Deporte y política

No hay que mezclar el deporte con la política. No, claro que no. Por eso en la ceremonia de la victoria suenan los himnos nacionales y ondean las banderas. Por eso en los palcos se apelotonan las autoridades civiles —y a veces alguna militar y hasta eclesial— vestidas de domingo. Por eso, antes o inmediatamente después de la ofrenda a la Virgen del lugar, se acude con la copa o las medallas a las sedes de los gobiernos correspondientes y se le regala al baranda de turno una camiseta que se pondrá sin pudor sobre su Armani o su Elena Benarroch. Por eso a los campeones de lo que sea se les conceden títulos nobiliarios y órdenes del mérito de lo que haga falta y se les nombra hijos predilectos del terruño aunque tengan domicilio fiscal en Andorra o Mónaco. Por eso los partidos echan el lazo para sus listas a viejas o presentes glorias del atletismo, el fútbol o, sin ir muy lejos, la pelota.

No, qué va, no hay que mezclar el deporte con la política. Por eso cuando te sientes nación sin estado celebras como anticipo de la independencia que te dejen competir internacionalmente en tiro de la rana. Por eso cuando eres nación con estado despliegas toda tu artillería diplomática y legalista para impedir que cualquiera de tus trozos levantiscos pueda competir internacionalmente en tiro de la rana. Por eso es en los parlamentos centrales donde se decide quién sí y quién no tiene permiso para ir por el mundo con los colores y los escudos propios. Por eso tras un triunfo, las portadas se llenan de palabrería bélica y patriótica. Por eso se han boicoteado olimpiadas, mundiales o entorchados continentales según por dónde derrotara ideológicamente el anfitrión. Por eso, incluso, ha habido alguna guerra que ha tenido como excusa un partido de fútbol.

Definitivamente, no hay que mezclar el deporte con la política. Sencillamente porque no es necesario. Hace ya mucho tiempo que son la misma cosa

Pilatos en su yacuzzi

Qué gran verdad aventaron los apóstoles del cine de arte y ensayo Bud Spencer y Terence Hill: quien tiene un amigo tiene un tesoro. Y la cosa se pone en Potosí si son varios y están dispuestos a ir al señor fiscal —que tampoco es que sea un enemigo— a decirle que esté tranquilo, que fueron ellos los que prestaron la choja (billete a billete, al parecer) y que ya si eso, harán cuentas cuando toque, que no hay prisa. ¿Qué son, al fin y al cabo, cuatrocientos mil leureles para tipos de las cercanías de Bilbao que, como es sabido, incluyen la Bética y la Penibética? Digo yo, que soy bienpensado de cuna, que el probo titular del Ministerio Público pediría los papeles correspondientes y se aseguraría de que los generosos prestamistas han cotizado a sus respectivas haciendas (o lo harán) por los intereses devengados al tipo medio vigente, que la normativa fiscal no entiende de amistades en materia de créditos. ¿Me ha parecido oír una estentórea carcajada?

Para qué preguntaré. Todo en este novelón ha sido una risotada tras otra para que terminemos de comprender que, cuando tienes dónde agarrarte o a quién, lo legal se fuma un puro con lo moral y se atreve incluso a darle cuatro collejas. Y de propina, a montar el numerito victimista del linchamiento y el vía crucis. Como Camps, como Fabra el de las gafas oscuras que le permiten adivinar los números de la lotería, como tantos Houdinis que pasan del marrón al blanco impoluto en un santiamén judicioso… aunque no dejan de oler.

Allá cada cual con su cuajo. Ellos saben que sabemos y nosotros sabemos que saben que sabemos. Es triste que un galimatías como el que acabo de escribir sea lo único que nos quede como consuelo después de haber visto otra vez a Pilatos sumergirse en el yacuzzi. Pero hace ya mucho que la pocilga no da más de sí. Los que retozan en ella les recordarán mañana que hay que acabar con el fraude fiscal. De algunos, claro.

Lo humano y lo político

Después de diez días sin publicar, le debo esta columna de vuelta a Iñigo Cabacas Liceranzu. Creía, de hecho, que ya la había escrito doce o quince veces en mi cabeza, pero ahora, al sentarme frente al teclado, compruebo que todas las certezas que iba apuntando mentalmente se han ido diluyendo, quedando viejas o perdiendo sentido incluso para mí, que una vez las di por buenas. Me queda tan solo una de las primeras ideas que me asaltó al conocer la noticia y fue haciéndose fuerte según sorteaba la torrentera de declaraciones y contradeclaraciones: hemos perdido la capacidad de hacer una lectura pura y simplemente humana de la muerte.

