente a personas en estado de shock que ni saben por dónde les da el aire?

Sí, conozco la respuesta al uso. Que más cornadas da el hambre, que qué va a hacer un pobre jornalero del micro y la cámara, y que la culpa es de los editores o los jefes de redacción, que exigen carnaza. Y también me consta que los aludidos escurrirán el bulto con la martingala de lo chungalí que está el mercado o, como gran comodín, acusarán al público de no conformarse más que con casquería sanguinolienta o sentimentalona. No digo que no haya unos gramos de verdad en tales excusas, pero la mayoría de los que abrevamos en la alberca esta de la información sabemos que si quisiéramos, podríamos evitar ciertos espectáculos.

Mil columnas

Y con esta, mil columnas. Se asusta uno de su capacidad para dar la barrila. ¿Volvería a firmarlas todas? Miren, ahí me pillan y me pillo: tengo que confesar que no. Al repasar algunas, aparte del pudor ante palabras, giros o expresiones que no sé quién diablos me mandaría escribir, compruebo con una puntada de disgusto que no estuve atinado en tal o cual apreciación. O que se me fue la mano con el vitriolo. O que me dejé llevar por la frase resultona en lugar de anotar algo menos redondo pero más cercano a la verdad. A lo que uno cree que es la verdad, quiero decir, porque esa es otra, que en más de un caso y en más de cien, no hay una única certeza válida. Las que yo he ido espolvoreando por aquí son (o fueron) las mías, ni más ni menos. Otra cosa es que las enunciara como si no hubiera lugar a la réplica. Compréndanlo, son las servidumbres del género; no puede uno llegarse a estas líneas a dar la impresión sistemática de que no tiene las cosas claras.

Conste en acta que no siempre las tengo y que en ocasiones en las que me parece que sí, tardo un padrenuestro en comprobar mi error. ¿Error? No me avergüenza reconocer —y menos hoy, que estamos de confidencias por la celebración— que los cometo, los he cometido y seguiré cometiéndolos. Eso sí, son, fueron y serán equivocaciones en el uso de mi libertad, que es la que para bien, para mal o para regular, guía lo que tecleo y envío para ser publicado. Me gusta pensar (y sé que acierto en la mayoría de los casos) que ustedes también utilizan su libertad y no unas anteojeras, además de para leer o pasar página, para decidir lo que les ha parecido.

Por qué escribo sobre Podemos

Nadie me preguntó por qué escribí tantas columnas sobre —o sea, contra— el gobierno de Patxi López. Tampoco me piden explicaciones cuando atizo a Barcina, el PSN, la Conferencia Episcopal, el FMI, o Rajoy y su gabinete en pleno. Ídem de lienzo, respecto a las incontables chapas que me he largado sobre normalización, soberanía, pobreza, corruptelas o inmigración. Como es lógico, cuando abordo esos asuntos, puede caerme una porción razonable y hasta razonada de soplamocos que encajo según el despertar que haya tenido. Nada comparable, sin embargo, a la galerna de bilis que se me viene encima cuando se me ocurre dedicar estas líneas a la formación de los circulitos, y no lo hago postrado de hinojos o aplaudiendo con las orejas, únicas actitudes que permiten los believers pablistas, monederistas o errejonistas. Y acompañando las bofetadas, la pregunta que, como les decía, sobraba en las cuestiones que mencionaba en las líneas de arriba: ¿Por qué escribes tanto de Podemos?

La primera tentación del tipo de barrio que soy es contestar que lo hago porque me sale de los pelendengues. Aunque suene procaz, me parece menos violento que tener que aclarar a personas talluditas que esto de la opinión está relacionado, además de con la libertad, con la actualidad. Se opina, mayormente, de las materias que son noticia. Y resulta que Podemos no solo es noticia, sino martingala machacona con serias posibilidades, según ni se sabe cuántos sondeos, de pillar cacho gubernamental en varias instituciones, incluidas algunas muy cercanas. Lo incomprensible y sospechoso sería pasar palabra y silbar a la vía. ¿Estamos?

La espantada de Pablo

Que te cancelen una entrevista de víspera es una faena del quince. Lo he sufrido unas cuantas veces, y por eso sé que repatea todavía más cuando la desconvocatoria va acompañada de excusas de chichinabo como las que puso Iglesias Turrión para hacerle la ele al programa sabatino de Telecinco. Y ante la previsible acometida de furibundos fanboys y fangirls de la cosa morada, aclaro que, efectivamente, no teniendo casi ningún respeto por la cadena de marras, en este caso le concedo más credibilidad a su versión que a los pobres —¡y contradictorios!— pretextos que han ido espolvoreando desde la formación del entrevistado a la fuga.

Como tantas veces, para comprenderlo mejor, esto habría que verlo con otro protagonista. ¿Qué estaríamos diciendo si la espantada la hubieran dado Rajoy, Ken Sánchez, Rosa de Sodupe o cualquiera de los líderes de los partidos supuestamente convencionales? He ahí el quid de la cuestión: que en su meteórica carrera, de unas semanas a esta parte, Podemos se ha vuelto de un convencional que asombraría a sus propios seguidores si conservaran medio gramo de capacidad crítica.

Aparte de haberse dotado de una estructura orgánica tan corriente y moliente como la de la mayoría de los partidos, la deriva hacia la zona gris ha cantado la Traviata en la últimas declaraciones del líder carismático. De tener una solución mágica para todos los problemas, Iglesias ha pasado al “ya veremos”, “tomaremos las medidas oportunas” o, al borde del despiporre, “lo consultaremos con los mejores expertos”. Y él, que es un rato listo, se ha dado cuenta de que se está notando. Por eso ha hecho mutis.

Teresa en prime time

Supongo que era previsible, pero no por ello menos decepcionante. Antes incluso de abandonar el hospital, Teresa Romero concedió su primera entrevista exclusiva, que en traducción a los usos y costumbres de la prensa de unos decenios a esta parte, quiere decir pagada. Seguramente la auxiliar felizmente curada de ébola ha recibido un pico. Es de imaginar que habría subasta previa con abundancia de postores de chequera alegre. El gramo de intimidad semivirgen tiene un precio, y los que entienden de esto porque están todo el día a pie de mercado sostienen que merece la pena rascarse el bolsillo. Hay tal demanda, que la inversión se rentabiliza casi instantáneamente. Eso también debería hacernos pensar.

Por lo demás, no tengo nada que reprochar a Teresa. Tanto ella como su marido están en su derecho de meterse por su propio pie en la irresistible pasarela de la fama de aluvión. Sospechando que de poco va a servir, les aconsejaría, eso sí, que fueran con tiento. Más que nada, porque los que ponen las reglas son profesionales que no se andan con sensiblerías. En cuanto el respetable pierde el interés, que puede ser muy pronto en un caso como este, se mueve el banquillo y sale a los focos, qué sé yo, la Pechotes, que es ahora mismo una de las piezas más cotizadas de las casquerías mediáticas.

Eso, sin perder de vista los niveles de crueldad que gastan los consumidores del género. Lo suyo no son las medias tintas. Pasan en décimas de segundo y sin causa aparente de la adoración absoluta al odio más visceral. Y cuando eso ocurre, es muy tarde para protestar. Aunque no esté escrito, viene en el contrato.