La de Iñigo, perdón por la insultante obviedad, ha sido la de una persona. Luego entran las circunstancias, que la hacen más dolorosa y difícil de digerir, si cabe. No hay mucho que añadir sobre ellas. Más allá de las versiones oficiales y oficiosas, estoy seguro de que todos nos hemos trasladado imaginariamente a ese callejón donde la fiesta se convirtió en la tragedia que nunca deja de rondarla. Tengo la impresión de que no nos damos cuenta de que lo extraordinario, lo casi milagroso, es que no ocurra con más frecuencia.

¿No somos capaces de reflexionar abierta y sinceramente sobre esta realidad y cómo cambiarla sin vencer la tentación de arrimar el ascua a nuestra sardina política? Tal parece, a juzgar por lo que hemos tenido que ver y escuchar durante esta semana larga. ¿Alguien esperaba en serio que Ares dimitiera? Y en el remotísimo caso de que lo hubiera hecho, ¿era ese el justiprecio por una vida? Está claro que no, como también lo está que para el consejero no era eso, lo más primario, lo que estaba sobre el tapete teñido de sangre. Como ha demostrado con sus despejes a córner, sus medias verdades y sus contraataques de manual de comunicación, este ha sido sólo otro asunto incómodo más de tantos con los que su cargo le hace lidiar.

Perder es ganar

El serbio Vujadin Boskov, entrenador de aquel Madrid al que la Real le chuleó dos ligas, dejó una frase para las antologías de las verdades esféricas. Cuando palmaba, cosa no infrecuente, decía: “Fútbol es fútbol”. Viendo lo ocurrido en las urnas andaluzas, la sentencia es perfectamente versionable: “Política es política”. Sin embargo, no cabría adaptar de ningún modo otra de las máximas del técnico balcánico, la que sostiene que “Ganar es mejor que empatar y empatar es mejor que perder”. Que se lo pregunten a Pirro Arenas, que salió al balcón a levantar los brazos por una victoria todo lo histórica que él quiera pero, a la hora de la verdad, absolutamente inútil… salvo deriva extremeña de Izquierda Unida.

La paradoja —de la subespecie parajoda, concretamente— se percibe con más nitidez en la acera contraria. MacGuiver Griñán perdió respecto a los últimos comicios 650.000 votos, nueve escaños y otros tantos puntos porcentuales. Eso es un hostiazo de escándalo, digno de pelotón de fusilamiento aparatero y congreso refundacional al amanecer. Pero como quiera que sus peras, sumadas a las manzanas de IU, hacen un frutero mayor que el del PP, lo que cumplía todos los requisitos para ser una noche de lágrimas negras sociatas se convirtió en guateque por bulerías. Volviendo al símil futbolero, a mi me recordó a aquel año (no hace tanto) que el Athletic se salvó del descenso en la última jornada de liga y se estuvo a un tris de sacar la gabarra para celebrarlo.

La onda expansiva del jolgorio cruzó la península de sur a norte y a primera hora de la mañana se pudo ver a Patxi López con un cucurucho de cartón en la cabeza y un matasuegras entre los dientes. En un desayuno informativo en que pidió que le sirvieran tigre, el cuñado de Melchor Gil se refirió a Griñán como “el ganador indiscutible de las elecciones andaluzas”. Vayan tentándose las ropas, que este espera repetir la faena.

Justos y pecadores

Buena parte de la esencia de la política actual está explicada en uno de los pasajes más conocidos de El Lazarillo de Tormes. Compartiendo un racimo de uvas regalado por un vendimiador y pese a que se había establecido el pacto de que las comerían de una en una, el amo ciego empezó a tomar dos cada vez. En lugar de montarle la barrila, el práctico sirviente optó por callar y aprovechar su ventaja visual para coger los frutos de tres en tres. El otro, que no era tonto, se había dado cuenta de la treta y, terminado el festín, se lo hizo saber al pícaro. Pero no lo corrió a varazos por ello. De hecho, para el golfillo fue una especie de felicitación, tal y como lo relata: “Reíme entre mí, y, aunque muchacho, noté mucho la discreta consideración del ciego”.

Igual que en ese episodio, y por más códigos de buenas prácticas o leyes de Transparencia a que se acojan de boquilla, una cantidad creciente de presuntos servidores públicos se dan al trile y al mangoneo, sabiendo que sus prójimos no los van a delatar. Hoy por ti, mañana —o dentro de un rato— por mi. Ningún hilo más fuerte que el silencio comprensivo para tejer complicidades. También en la acepción jurídica de la palabra, adviértase.

Escribo estas líneas con plena conciencia de la más que probable indignación que estarán causando en los no pocos políticos y políticas que me consta que visitan esta columna. Reconozco, en efecto, que está en mi ánimo sulfurarles una gotita. Lo hago precisamente porque tengo la convicción de que la mayoría son personas honradas a las que su vocación les da quebraderos de cabeza que no reciben premio alguno en la cuenta corriente. Toman las uvas de a una y, si se tercia, son capaces hasta de pasar su turno. ¿Dónde está, entonces, el pecado? Pues justo donde reside la penitencia: en que se quedan mudos ante aquellos de su partido que se las llevan a puñados. O, peor aún, los justifican y defienden.

Filtraciones

Ocho de cada diez mercancías que nos cuelan bajo la etiqueta “periodismo de investigación” son más falsas que los Rolex de quince euros que se pueden apañar en el mercadillo de mi barrio. Mola mucho tirarse el moco con lo de “en informaciones a las que ha tenido acceso este medio” o ir de Sherlock Holmes, pero quien conoce un poco el percal sabe que tras buena parte de las super-mega-maxi exclusivas no hay más que un sobre con unas fotocopias —ahora también se llevan los pendrives— o una llamadita telefónica en confianza. A buenas horas iba a llegar donde llegó el Watergate si no es porque había una garganta profunda con ganas de largar.

Por tanto, menos ponerse estupendos y exquisitos. Filtraciones, las hay, las ha habido y las habrá. Y sí, casi todas son interesadas, que para eso somos humanos llenos de carencias y bajezas. Por el vil metal, en devolución o a la espera de un favor, para hacerle la cusqui a un prójimo o por puro vicio, que hay mucho cotilla. Unas pocas, justo es reconocerlo, pueden incluso atender a un fin no necesariamente innoble, como desvelarle al mundo desde el obligado anonimato que alguien ordenó torturas sistemáticas. O que uno de los que va de campeón mundial de la integridad y la lucha contra el fraude fiscal trató de despistar cien mil euros a Hacienda y se compró un casuplón billete sobre billete, ¿les suena?

Es gracioso que en este último caso, en lugar de preguntarse de dónde saca para tanto como destaca el aludido, las plumas amigas no sólo carguen contra el desconocido mensajero, sino que, además, le pongan nombre, apellido y el logotipo de una hoja de roble. Abundando en lo que escribí el viernes, se ve que hay presuntos y presuntos. Mañana o pasado, cuando les llegue por el conducto habitual el sobre correspondiente —probablemente, un contraataque—, no se andarán con tantos remilgos y mohines. Lo publicarán jurando que es un pedazo de scoop.

Pedro Sanz y el odio

Alguien, preferentemente de su propio partido, debería pararle los pies al tiranuelo riojano Pedro Sanz. Antes de que sea tarde, si no lo es ya, que tiene toda la pinta. Su obsesión antivasca, que en su absoluta ineptitud política, es también la forma ramplona que ha encontrado para perpetuarse como mandarín de su taifa, está llegando demasiado lejos. El otro día estuvo a punto de costarle un dedo a una ciudadana cuya culpa consistía en estar censada en la parte de la raya de los que han sido desposeídos del derecho —¿no decían que era universal?— a atención sanitaria. Nos enteramos porque lo contó El País. No es descabellado pensar que otras decenas de casos similares nos pasen desapercibidos. Hasta que muera alguien.

Sin llegar a esos extremos, y más allá de la bajeza humana de utilizar la salud como rehén, el contencioso que se ha hecho a medida el cacique de Logroño tiene otras derivadas muy graves y de alcance imprevisible. Se está atizando uno de los fuegos más peligrosos que se conocen, el de la aversión al vecino. Sólo hay que echar un vistazo a los comentarios que se dejan al pie de estas noticias en los medios digitales o en las redes sociales para comprobar que se ha traspasado el castaño oscuro. A un lado se pide, como poco, el ojo por ojo (“¡Que devuelvan los órganos trasplantados en Cruces!”, he llegado a leer) y el boicot, mientras que por el otro se llama a levantar murallas contra los invasores vascones.

Cuando los sentimientos primarios entran por la puerta, la racionalidad salta por la ventana. Es un hecho desgraciadamente testado en miles de guerras. Nuestra responsabilidad individual consiste en no dejarnos infectar por el virus de la inquina. A los políticos hay que pedirles algo más: que impidan, desde luego, su difusión, pero además, que pongan fuera de órbita a los populistas sin entrañas ni escrúpulos que, como Pedro Sanz, viven de promover el odio.